Reportaje: Muerte a los invasores Breve introducción a The Prodigy

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Del techno punk a la diversión bailable, de la ética a la estética. El de The Prodigy ya es un largo viaje, que estos días hace parada en su nueva criatura, Invaders must die. Un buen momento para repasar la obra de este peculiar trío.

Texto: JUAN JOSÉ ORDÁS FERNÁNDEZ.

El conjunto interpreta, los bailarines danzan y el concepto interpretativo envuelve al público, le hace participe de una «performance» única. Podríamos estar hablando de la Velvet Underground, Warhol y Gerard Malanga en plenos años 60. Pero también de The Prodigy en la actualidad. A partir de este punto el lector es invitado a salvar las insalvables distancias y a disfrutar una demagogia que ayudará a comprender un fenómeno tanto musical como lúdico.

La década de los 90 despertaba cuando Liam Howlett, joven músico electrónico, presentó su criatura en The Prodigy experience (XL, 1992), un proyecto bailable compendio de ritmos frenéticos que dejaban obsoletos –o al menos envejecidos– los sonidos sintéticos orientados al baile que dominaron los años ochenta. El «rave» como revolución cultural espabila a una somnolienta juventud inglesa, aunque de revolucionario tuviera poco y de cultural aún menos. Pero la mezcla entre ritmos cardiacos, drogas de diseño y cielos grises fueron un marco adecuado para que Howlett entregara sus creaciones tecno haciéndose acompañar de Keith Flint, Maxim Reality y Leeroy Thornhill como trío de bailarines complementarios. The Prodigy experience es un disco aburrido para los rockeros que sucumbieron a los latidos sintéticos de los de Essex, donde no hay rastro de la fórmula que les auparía al trono de la vanguardia durante la segunda mitad de los 90: Ni voces agresivas, ni guitarras incisivas. Eso sí, ritmo para dar y tomar.

Poco a poco la criatura va tomando conciencia de si misma. Liam Howlett sigue ostentando las riendas pero Maxim Reality se abre paso como un MC salvaje y brutal que empasta su fraseo en un single tan impactante como «Voodoo people». Las guitarras eléctricas hacen su aparición en otro sencillo, el contundente «Their law», donde la política se mezcla con unas bases rítmicas en primer plano que tratan de plantar cara al siempre conservador gobierno inglés. La juventud reivindica su derecho a vivir en un mundo nihilista de estupefacientes variados y The Prodigy les ofrece una banda sonora de lujo imprescindible en cualquier fiesta juvenil. Music for the jilted generation (XL Recordings, 1995) superó con creces a su predecesor, incluyendo los singles citados y abriendo paso a un territorio futurista y bastardo, una tierra de nadie donde la música de baile casa con la palabra actitud. Una tierra sin dueño que The Prodigy haría suya. Cada pieza contenida en el trabajo goza de las mismas grandes cualidades: Un detallismo milimetrado y unas estructuras claras capaces de enganchar a cualquier rockero libre de prejuicios. The Prodigy rompían el entorno para crear un nuevo hábitat electrónico, y es que Music for the jilted generation contenía temas para ser disfrutados en cualquier lugar, desde la comodidad doméstica, disfrutando de la obra de ingeniería que Liam Howlett había parido, hasta la fiesta más noctámbula.

Pero la criatura continuó creciendo. Los singles previos lo adelantaban y Fat of the land (Maverick, 1997) lo confirmó: The Prodigy era una entidad con personalidad propia que comenzaba a alimentarse de la creatividad de un Howlett en estado de gracia y del atractivo visual de sus dos bailarines estrella. Maxim Reality continuaba portando su oscura imagen, pero sería devorado por Keith Flint, quien se transformó en una mezcolanza de punk alterado, bailarín esquizofréntico y agresivo vocalista en la tradición punk británica. Fat of the land bebía tanto de la inspiración musical como visual, estando repleto de hits en potencia, perfectos singles capaces de romper barreras. El mundo rockero sucumbía a los de Essex, encabezando festivales en EEUU y en la vieja Europa.

Tanto «Firestarter» como «Breath» prepararon el mercado para que Fat of the land arrasara. La primera con Flint escupiendo el característico fraseo de la canción como si se tratara del hijo cibernético de Johnny Rotten, la segunda cargada de oscuridad con el omnipresente Flint y Maxim repartiéndose un estribillo homicida y violento. Ambos sencillos fueron incluidos en Fat of the land, pero aquel trabajo no se sostenía simplemente sobre dos números uno. Al contrario, fue un clásico instantáneo por el gancho de las demás piezas. La versión del «Fuel my fire» de las L7 cerraba el disco dejando claro que los componentes del combo no solo escuchaban techno. Un disco que por el camino se nutría de la atmosférica «Mindfields», la hipnótica «Narayan» (con Crispian Mills de Kula Shaker) o la controvertida «Smack my bitch up», temas con llamativos sampleos vocales que construían un mundo más allá de estereotipos. Las bases juegan sobre patrones rítmicos similares de contundente pegada, con arreglos electrónicos adherentes a la memoria y una idea que parecía clara: Sabemos cómo vamos pero no a dónde. Difícil parecía la evolución más allá de The fat of the land, la fórmula había sido explotada con sabiduría pero el futuro debía ser distinto.
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Los conciertos de The Prodigy siempre fueron objetos de controversia. El aspecto visual era dominado por Maxim y Flint, derrochando anárquico carisma (poco importó que Leeroy, el tercer bailarín abandonara la nave por esta época) dejando el aspecto musical en manos de Howlett y sus teclados. Llevar un grupo dance (por muy punks que se sintieran) al escenario no era sencillo y podía llegar a rozar el ridículo: Aunque añadieron un guitarrista y un batería como complemento, era espantoso escuchar a Maxim y Keith Flint cantar sobre sus propias voces en escena, como si se tratara de un karaoke de tercera categoría. No, el directo nunca fue el punto fuerte de los ingleses, siendo el eslabón débil de su conexión con los rockeros. A modo de performance funcionaba a la perfección, pero la experiencia distaba mucho de la actitud punk de sus discos. El poder de The Prodigy se desvanecía en vivo.

Tras continuos conciertos y amplias ventas, The Prodigy se tomaron un tiempo para recuperarse de la resaca y quizá no morir de éxito. Keith Flint se creyó músico, cuando no es más que un “entertainer”, y formó y bautizó una nueva banda con su apellido. Flint llegaron a grabar un disco que afortunadamente no vio la luz. Se trataba de un trabajo lleno de canciones planas, monótonas y aburridas, hoy día fácilmente localizable en la red. Asimismo, Maxim Reality también editó un oscuro trabajo en solitario que tampoco funcionaba. Quedaba claro que el cerebro de The Prodigy era su propio líder, Liam Howlett (algo que él mismo se encargaría de recordar en futuras jugadas).

En 2002 se edita “Baby’s got a temper” (XL Recordings, 2002), un single firmado por el grupo en el que el protagonismo recaía en Flint, con el apoyo musical de Howlett. Parecía que el frenético bailarín tomaba aún más protagonismo pero no fue así: Al single de revitalización del grupo no le siguió ningún disco. La canción era simplemente aceptable, aunque en la floja línea de Flint en solitario, siendo salvada del desastre gracias a la producción de Howlett. Sus referencias a las drogas sirvieron para otorgarle inmediata popularidad, aunque en el calado falló, no llegando a echar raíces en la memoria de los seguidores.

Sin embargo, en 2005 aparecía Never outnumbered, always outgunned (Maverick, 2004), el nuevo trabajo de The Prodigy en el que no aparecían ni Maxim Reality ni Keith Flint. Se trataba de un disco bailable con con el que Howlett parecía ponerles las cosas claras a las dos caras más visibles del equipo. The Prodigy era su criatura y podía poner en la calle un producto firmado bajo el ilustre nombre, conservando el sonido identificativo de la marca. Y, desde luego, Never outnumbered, always outgunned sonaba a The Prodigy, manteniendo sus fluctuantes riffs electrónicos y juegos de voces sampleadas. El single “Girls” era un buen ejemplo de que Howlett no dependía de sus bailongos vocalistas para volcar su música en un disco, aunque a la larga se acababan echando de menos las agresivas voces de ambos MC’s. La gira contó con ellos de nuevo en escena y algunos temas se regrabaron con sus voces para las versiones en single, aunque la sensación de unidad se había perdido. La edición del recopilatorio Their law (singles 1990–2005) (XL Recordings, 2006) sirvió para recordar una divertida carrera a toda velocidad, sin pretensiones, aunque en formato DVD volviera a situar al grupo como un proyecto que jamás debió conocer el escenario.

Hoy, la actualidad manda en la actividad del grupo. Nuevo disco y nueva actitud. Por una parte, Invaders must die (Cooking Vinyl, 2009) trae de vuelta a Maxim Reality y a Keith Flint, flanqueando a Howlett en calidad de líder indiscutible. Por otra, estilísticamente se sitúa en terrenos conocidos, en un punto intermedio entre Music for the jilted generation y The fat of land, precisamente sus dos trabajos más celebrados. ¿Una avance lógico? ¿Una huída hacia adelante? En cualquiera de los casos, en Invaders must die The Prodigy hacen lo que mejor saben hacer, música de baile con actitud, y eso es indiscutible. Continúan siendo los mejores en su terreno.