“Rashômon” (1950), de Akira Kurosawa

Autor:

EL CINE QUE HAY QUE VER

 

“La película en sí es un relato de relatos”

 

Elisa Hernández recupera la película que consagró como cineasta al japonés Akira Kurosawa. Un clásico de 1950 basado en un cuento de 1915 con el que logró el Óscar a mejor película extranjera en 1952.

 

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“Rashômon”
Akira Kurosawa, 1950

 

 

Texto: ELISA HERNÁNDEZ.

 

 

Un narrador del que desconfiar es una práctica habitual en literatura que sin embargo es menos común en cine, donde normalmente se hace uso de ella en giros de guión que buscan sorprender al espectador. Existen diferentes tipos de narradores poco fiables: pueden estarnos engañando deliberadamente como se hace humorísticamente en “Tristam Shandy”; por problemas mentales, ansiedad o estrés, como en algunos relatos de Kafka o las historias de Hunter S. Thompson, o incluso ser demasiado jóvenes o inocentes para enterarse de lo que realmente ocurre, como en “Huckleberry Finn”. Se trata de ejemplos que nos recuerdan que todo relato es un punto de vista, es decir, que siempre hay algo desde donde se nos muestra la historia. Y es que, aunque a veces no lo parezca, todo lo que se nos cuenta viene de algún sitio y tiene una intención y, sobre todo, unos efectos (conscientes o insconscientes).

Los narradores poco fiables nos recuerdan que no existe una sola verdad y que esta depende siempre del lugar desde el que se habla. No solo en relación a los posibles testigos oculares de una acción, sino también al bagaje de la persona que mira o escucha, a los presupuestos de los que parte e incluso a la credibilidad que nos ofrece el interlocutor. “Rashômon” refleja esto con tal maestría que incluso se ha acuñado el término “efecto Rashômon” para referirse a situaciones en las que la subjetividad de los diferentes testigos hace que los hechos varíen tanto entre sí que es imposible saber qué (o más bien cómo) ocurrió: una misma situación puede resultar en tantos relatos diferentes como personas implicadas en dicha situación, sin que ninguno de esos relatos sea falso.

 

 

 

Basada en un cuento de 1915 titulado “En el bosque”, “Rashômon” ganó el León de Oro de Venecia de 1951 y del Óscar a mejor película extranjera en 1952. Es además la obra que consolida la carrera de Akira Kurosawa, prácticamente inaugurando una de las más importantes cinematografías individuales no sólo del cine nipón sino de la historia del cine mundial. El filme es además un hito por ser el que marca la irrupción del cine japonés en el mundo occidental, abriéndole nuevos mercados comerciales y permitiendo la enorme y fundamental influencia que tendrá en muchas obras posteriores.

A pesar de no ser considerado por sus contemporáneos como un ejemplo de “japonesidad” (como sí lo podían ser los trabajos de otros directores, como Yasujirô Ozu), la película es marcadamente simbolista, lo que nos recuerda a mucho arte oriental. Lo vemos en las destrozadas puertas que dan acceso a la historia y en la luz moteada que se filtra entre los árboles, ambos referentes de la ambigüedad y falta de objetividad del relato narrado. La película es además minimalista y cuidadosa en todos sus detalles, como los marcados y dramáticos movimientos de los personajes, los reducidos escenarios o el enfático uso del sonido o los primeros planos de los personajes (influencia directa y confesada del cine de principios del siglo XX), elementos todos ellos remitentes a una cierta sensibilidad ajena al etnocentrismo occidental.

La película en sí es un relato de relatos, en el que un testigo narra lo sucedido en un juicio donde a su vez las personas implicadas cuentan sus versiones del mismo suceso, con lo que se conforma una serie flashbacks subjetivos en los que vemos recrear en imágenes un mismo acontecimiento de maneras muy diferentes, todas ellas posibles. “Rashômon” nos recuerda desde el principio la complejidad de eso que llamamos con tanta facilidad “verdad” y la enorme dificultad (e incluso imposibilidad) de un relato auténticamente objetivo, además de lo mucho que esto afecta a nuestra concepción de la naturaleza humana.

 

 

Anterior entrega de El cine que hay que ver: “Terciopelo azul”, de David Lynch.

 

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