Pilar, de Ángel Petisme

Autor:

DISCOS

«Un disco que nace de la pérdida, pero va al encuentro de la luz»

 

Ángel Petisme
Pilar
AUTOEDITADO, 2019

 

Texto: CÉSAR PRIETO

 

Los golpes de la vida hacen sangrar el alma. Nada hay más cierto. Pero, a veces, también salen por esa herida destellos de luminosidad que ni sabíamos que nos habitaban. Solo así se explica la belleza que atesora el último álbum de Ángel Petisme —decimoctavo ya—, cuando su eje temático es el dolor. En apenas dos meses muere su madre y dos de sus amigos más cercanos, y el duelo le exigió coger la guitarra, la primera que le regalaron sus padres, a los diez años —algo de nuestra pureza se queda en los juguetes de niño—, y sacar dentro de sí esta luminosidad.

Porque Pilar no es un disco melancólico ni melodramático, sino atento a la vida; la otra cara de esa muerte que es tema central. Todos pasaremos por ella, parece decir, pero aún hay tiempo para las ilusiones, para la alegría. En todo caso, las necesarias canciones tristes se resuelven con certeza en los sentimientos. Era obligado comenzar el disco con una de ellas, “Uno de septiembre”, en que sin grandilocuencia, con una emoción contenida y, por tanto, más punzante, la lengua al cantar lleva trozos de corazón. También destaca en este tono “La estrella del Nou de la Rambla” —su madre trabajó en una pastelería de esa calle—, un pedazo de cabaret nocturno a lo Tom Waits, con un piano aporreado y una voz arrebatada, que de golpe surge con tensión de crooner.

Pero de golpe, nos asalta la otra cara del disco: la celebración gozosa de “Carnales” —así llaman en México a lo que aquí son amigos del alma—, a medio camino entre Jalisco y el canto de taberna, que da como resultado una pura celebración goliárdica y una divertida combinación de rimas. También pertenece a este espíritu “Pilar”, un reggae saltarín lleno de estampas satisfechas y del músculo de los vientos.

Trompetas festivas que también asaltan en el capítulo del disco dedicado a Barcelona, la ciudad donde reside actualmente. “Oda a Barcelona” tiene el compás de la rumba catalana pero la viste con trazados caribeños, y “Un minuto de vida” es una preciosa melodía, un valsecito con aire de feria francesa, que dedica a los autómatas del Tibidabo, esos muñecos de movimiento mágico que encandilaron a nuestros bisabuelos y que se conservan en una sala del parque de atracciones.

Porque si Ángel Petisme ha conseguido algo tras tantos años de músico es un dominio total, artesano, de las melodías atractivas. Las hay en todas las canciones citadas y en “El niño de la llave”, que pertenece a la sección que pone sobre el tapete problemas sociales y que siempre aparece en sus discos; en este caso el de los niños que están solos todo el día por el trabajo de sus padres, casi siempre precario, y que solo les permite traspasar un grado el umbral de la pobreza. Aprovecha para hacer un elogio de la imaginación y los libros, de la misma manera que elogia a las mujeres que tuvieron que salir del país, exiliadas por la guerra o exiliadas por la falta de trabajo, todas las que lucharon por la libertad, con percusión de marcha y la coral de Iaioflautas de Barcelona que le da un final espectacular.

Aún tiene tiempo Petisme de hacernos un regalo, una canción que compuso hace años y que cantaba solo en petit comité, “Valparaíso”; no solo deriva de una visita que realizó a Chile, tras las huellas de Neruda, sino que es una de las canciones con más belleza en las descripciones —y ese perfecto manejo de las melodías—que ha conseguido. Con ella se da cuenta de un disco que nace de la pérdida, pero va al encuentro de la luz; que está empapado de vivencias dolorosas, pero también de ilusiones. Que duele, pero a la vez reconforta. Y mucho.

Anterior crítica de discos: Hijos del Mediterráneo.

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