Los Kinks, superhéroes de barrio

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Entre 1971 y 1972 la banda de Ray Davies facturó dos discos, quizá hoy menos reivindicados, pero brillantes en sonido y trasfondo, Muswell hillbillies y Everybody’s in show-biz. Dos joyas en las que se sumerge Luis Lapuente, a propósito de su 50º aniversario y sus recientes reediciones a través de BMG.

 

Texto: LUIS LAPUENTE

 

En un maravilloso artículo titulado The art of Medicine y publicado por la prestigiosa revista médica The Lancet, en octubre de 2014, el psiquiatra británico Athar Yawar concluye que «en el álbum de los Kinks, Muswell hillbillies, la medicina que funciona es la taza de té que reparte la abuela como tratamiento para todos los males posibles: “Es una cura para la hepatitis. Es una cura para el insomnio crónico. Es una cura para la amigdalitis y para los derrames en la rodilla”. Las propiedades medicinales del té son bien conocidas, o deberían serlo, pero quizá lo que más cura es la conexión amorosa que encarna. Para muchos pacientes, los médicos son valiosos y respetados, pero la curación a menudo parece venir de otra parte: de la abuela, del jardín, de la despensa, del amante; y tal vez, de algún lugar en la distancia, de un gramófono desgastado por el tiempo que reproduce canciones maravillosas como esta».

Pocos discos tan pegados a la tierra como Muswell hillbillies (1971), una mirada compasiva de Ray Davies hacia un mundo que se acaba, el de su infancia en el barrio londinense de Muswell Hill, asolado a principios de los años setenta por el fantasma de la gentrificación: sus viejos y desvencijados edificios victorianos fueron demolidos para construir modernos bloques de viviendas de aspecto residencial y elegante, que atrajeran a las clases medias con posibles, deseosas de habitar un espacio cercano al núcleo de la urbe, donde no hubiera lugar para las viejas generaciones marcadas por la nostalgia y el polvoriento hálito de la posguerra. Ray y su banda rindieron un hermoso homenaje al viejo barrio y a sus habitantes, a los bares donde bebieron sus primeras pintas de cerveza (uno de ellos, retratado en la portada del álbum) y a los personajes que alimentaron sus sueños, desde la jovencita regordeta de “Skin and bone” que confía en un falso dietista charlatán y termina al borde la inanición, hasta la mujer que sueña con los verdes campos de una existencia de cine en “Oklahoma USA”.

«Este es el siglo XX, una pesadilla mecánica. El maravilloso mundo de la tecnología: napalm, bombas de hidrógeno, guerra biológica», cantan los Kinks en “20th century man”, subrayando la pesadilla del narrador de “Here come the people in grey”, cuando recibe una carta en la que se le comunica que su casa va a ser demolida: «Van a derribar las paredes, van a arrancar los flores, van a desenterrar los desagües». Canciones como puñales embadurnados de la miseria de los poderosos, una rabia tamizada por el genio costumbrista y un tanto cínico del gran Ray Davies.

Un año después de haber publicado esta obra maestra decadente y profunda, los Kinks remataron la faena con el doble elepé Everybody’s in show biz, una especie de road movie de una banda que ya empezaba a debatirse entre su amor por el vodevil y su devoción por el rock de guitarras, los dos extremos que han dividido el alma de Ray Davies y su hermano Dave a lo largo de la existencia del grupo. En este deslumbrante Todos somos estrellas, los Kinks despuntan en el disco en directo, el segundo del doble artefacto, a la carretera y a los estadios llenos de fans, pero donde brillan al nivel más alto de su talento es en dos canciones mágicas del disco en estudio, la deliciosa “Celluloid heroes”, cumbre del imaginario de su autor, y la intimista “Sitting in my hotel”, conmovedora confesión de fragilidad emocional de un hombre que se encuentra cada vez más solo, pensando en la fugacidad de la fama. Pero el genio de Ray Davies le hace reflexionar sobre la opinion que tendrían sus amigos si le vieran y pudieran juzgarle en esa situación, subrayada por un piano minimalista y unos coros casi de fanfarria, como esos amigos que se reirían de verle así, y con esa trompeta agridulce, que recuerda a la de “Penny Lane”.

Puede que estos álbumes no se suelan reivindicar como las obras maestras que son, pero este quizá sea un buen momento para rescatarlos en todo su esplendor, cuando el mundo parece haberse olvidado, una vez más, de la importancia de las cosas y las emociones pequeñas, cuando, quizá como siempre lo fue, la música de los Kinks se revela como una bendita anomalía intemporal.

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