El oro y el fango: ¡Qué peligro tienen las redes sociales!

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«¡Unas miles de personas saben quién soy y me siguen! ¡Ya soy alguien! ¡He tenido dos retuiteos! ¡Soy un fenómeno! No, niño, no te crezcas, que eres el mismo ciudadano gris de siempre»

 

Los disparos verbales en las redes sociales (especialmente los cargados de mala baba) lanzados por periodistas y músicos, sin pensar demasiado en que son materia pública, son el motivo principal de esta entrega de El oro y el fango.

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

Me escribe un amigo adjuntando una captura de pantalla de un mensaje dejado en una red social por un graciosillo, asalariado en la sección de cultura de un periódico, que elabora un chiste deleznable a propósito del próximo disco de Coque Malla. Me quedo perplejo. No entiendo nada. ¿Es mala hostia o solo ganas de hacerse el simpático?

Pero es lo que tienen las redes sociales, que puedes olvidar que estás escribiendo en público, lanzas el primer pensamiento abyecto que te pasa por la cabeza en la idea de resultar gracioso, y ahí queda, como testimonio de tu estulticia profunda, de tu lamentable sentido estético. Porque a mí, que por lo que llevo oído del disco de Malla me parece un trabajo realmente serio, interesante y de una extraña hermosura, me asombra que al compañero solo le inspire humor del grueso. Supongo que es cuestión de sensibilidades. Pero si a este caballero lo que le conmueve son sonidos en las antípodas, ¿qué diantres hace carcajeándose de algo que no tiene que ver con él?

Resulta patético que desde la (supuesta) atalaya que nos da el colaborar en un medio creamos poder reírnos impunemente de la obra de cualquiera (que no tiene nada que ver con el análisis crítico), etiquetarla en un plis-plas, emitir veredicto inmediato, y además sin haberla escuchado íntegramente. Este voluntarioso humorista del teclado y el ratón, que pretende que nos echemos unas risas gracias a su ingenio, quizá dentro de algún tiempo tenga que escribir algo sobre Coque Malla en el diario que le paga el sueldo y puede que, sin rubor, sea capaz de citar «Mujeres» (así se titula el disco en cuestión) como un ejercicio de belleza y un modelo de valentía creativa en un momento en el que al ex Ronaldos no le hacía ninguna falta, cuando se estaba ganando a pulso de nuevo al público rockero de base batallando desde la distancia corta de los pequeños garitos, siendo consciente de que será imposible trasladar al directo esta obra (¡ah, que hablará de oídas, porque seguramente no ha asistido a ninguno de sus conciertos recientes!). Pero ahora, el periodista, sin más ni más, sin pensarlo demasiado, opta por el humor ramplón. Por el descojone gratuito.

Pero no crean que los plumillas son los únicos que aportan muestras de su gracejo, los únicos que dejan ver sus tics, sus manías, sus desatinos, su ego en las redes sociales: horas después, me llega otra captura de pantalla (es útil esto, ¿eh?) en la que un músico de tercera fila (con tendencia a creerse en posesión de la verdad, crecido por el aplauso de unos pocos de su ciudad; de la que, intuyo, nunca podrá salir), desde otra red social, ataca abiertamente a unos compañeros que están presentando los primeros frutos de su nuevo proyecto. En este caso, el colega gentil va a la yugular estética. Parece que lo que ha oído le ha gustado, pienso, porque todo apunta a que se trata de envidia, y se ha revuelto inquieto. Sin más. Envidia expuesta al público sin demasiado sonrojo y sin pensar en lo que se hace.

De todos modos, no culpemos a los torpes, sino a los tiempos, a las redes sociales que nos hacen creer que somos algo más que un creador anónimo, más que una firma al pie de un artículo: ¡mi rostro puede ser mi avatar! ¡El mundo me conoce! ¡Unas miles de personas saben quién soy y me siguen! ¡Ya soy alguien! ¡He tenido dos retuiteos! ¡Soy un fenómeno! No, niño, no te crezcas, que eres el mismo ciudadano gris de siempre, solo que arrastrando tu anodina existencia al ciberespacio. Uno más, uno del montón. No lo olvides. No lo olvidemos. Y no olvidemos el peligro que tienen las redes sociales, que a menudo nos muestran como en la más cruel radiografía.

Anterior entrega de El oro y el fango: La enfermedad del artista.

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