El oro y el fango: El cantecito de Kiko

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«Sus canciones de superhéroes de barrio y Mercedes blancos hallaran un público receptivo. Fue el triunfo de la inteligencia, del tesón y del creer en sus canciones»

Estos días se ha reeditado, en una edición muy cuidada, «Échate un cantecito», el disco que en 1992 rehabilitó la carrera musical de Kiko Veneno, oportunidad que Juan Puchades aprovecha para recordar al autor y a su obra.

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

Kiko Veneno, a mediados de los setenta, era un francotirador armado de canciones que parecían obra de un extraterrestre sureño algo ido. Con los hermanos Amador encontró el sonido para ponerlas en pie, dieron forma al grupo Veneno y en 1977 publicaron un disco que fue un fogonazo, moderno, avanzado, fijando un sonido inédito, explorando la unión entre rock y formas flamencas como nadie se había atrevido a hacer hasta entonces, con inspiración y locura (lo del rock andaluz era otra vaina). Pero solo lo entendieron cuatro, y grupo y elepé pasaron con más pena que gloria. Kiko le cedió a Camarón ‘Volando voy’, y al menos esa canción quedó en cierto imaginario colectivo. Algo es algo, porque su muchachita de mejillas tiernas como galletitas a la que debajo del pantalón se le notaban las braguitas y que siempre iba descalza por la avenida aunque se le quemaran las yemas de los pies, fue sepultada en los surcos de aquel jugoso vinilo negro. Llegó la desbandada grupal y el disco quedó como materia reservada para sibaritas degustadores de experiencias sorprendentes. Un álbum con el que viajar a un sur musical que no existía, calentito, juguetón, relajado, fumeta y rabiosamente hedonista.

Tiempo después, Kiko se hizo funcionario, que de algo hay que comer, escribió canciones para la primera Martirio, y él mismo editó algunos discos a los que los años ochenta les sentaron como un tiro en la nuca. Las canciones (el ingenio) seguían estando ahí, pero no encontraban el tono con el que ponerse guapas y echar a caminar garbosas por el mundo exterior. Incluso sacó de la tumba a Veneno, el grupo, pero nada, ni por esas. Excelentes canciones eran masacradas al ser registradas. Pasaba el tiempo y no sucedía nada. Kiko Veneno estaba pagando caro ser un raro al que ni los estudios de grabación, tan serios ellos, parecían comprender.

En eso que llegó Santiago Auserón, que tiene un olfato innato para descubrir músicas de verdad, y desde la productora de Radio Futura le propuso a Kiko grabarle un disco, con Joe Dworniak, el productor por entonces de los Futura, en los controles. Y lo que parecía una locura, meter a Veneno en un estudio londinense durante cuarenta días con un productor guiri, dio como resultado su rehabilitación musical y su disco más gozoso, con el que logró el sonido tan ansiado, el que le permitía capturar toda la intensidad de su música sin perder su fuerza visionaria y renovadora, el que marcaría el camino que lo trae hasta hoy. Claro, el disco era el del cantecito. «Échate un cantecito». El año, el de los grandes fastos, 1992. Año de gloria, sí, pero por Kiko, no por los fastos.

Veinte años hace de aquello, y aunque no se pueda decir que el de Kiko Veneno sea un nombre masivo (ni puñetera falta que le hace), sí logró gracias al «cantecito» (y a la subsiguiente gira con el debutante Juan Perro) normalizar su carrera, que sus canciones de superhéroes de barrio y Mercedes blancos hallaran un público receptivo. Fue el triunfo de la inteligencia, del tesón y del creer en sus canciones. Solo Kiko y los suyos sabrán de los desánimos pasados hasta llegar ahí; a los cuarenta que sumaba en el año de gloria, que niño no era.

Ya en el nuevo siglo, y casi como acto de justicia histórica (a veces hay memoria), la redacción de EFE EME declaraba que el disco de Veneno, el del 77, era el mejor de la historia del pop español. Y un año más tarde, la revista «Rockdelux» repetía unanimidad y argumentos. Todos llegábamos tarde, pero más vale tarde que nunca. Incluso más vale en vida que alimentando malvas. Seguro que Kiko soltó una risotada y se tomó una cervecita bien helada para celebrarlo: «va por ustedes, ¡cabronazos!», debió de brindar.

Creo que la culpa de todo la tuvo el «cantecito». No sé si de no haber mediado ese disco inolvidable tantos oídos hubieran vuelto la oreja al pasado para ver qué demonios había hecho el del rebelde mechón blanco cayéndole sobre la frente. Porque el «cantecito» es mucho disco. Tremendo disco.

Estos días, celebrando el veinte aniversario, «Échate un cantecito» se ha reeditado con el lujo que merece (exquisita presentación y ampliado con un segundo cedé, con maquetas y rarezas, y un deuvedé) y uno lo escucha de nuevo y cae postrado ante el talento de este hombre de voz patosa pero comunicativa, sugerente y cálida. Ante el sonido que los implicados lograron capturar en Londres, tan lejos de Sevilla. Pero, sobre todo, sigue anodadando la mano compositora, la que ponía en pie canciones que entonces, en 1992, como pasó con Veneno en 1977, sonaban a cosa nunca antes escuchada, a algo completamente inédito. Ahí salía el compositor sin igual. El iluminado.

También estaba el poeta de fuelle y gracejo popular que disparaba cosas tan sembradas como «Iba el Lobo López / tragando saliva, / por no hablar a tiempo / estaba sufriendo: / su amor se le iba, / y pensar que ahí afuera / hay todo un plantel / de chicas hermosas, / flores temblorosas / por dejarse comer… / Tengo que decirle / que la echo de menos. / Lo he dejado todo / por no hacerle daño, / soy un lobo bueno». El mismo Kiko que, eroticón, abría una canción clamando, como si nada, «Fuego en el monte de Venus, / y yo me voy a quemar». ¡Ah! Qué canciones las del «cantecito»: «Si tú no te das cuenta de lo que vale, / el mundo es una tontería, / si vas dejando que se escape / lo que más querías».

Ahora, gracias a esta merecida reedición (hace unas semanas, en esta misma columna, me lamentaba de los pocos discos españoles que conocen edición «deluxe» o similar, y este es un buen ejemplo de que no es imposible soñar, que se puede hacer, y además bien, muy bien), que incluye un imprescindible y revelador diario de grabación escrito de puño y letra por el propio Kiko, sabemos que el «cantecito» no fue un disco, como pudiera parecer por su sónica arrebatadora, hecho con prisas o sin meditar, sino que se luchó por él, que se trabajó con ahínco, que Kiko buscaba su voz para cada tema, y que hasta que no la encontraba, no paraba, que había sufrimiento, dudas, alegría y emoción. Y es que, generalmente, lo más sencillo resulta en extremo complicado, como escribir esos textos suyos que encierran tanta poesía en lo mínimo y que son capaces de ponerte el corazón en vilo o de sacarte las penas de encima y enviarlas a paseo. Ese Kiko tiene mucho Veneno.

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