Diez portadas míticas de los 50

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Lo esencial es invisible a los ojos, pero lo que se ve también dice mucho de un disco. Sara Morales selecciona y explica cómo se hicieron una decena de portadas emblemáticas de los años 50.

 

Selección y texto: SARA MORALES.

 

En los departamentos artísticos de las discográficas de los años cincuenta debían ingeniárselas para no salirse de los raíles del conservadurismo de la época, al mismo tiempo que existía la necesidad de poner imagen al sonido que acababa de llegar al mundo para revolucionarlo, el rock and roll. La música había dado una zancada de gigante en aquellos años, pero la estética que lo acompañaba y los medios de los que se disponía para elaborarla iban todavía unos cuantos pasos por detrás. Y aunque habría que esperar una década más para comenzar a ver portadas llamativas, glamurosas y propias de un minucioso trabajo de confección gráfica, sí hubo algunos discos y sus cubiertas que supusieron un gran avance en la creatividad y un punto de inflexión en la historia del rock.

 

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1. «Elvis Presley» de Elvis Presley (1956).

Uno de los pioneros fue el primer larga duración de Elvis Presley. La tipografía en rosa chicle y verde manzana que hoy pasaría como sencilla, fue toda una revolución entonces. Los colores se tomaron como estridentes y arriesgados, mordaces incluso. El rosa para las fans que comenzaba a coleccionar por miles “El Rey”, el verde para aquellos seguidores masculinos a los que pretendía transmitir la esperanza de una nueva era sónica. La imagen que protagoniza la emblemática cubierta fue tomada por William V. Robertson durante un concierto en Tampa, en julio de 1955. Por su parte, William S. Randolph, conocido popularmente «Popsie», se encargó de la contraportada.

La cubierta no solo supuso uno de los primeros impulsos de la comunión entre el rock y la fotografía, sino que veintitrés años después The Clash imitarían su diseño para otro clásico de todos los tiempos, «London calling».

 

 

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2. «In the wee small hours» de Frank Sinatra (1955).

Su relación con Ava Gardner no pasaba por su mejor momento cuando «In the wee small hours», su noveno álbum de estudio, fue concebido y publicado. Atrás quedaría la imagen alegre y divertida con la que el crooner de Nueva Jersey solía protagonizar sus trabajos para dar paso a la soledad, la introspección y el abandono. Fiel a su estado de ánimo, esta colección de canciones constituye uno de los álbumes de desamor más intenso y doloroso de la historia; uno de los primeros discos conceptuales, de hecho. Y la portada, como no podía ser de otra forma, también debía acompañar en el sentimiento.

Frank Sinatra fuma solo y reflexivo en un callejón. Ya es tarde pero no quiere regresar a casa, allí nadie le espera. Este fue el momento de intimidad explícita captado por el fotógrafo William Claxton que, bajo la dirección artística de Tommy Steele, terminaría convirtiéndose en la ilustración que pondría cara al álbum. Claxton, conocido por sus retratos en el mundo de la música y posteriormente también en el de la moda, fue quien dijo una vez aquello de “hago jazz para los ojos”. Una máxima que consiguió bordar a la perfección con esta portada de Sinatra, que da cobijo a dieciséis baladas nacidas del aislamiento en la noche.

El álbum vio la luz en abril de 1955 junto al sello Capitol. Dos años después, la exuberante princesa del séptimo arte y «La Voz» de mirada azul se divorciaban oficialmente. ‘Can’t we be friends?’, canta él en el séptimo corte del disco.

 

 

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3. «Here’s Little Richard» de Little Richard (1957).

El estrafalario, risueño e inquieto Little Richard eligió para la cubierta de su primer disco un primer plano a voz en grito. Boca desencajada abierta de par en par, ojos entornados y un espléndido tupé con los que representar la fuerza, la potencia y el carácter de su propuesta recién llegada al mundo. Eran buenos tiempos para el rock and roll. Fats Domino, Chuck Berry, Ray Charles y Bo Diddley lideraban la escena a base de himnos que sentarían las bases del nuevo azote sonoro y a la que se sumaría este cantante y pianista, descubierto en 1955 en el mítico Dew Drop Inn de Nueva Orleans por el cazatalentos Bumps Blackwell.

El halo tropical debía imperar en la fachada de un disco que guardaba en su interior canciones como la eterna ‘Tutti frutti’ o las cálidas ‘Long tall Sally’ y ‘Jenny Jenny’. De esta manera, Thadd Roark y Paul Hartley  –encargados del diseño de la portada y el artwork general del álbum–impusieron el degradado naranja como base perfecta para que el retrato en blanco y negro, atribuido a Globe Collection of Mickey McGowan, destacara por encima de toda la imagen.

Máxima expresión facial para darnos la bienvenida a uno de los discos dinosaurio del rock,  que conecta íntimamente con la visceralidad del sonido Little Richard y la velocidad y la chulería de su voz capaz de ponerle una sonrisa a las miserias. Pura dinamita en los cincuenta, que se hizo con los primeros puestos de las listas de éxitos en varias ocasiones bajo un canto de guerra imperecedero: “A-wop bop-a loo-bop, a-wop bam-boom!”.

 

 

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4. «After school session» de Chuck Berry (1957).

Toparse de nuevo con estas portadas para indagar en su razón estilística supone un auténtico ejercicio de respeto a los mayores. Conscientes hoy de la torpeza gráfica de entonces por la escasez de recursos, la simplicidad de formas e incluso el carácter pseudo infantil que muchas rezuman, aumento de ternura a la hora de apreciarlas. Esta cubierta del álbum con el que Chuck Berry se estrenó discográficamente es uno de esos casos. La obviedad de plasmar pentagramas y notas musicales en la imagen de un disco hace ya mucho que pasó de moda, pero en los cincuenta suponía una verdadera revolución incluir vectores gráficos sobre una fotografía. Esta fue tomada en un estudio de televisión de la época por el fotógrafo Ryan Null, que se afanó por respetar el juego de luces que enfocaban al músico de Misuri tras una actuación. Como si de una marioneta se tratara, Chuck Berry no mira a cámara ni sujeta micrófono, su empeño consistía en presentarnos a la gran aliada de su sonido, la guitarra. Los pies hacia dentro, los hombros erguidos y los brazos encorvados, aquella era una de las posturas típicas del rock and roll de los cincuenta y él se sabía uno de sus padres.

Mike Fink, diseñador del arte, fue quien decidió incluir junto a la imagen del protagonista los iconos más representativos de la música (pentagramas), con unas formas y colores enfocados al espíritu juvenil con el que Chuck Berry conquistó el planeta, a la vez que hacían referencia a la connotación escolar del título del álbum. Publicado en mayo de 1957, no consiguió el éxito de temas como ‘Maybellene’ o el venidero ‘Johnny B.Goode’, pero guarda en su interior canciones inolvidables como ‘School days’ o ‘Wee wee hours’.

 

 

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5. «Sings the George and Ira Gershwin Song Book» de Ella Fitzgerald  (1959).

El artista francés Bernard Buffet (1928-1999), cuya obra pictórica atendió a las leyes del Expresionismo, fue el protagonista de la carátula de este disco en el que la cantante estadounidense puso voz a las composiciones de los hermanos George e Ira Gershwin.

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A partir de un retrato de Ella Fitzgerald que él mismo había pintado en 1959, se tomó la imagen más expresiva del mismo, el ojo, para incluirlo en la cubierta dentro de una cavidad gráfica que representa en sí misma la forma de este.

Tonalidades suaves de beige en crudo para diferenciar figurativamente las dos partes en que se divide el ser: alma y cuerpo, este último representado explícitamente con la minúscula fotografía de la propia Ella, en la esquina inferior derecha; mientras el ojo, imperante en la escena, es el encargado de captar los estímulos. La tipografía, elegante y barroca, se mantiene en la misma gama cromática del conjunto y era una de las más utilizadas por el mundo del jazz en la época. Un título extenso, en el que destacan los nombres propios de todos los involucrados en este álbum de cinco discos, y que incluye en el último renglón al arreglista y director de orquesta Nelson Riddle.

Esta fue la primera apuesta de Lady Ella por el arte en uno de sus trabajos. Tras este disco de versiones, uno de los mejores de la historia para muchos críticos, Fitzgerald continuó incluyendo retazos de la obra de numerosos pintores contemporáneos (de entonces); el más sonado: un dibujo de Matisse para ilustrar su álbum «Harold Arlen Songbook» en 1961.

 

 

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6. «Little girl blue» de Nina Simone (1958).

Rojos, verdes y marrones para colorear el álbum más azul de la contralto que impuso un mayor eclecticismo y pasión al jazz y al soul en el mundo. Este fue su disco de debut, cuando Nina tenía veinticinco años. Nada mejor que su propia imagen para su presentación en sociedad, donde derrocha naturalidad y sencillez mientras posa inmersa en un bucólico paisaje al aire libre. La instantánea fue tomada en una sesión fotográfica realizada expresamente para la portada del álbum y, aunque se desconoce el nombre de su autor, se sabe que fue un miembro de la compañía discográfica que lo editaba, Bethlehem Records. Sello con el que la propia Simone rompió relaciones poco tiempo después por la falta de compromiso y la escasa promoción de su trabajo a pesar de que así se lo habían prometido y lo habían rubricado todas las partes.

A lo largo del tiempo, muchos han sido los que han elucubrado con que el lugar donde se realizó la fotografía pueda ser el Central Park de Nueva York, debido a que una de las canciones instrumentales del disco se titula precisamente ‘Central Park Blues’. Además, el parecido del puente de piedra al fondo de la imagen con el del Gapstow Bridge, en el afamado pulmón verde de Manhattan, es bastante evidente.

Acompañando a la imagen y en blanco, la lista de canciones y notas en una cursiva imposible que contribuye al carácter personal y cercano de este trabajo, con que el Nina Simone se lanzó al mundo de la música profesionalmente. El verdadero título del álbum es la frase que aparece como subtítulo, «Jazz as played in an exclusive side street club», pero debido al éxito que cosechó desde el instante de su lanzamiento la compañía añadió junto al nombre de la cantante, y sin su consentimiento, aquello de «Little girl blue». Para mal o para bien, así es como finalmente ha pasado a la historia.

 

 

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7. «Johnny Cash with his hot and blue guitar» de Johnny Cash (1957).

De estética totalmente oldie, volvemos a las notas musicales y los instrumentos como recurso artístico para «embellecer» redundando la cubierta de un disco. Nos detenemos en el primer álbum que el legendario Johnny Cash lanzó al mercado, de la mano del sello Sun Records, y donde se esconden tres de sus éxitos más venerados: ‘Cry, cry, cry’, ‘I walk the line’ y ‘Folsom prison blues’, publicados previamente como sencillos, y ensalzados como parte  del tracklist en las elipses musicales de la portada. Un par de guitarras en simetría (una acústica y otra eléctrica), cuyas mitades desalineadas formarían una sola. La piedra filosofal del músico rockabilly con la que logró enmudecer a la discográfica, que en un primer momento le había rechazado, y con la que conquistó las almas del siglo XX y ya parte del XXI.

Es evidente que los colores utilizados atienden a un juego semántico y cromático, como además se encargan de remarcar con las palabras clave del título del disco dispuesto en vertical (blue y hot). “Hello, I’m Johnny Cash” solía comenzar «El Hombre de Negro» sus conciertos. Del mismo modo, nos saluda desde la portada del álbum con una sonrisa, que no podía obviarse: era imprescindible presentarle al público poniéndole cara. Dos recortes de su rostro a falta de uno. Cuesta imaginar qué pasaría por la mente de a quién se le ocurrió aquello de recortar la cabeza sin un busto que la sustente y, para más inri, perfilarla de blanco. Bueno, pues lo tenemos. El fotógrafo en cuestión fue Bill Pitzonka, también responsable de la dirección artística. Profesional de la imagen que, en 1962, se encargaría de ilustrar otro de los discos de Johnny Cash, aquel «All aboard the blue train», solo que esta vez con un tren y un poco más de arte.

 

 

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8. «At home with Screamin'» de Screamin’ Jay Hawkins (1958).

Una de las cubiertas más divertidas y rupturistas de la década  fue esta de Screamin’ Jay Hawkins para su primer álbum. El cantante afroamericano más estrafalario del rock cincuentero, que superó todos los estándares con sus actuaciones circenses y la extravagancia de un look que pasaba de lo macabro al glam con una facilidad pasmosa, ante la atónita mirada de un público que no daba crédito. Imaginaos entonces a un tipo corriendo por el escenario con calaveras y cabezas reducidas colgando de cuello cual collar. Auténticos rituales en forma de conciertos, que pusieron en boca de todos (cuestionando incluso) el arte de este gurú de la provocación. Creador de alguno de los himnos capitales del rock and roll y el blues, pero encarnando la figura de jefe de una tribu salvaje del África remota.

Los años le fueron encaminando hacia una apuesta más explícita por el terror y la imaginería indígena en su estética, pero en este primer disco mostró su faceta más edulcorada, su lado más pop.  Una imagen colorista tomada en un estudio por el fotógrafo neoyorkino Alfred Gescheidt, conocido por sus trabajos y montajes de índole surrealista de los que se hicieron eco publicaciones como The New York Time, LIFE o Esquire. Nadie como él y su objetivo para ilustrar la puesta de largo de Screamin’ Jay Hawkins. Sentado en una escena propia de las «Las mil y una noches», con gafas de sol neo-modernas y acompañado de objetos cotidianos como jarrones, flores, frutas y un teléfono rosa; aunque sin faltar su toque horror con el cráneo que guarda en su regazo. Un disco asequible con el que pretendió acercarse a la gran masa que alberga su mayor hit, ‘I put a spell on you’, publicado dos años antes como sencillo.

 

 

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9. «Kind of blue» de Miles Davis  (1959).

El fotógrafo americano Jay Maisel, reconocido como uno de los grandes maestros del color y de la luz, fue quien inmortalizó a Miles Davis para esta portada. Perfeccionista del contraste y sagaz a la hora de dotar de personalidad un retrato congelado, decidió captar al trompetista y compositor estadounidense en plena faena para ilustrar una de las joyas clásicas del género, este «Kind of blue».

Su andadura como fotógrafo profesional comenzó en 1954, cuatro años antes de su trabajo para este disco, recogiendo instantes de  músicos en directo y artistas de la época. A la historia han pasado por memorables sus fotografías a Chet Baker, Marilyn Monroe y, sobre todo, esta imagen del músico de Illinois que, para cuando lanzó el álbum ya contaba con una asentada e influyente trayectoria en el mundo del jazz. La sobriedad, la elegancia y  el carácter que refleja esta imagen se alía íntimamente con el contenido de unas canciones que representan esas mismas cualidades, en una amalgama de estilos genuina en aquellos años. Desde el medio tiempo de ‘So what’ o la melodía al piano de ‘Blue in green’, hasta llegar al guiño de influencia española con ‘Flamenco sketches’ que cierra el trabajo.

Una portada para el recuerdo encarnada por su protagonista y elaborada por uno de los mejores cronistas gráficos del Nueva York de los cincuenta. El álbum se convirtió en un auténtico éxito comercial llegando a superar los cuatro millones de copias vendidas en Estados Unidos, configurado desde entonces como uno de los discos de jazz más comercializado del mundo.

 

 

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10. «Bo Diddley» de Bo Diddley (1958).
Con las piernas bien abiertas, un pie puesto en el blues y el otro en el rock and roll. Así era Bo Diddley, así era su sonido y así ha pasado a la historia de la música. Ese beat imparable de ritmo pegajoso y armonía sencilla pero infalible. Así quiso aparecer también en la portada de este recopilatorio donde reúne sus mejores singles publicados desde 1955: ‘I’m a man’, ‘Before you accuse me’, ‘Hey! Bo Diddley’ o ‘Diddley daddy’, entre otros tantos.

El fotógrafo estadounidense Charles Stewart recorría cada noche los clubs de jazz en busca de objetivos para su plano: Louis Armstrong, el ya mencionado Miles Davis, Count Basie o John Coltrane fueron algunos de los «modelos» que posaron para él. Años de trabajo y carretes que lo llevaron a sumar la cifra de 2.000 discos cuyas portadas están protagonizadas por alguna de sus fotografías; esta de Bo Diddley es una más de todas ellas. La imagen se realizó en un estudio profesional y es la primera en la que el músico de Misisipi va a ser imagen de un larga duración. El protagonismo indudablemente debía ser suyo, por eso no es casual que Jerome Green a las maracas aparezca con el cuerpo cortado y que el rostro de Frank Kirkland, sentado ante a los tambores, permanezca oculto tras la guitarra del frontman. En en segundo álbum, «Go Bo Diddley», que vería la luz un año después, se tomarían la revancha apareciendo de cuerpo entero, aunque todavía era demasiado pronto para mirar a cámara.

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