Cine: «Midnight in Paris», de Woody Allen

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«Allen vuelve a servirse de todo su bagaje para reflexionar sobre un género, la comedia romántica, a partir de toda la experiencia acumulada, tanto del cine norteamericano como del europeo»

«Midnight in Paris»
(Woody Allen, 2011)


Texto de MANUEL DE LA FUENTE.


El cine, en tanto que herramienta de expresión artística, implica el uso de unos códigos narrativos que manipulan una realidad determinada. Esto, que puede parecer todo lo cursi o pedante que uno quiera, es una obviedad tan manifiesta que casi da sonrojo escribirlo. Pero parece que es algo que no ha aprendido cierto sector de la crítica cultural de nuestro país, especialmente de la critica cinematográfica. Es un sector con una larga tradición, que suele despreciar géneros como el melodrama o la comedia porque no reflejarían “la realidad”, es decir, porque serían géneros menos puros que aquéllos (como el género negro) que, por lo visto, sí constatarían en cada momento los problemas cotidianos, la lucha de clases, las paradojas de nuestra sociedad. Esta falacia lleva tiempo alimentando nuestros medios de comunicación, y la última víctima de esta barbaridad es el cine de Woody Allen. Se ha generado, en los últimos años, un debate un tanto absurdo al respecto de las últimas películas de Allen, que no recogerían un retrato acertado de la sociedad que refleja. Esta crítica llegó a su punto más aberrante cuando estrenó, en 2008, una de sus películas más amargas, reflexivas y demoledoras: «Vicky Cristina Barcelona».

Quedó en el subconsciente colectivo de nuestro país la idea de que se trataba de una película espantosa porque no reflejaba la realidad: los personajes vivían paseando por una Barcelona romántica, se ofrecía una visión idílica de la ciudad en lugar de mostrar los problemas de los vecinos de El Carmel, y los protagonistas cometían la osadía de ir a ver un espectáculo musical que no era una sardana, sino un concierto de flamenco. Algo totalmente impensable, ir a escuchar flamenco en la tierra de Peret y la rumba catalana. Este tipo de críticas proliferaron en su momento, dejando ese poso maldito en la consideración que tenemos hacia esa película. Porque, claro, una cosa es presentar ciudades como Venecia o Nueva York (ya se sabe, inmaculadas, sin delincuencia ni suciedad) como destinos románticos, pero si se hace lo mismo con Barcelona, eso sí que no, eso ya no entra en nuestros códigos como espectadores.

Curiosamente, este mismo rechazo general que provocó una película de Woody Allen situada en Barcelona se convierte en aceptación si la acción transcurre en un París totalmente idealizado. Porque la imagen que tenemos de París no es la del París de los indigentes de «Les amants du Pont-Neuf» (Leos Carax, 1991), sino la París romántica institucionalizada por François Truffaut en «Besos robados» («Baisers volés», 1968). Y ahí sí que aceptamos al Woody Allen inteligente, que reflexiona con sorna sobre las relaciones de pareja y sobre los temas que recorren toda su obra: la religión (Dios), el sexo (la pareja) y la muerte. De manera que «Midnight in Paris» resulta una muestra más del ingenio de Allen que sigue profundizando en una visión de la vida que se mueve constantemente entre la alegría de vivir y una cierta angustia (más o menos explícita, depende de cada película) por la inexorabilidad del paso del tiempo.

La película trata, precisamente, sobre la manera de afrontar este paso del tiempo. Una pareja de norteamericanos se desplaza a París para ultimar los detalles de su boda. Él es un escritor que sueña con vivir en el París de los años 20, con la música de Cole Porter y paseando bajo la lluvia. Ella es una idiota superflua y banal que solo piensa en comprar cosas caras para la boda. ¿La diferencia entre ellos? Básicamente, la educación recibida, ya que los padres de ella son unos recalcitrantes miembros del partido republicano. Aquí se manifiesta siempre la mala leche de Allen, quien llega a definir el Tea Party, en boca del protagonista de la película, como un “hatajo de cripto-fascistas”. Un conflicto eminentemente político (él es soñador e idealista y ella es una aburrida y egoísta hija de papá) que desencadena el desencuentro que se adivina desde el principio de la cinta.

La historia se articula en torno a unos divertidos viajes en el tiempo en los que el protagonista retrocede hasta su época soñada, el París de los años 20, conociendo en persona a figuras como Ernest Hemingway, Pablo Picasso, Salvador Dalí o Luis Buñuel y consiguiendo, por ejemplo, que Gertrude Stein lea la novela que está escribiendo y le dé algunos consejos. Desfilan todos sus sueños ante sus ojos, y cuanto más se inmiscuye el escritor en su mundo de fantasía, con más intensidad va descubriendo que esa fantasía es más real que su propia realidad en el siglo XXI. Y al final consigue fusionar ambos mundos al enamorarse de una chica francesa a la que también le gusta caminar bajo la lluvia y escuchar a Cole Porter. Al igual que hace en las películas en que introduce de manera más explícita el fantástico, como en «La rosa púrpura de El Cairo» («The Purple Rose of Cairo», 1985) o «Alice» (1990), la barrera entre fantasía y realidad es tan tenue que ambos mundos se explican entre sí. La fantasía es lo que le permite a Gil (Owen Wilson) darse cuenta de su realidad: la infidelidad de su mujer y la necesidad de dar un cambio a su vida.

Woody Allen vuelve a servirse de todo su bagaje para reflexionar sobre un género, la comedia romántica, a partir de toda la experiencia acumulada, tanto del cine norteamericano (es clara la influencia de cineastas como Vincente Minnelli o Frank Capra) como del europeo (Jean Renoir o Truffaut). Sin olvidar las dos principales influencias que explican todo su cine. La primera es Ingmar Bergman, de quien Allen siempre se ha considerado discípulo y a quien ha homenajeado en algunos dramas sobre las relaciones humanas, como «Interiores» («Interiors», 1978) o «Septiembre» («September», 1987). La segunda es Federico Fellini. No es sólo que Allen hiciera su «Otto e mezzo» particular con su película «Recuerdos» («Stardust Memories», 1980), sino que la presencia de la magia de Fellini se puede ver en su obra, y cuando uno descubre esa magia en el baile final en «Todos dicen I love you» («Everyone Says I Love You», 1996) se intuye un diálogo con la vitalidad de Fellini, para quien la vida era una inmensa coreografía también pese al paso del tiempo (ahí está la relación entre el baile y la vida en «Ginger e Fred», 1986). Esa magia que surge de la cotidianeidad, que llega sin preguntas ni explicaciones e irrumpe en la vida de las personas es lo que hace que el espectador se crea en todo momento que lo que ve en «Midnight in Paris» no es real pero sí posible como es posible enamorarse de repente en París.

Vuelve, de este modo, Woody Allen a esa reflexión que había llevado a cabo en los 80 y 90 al respecto de los géneros narrativos, de los modos de contar historias, desde el teatro griego («Poderosa Afrodita», «Mighty Aphrodite», 1995) hasta el musical («Todos dicen I love you»), pasando por el expresionismo alemán («Sombras y niebla», «Shadows and Fog», 1991), el policíaco («Misterioso asesinato en Manhattan», «Manhattan Murder Mystery», 1993) o el cine neoyorquino de los años 60 y 70 («Maridos y mujeres», «Husbands and Wives», 1992). Y lo hace reivindicando, una vez más, la capacidad de la comedia como elemento para el análisis de la sociedad a través del comportamiento de los personajes, de sus problemas, incongruencias, sueños frustrados o fantasías cumplidas. Una reivindicación que era la base de «Vicky Cristina Barcelona», si bien desde una mayor amargura. Tras su visita a Barcelona, ninguno de los personajes cumplía sus sueños, mientras que en París sí se produce la ruptura de la pareja que se iba a casar, y sí hay un margen para la esperanza. Con la lección de la superación de la nostalgia y la necesidad de vivir el presente, de darnos cuenta de esa falacia que dice que cualquier tiempo pasado fue mejor. Tan falaz como negarle al cine su razón de ser: su capacidad para crear mundos imaginarios más reales que nuestro presente.

Puedes leer a Manuel de la Fuente en La Página Definitiva.

Anterior entrega de cine: “Inside job”, de Charles Ferguson.

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