Cine: “El puente de los espías”, de Steven Spielberg

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“Ahora, cuando el nombre del director ya no suena tan febrilmente, uno puede encontrarse en intimidad con su versión más personal y su caligrafía más pulida, la de una veteranía magníficamente asumida que sabía, desde hace tiempo, dónde ubicar el horizonte”

 

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“El puente de los espías” (“Bridge of spies”)
STEVEN SPIELBERG, 2015

 

Texto: JORDI REVERT.

 

Contaba Steven Spielberg en una conversación con Jon Favreau su encuentro fugaz con John Ford. En su despacho, el joven Spielberg, intimidado ante la figura imponente del director de “La diligencia” (“Stagecoach”, 1939), era sometido a una rápida prueba. Ford pidió a Spielberg que mirara atentamente a un cuadro y le dijera qué veía. El todavía aspirante a realizador contestó que dos figuras cabalgando, respuesta que el veterano maestro rechazó para llamar la atención sobre lo alto que se hallaba el horizonte en la imagen. Entonces Ford pidió a Spielberg que mirara al siguiente cuadro, con idéntico resultado: el segundo veía otras dos figuras cabalgando, mientras que el primero señalaba lo bajo que se encontraba el horizonte. La lección venía acto seguido: solo en el momento en el que Spielberg supiera por qué el horizonte estaba alto o bajo en la imagen podría ser director de cine.

Varias décadas después, “El puente de los espías” despliega toda la sabiduría cinematográfica con la que Spielberg solo podía soñar entonces. Alejado ya hace tiempo de la primera línea del «blockbuster» –salvo la excepción personal (y a la vez, extrañamente impersonal) de “Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio” (“The adventures of Tintin: Secret of the Unicorn”, 2011)−, la última etapa de su cine se consagra a una exploración madura de episodios históricos decisivos en la configuración del mundo contemporáneo, a saber: la Primera Guerra Mundial –“Caballo de batalla” (“War horse”, 2011)− y la Guerra de Secesión y la abolición de la esclavitud –“Lincoln” (2012)−. Esa etapa, que empezó tomando un cariz más oscuro y visceral en la portentosa “Munich” (2006), ha virado hacia una versión más humanista del autor en la que además se articula un respeto casi religioso por sus referentes y una visible consciencia de las implicaciones de cada plano. En su último trabajo, la utilización de un plano-secuencia en torno al Muro de Berlín no solo sirve como representación de las ansiedades del nuevo mundo que se levanta sobre el recelo y el miedo a la destrucción mutua, sino como dispositivo vertebrador que canaliza el viaje del protagonista de un polo a otro de esa realidad cada vez más inestable. Es significativo que, en última instancia, ese plano-secuencia encuentre afinidad con un travelling desde el vagón de un tren urbano que desvela al personaje de Tom Hanks una esperanza condicionada: la de un mundo mejor y más luminoso que es frágil en extremo, y en el que las fronteras que germinan de la intolerancia pueden aparecer en cualquier momento.

La analogía entre el plano-secuencia que es ecuador en la narración y el travelling final es solo una pequeña muestra del peso de esa enseñanza fordiana. Incluso en la escena que sigue de cerca la caída de un paracaidista en territorio enemigo, quizá la única reminiscencia del cine-espectáculo spielbergiano, la economía del plano –el avión incendiado visto a través del agujero del paracaídas− y la exquisita transición con un ventilador apuntan a un realizador comprometido con el sentido construido en cada imagen. “El puente de los espías” es, en cualquier caso, más que eso. No se trata únicamente de una «delicatessen» formal, sino que su discurso, además, se sostiene sobre una ética humanista que se aleja de los maniqueísmos y la dramatización-espectáculo de “La lista de Schindler” (“Schindler’s list”, 1993). En su lugar, apuesta por una loa al entendimiento a partir de la amistad entre un abogado estadounidense (Hanks) y el espía soviético al que defiende (Mark Rylance), una postura a la que ya apuntaba la secuencia en Tierra de Nadie en “Caballo de batalla”, y que aquí se refuerza incluso a costa de ser crítico con el papel de las instituciones. Dicho de otro modo, Spielberg nunca estuvo tan cerca de ser impopularmente conciliador, aun si dedica los últimos suspiros del relato a resaltar el heroísmo anónimo de su protagonista como un evanescente reflejo patriota. Tampoco de ser tan brillantemente juguetón con las tradiciones de las que bebe, aquí el thriller de Guerra Fría en su vertiente más vaporosa y opresiva, atemperado por la fotografía de Janusz Kaminski. Ahora, cuando el nombre del director ya no suena tan febrilmente, uno puede encontrarse en intimidad con su versión más personal y su caligrafía más pulida, la de una veteranía magníficamente asumida que sabía, desde hace tiempo, dónde ubicar el horizonte.

 

 

 

Anterior crítica de cine: “En el corazón del mar”, de Ron Howard.

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