Canciones de una noche de verano: ‘Tous les garçons et les filles’ (1962), de Françoise Hardy

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 «“Tous les garçons et les filles” habla de la desolación y la esperanza, del miedo a la vida. Y lo hace de una manera juvenil y ligera, como hasta entonces nadie había sabido»

 

César Prieto trae de vuelta sus canciones de una noche de verano, melodías y letras que le llevan a un tiempo y a un lugar, en este caso de la mano de la icónica cantante francesa Françoise Hardy.

 

Una sección de CÉSAR PRIETO.

 

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Françoise Hardy
‘Tous les garçons et les filles’
“Tous les garçons et les filles” (EP)
DISQUES VOGUE, 1962

 

Siempre me ha parecido curioso que esos degustadores del pop más melodramático, más atento a la melancolía extrema bajo el manto de melodías de terciopelo, aquellos que buscan los discos de Scott Walter, de Nick Drake, con devoción, que se emocionan ante cualquier disco de los Tindersticks, no tengan palabras de reconocimiento ante Françoise Hardy, ante la primera voz y la primera vez que alguien en el mundo del pop hurgó en los rectos laberintos del corazón. Quizás sea debido a sus canciones de aire más ye-yé –perfectas en su género, por otra parte– que restan credibilidad al resto de su carrera, pero lo cierto es que esta chica tímida y tremendamente hermosa atesora un buen puñado de discos que aúnan naturalidad y romanticismo, melodías que desbordan al interpretarse un aire sofisticado aunque sus arreglos sean mínimos o inexistentes.

Y el ejemplo máximo se encuentra en su primera canción, de título largo y poco expresivo, ‘Tous les garçons et les filles’, pero de sutil encanto. Tan ajena a su tiempo que la creo imposible de ubicar por cualquiera que la escuche por primera vez, tan esquemática que resulta el esqueleto mismo de la tristeza. Parece un sortilegio que tanta desolación sea posible de alcanzar a los dieciocho años, aunque quizás su infancia, entonces cercana, pueda explicar los temblores de sus canciones. Vive en el número 24 de la Rue d’Aumale, en París con su madre y su hermana pequeña, Michele. Su padre no está con ellas y no siempre les pasa la pensión alimenticia. Su abuela materna posee un carácter dominante e invasor. El colegio religioso, La Bruyere, a donde acude, tampoco la ayuda a adquirir confianza.

La música es en parte su evasión, y desde 1959 actúa en clubes de París como el Moka. Sus amigos más íntimos la animan a acudir a alguna casa de discos para presentar su música y en la primavera del 61 se presenta en Vogue, que en principio no accede a contratarla. Pero ante el interés demostrado por la casa Fontana lo reconsideran, y en noviembre de ese mismo año establecen un contrato. Sin muchas ganas, ‘Tous les garçons e les filles’ se lanza al mercado y de repente una popularidad inusitada la hace conocida en toda Europa. En España, por ejemplo, la revista Triunfo la considera chica del año 63 y la elogia con estas palabras: “Françoise Hardy es la juventud que arriba al primer plano e impone sobre fórmulas gastadas un romanticismo revalorizado, de palabras sencillas y directas que liquidan, de golpe, toda suerte de complicadas mixtificaciones”.

Quizás la ayudara que Daniel Filipacchi, el locutor del programa “Salut le copains”, la programase con devoción, o que el fotógrafo Jean-Marie Périer, con el que inicia una leve relación sentimental, le dé en sus fotos una imagen elegante y sensible, pero lo cierto es que la mayor parte del mérito está en las canciones. ‘Tous les garçons et les filles’ habla de la desolación y la esperanza, del miedo a la vida al fin y al cabo. Y lo hace de una manera juvenil y ligera, como hasta entonces nadie había sabido. El dramatismo no se sostiene en una interpretación desgarrada, al contrario, todo es neutro y mesurado, una voz que canta sin aparentar que le importe. Así, todo resulta de verdad más dramático.

Vendrán después muchos más discos y muchas más canciones. La belleza de la muchacha se irá puliendo y acrecentando con los años, más de la mitad de esas canciones nos embargarán de dulzura. Y sin embargo, hay algo en ese primer paso que resulta enternecedor, un misterio tan vibrante, tan natural y tan difícil como enamorarse. Así de simple.

Anterior entrega de Canciones de una noche de verano: ‘L’Anamour’, de Jane Birkin y Serge Gaingsbourg.

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