Bob Dylan: Sangre en las cintas

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COMBUSTIONES

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“Es algo así como el privilegio de colarse junto a Picasso en su estudio y contemplar extasiados mientras pelea para sacar adelante ‘Las señoritas de Avignon’”



Julio Valdeón pone en valor la recién publicada caja “More blood, more tracks – The Bootleg series Vol. 14”, que recoge tomas alternativas del disco original de Dylan, y alguna canción inédita.


Una columna de JULIO VALDEÓN.

Desde que existen las “Bootleg series” anhelábamos varios proyectos de Bob Dylan. La etapa cristiana y las cintas del sótano, por supuesto, merecían su capítulo. También la trilogía eléctrica, que fue objeto de la caja más mastodóntica de la serie. Ni que decir tiene, rezábamos por el siempre prometido y tantas veces pospuesto volumen de “Blood on the tracks”. En 1974 el genio venía de encadenar unos cuantos discos mal entendidos. Especialmente sus (deslumbrantes) devaneos con el country y el maldito “Self portrait” (1970). También había sufrido lo que el mismo bautizó como la “amnesia”. Pero a diferencia del infame disco de versiones, reinventado en una estupenda entrega de las “Bootleg series” que lo ofreció limpio de empastes, “Blood on the tracks” resulta intocable. Ni sobra ni falta nada. Aquí no hay canciones desconocidas o tomas en directo. Con la excepción de un par de temas, “Blood on the tracks” no dejó detrás una apabullante colección de inéditas. ¿Entonces? ¿Cuál podría ser el atractivo de una boxet que reúne interpretación tras interpretación de una docena de canciones? Fácil. Algo así como el privilegio de colarse junto a Picasso en su estudio y contemplar extasiados mientras pelea para sacar adelante “Las señoritas de Avignon”.

Uno de los afortunados que estuvieron el primer día, el batería Richard Crooks, trató de explicar a Andy Gil y Kevin Odegard, autores de “A simple twist of fate, Bob Dylan and the making of ‘Blood on the tracks’”, de qué iba la alquimia. La locura en el método de un Dylan que no esperaba a nadie. Menos todavía a los expertos sesioneros que trataban en vano de seguirle: “Hacíamos una canción, pasábamos a la siguiente. Una o dos horas más tarde podíamos volver a la anterior, de forma que nunca pudieras aprendértela del todo. Le gusta ese sentimiento casi improvisado, impredecible. Sencillamente no quería sonar demasiado brillante musicalmente hablando. ¡Y lo es! (…) Nunca tocó lo mismo dos veces seguidas, lo que me dejó desorientado y perplejo. Por otro lado era genial, porque tenías que ser flexible, musicalmente hablando. Nunca había pensado en Bob como músico, y una de las cosas que quedaron claras en esa sesión es que el tío era increíble: aparte de tener una memoria fenomenal para las letras, tenía mucha técnica musical. Podía decir: ‘Ah, no me gusta en esa clave’, y cambiar a otra, pero nunca usó la cejilla en la guitarra. Sencillamente cambiaba de claves sobre la marcha; posiblemente pasó por cinco o seis claves en una sola canción, y nunca con la cejilla, hacía las transposiciones ahí mismo, bangbangbang. ¡La hostia bendita!».

De todo lo que grabaron ese día solo una de las tomas, ‘Meet me in the morning’, llegó al disco. Al día siguiente Dylan despidió a la banda, con la excepción del bajista, Tony Brown. Tres meses después regrabó la mitad del disco. El resultado, y todo lo que hubo entre medias, en una serie de discos que muestra con dolorosa precisión el combate de un Bob Dylan en el cénit de sus poderes. Un escritor zarandeado por la progresiva desintegración de su matrimonio y que a lo largo de esta incandescente serie de grabaciones destripa como nadie el enamoramiento, los celos, la lujuria, el odio y la nostalgia. Medio siglo después, “Blood on the tracks” todavía muerde. El disco del año. De 1974 y del 2018. 

Anterior entrega de Combustiones: La hermosa madurez de Rosanne Cash.

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