A tren perdido, de Jocelyne Saucer

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LIBROS

«El texto no es el relato de una escapada, sino la crónica de la investigación que se lleva a cabo sobre los viajes de la viejecita»

 

Jocelyne Saucer
A tren perdido
EDITORIAL MINÚSCULA, 2024

 


Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Uno no puede dejar de sentir simpatía por Gladys Comeau, la ancianita que un día de septiembre de 2012 se subió a un tren en la estación de su pequeño pueblo —aglomeración de casas, mejor dicho—, Swastika, al norte de Toronto, rodeado de bosques y lagos. La línea era un recorrido a extinguir, puesto que solo alcanzaba a pequeñas agrupaciones alrededor de minas que ya no existen o a excursionistas que van a pescar, aunque para esas pequeñas agrupaciones el tren era la vida. Ninguno de sus vecinos se dio cuenta del viaje de Gladys hasta la tarde, cuando descubren que su hija Lucila, que tiene tendencias suicidas y requiere atención permanente, está sola en casa. Gladys, en todo caso, nunca regresará a su pueblo. Nadie supo por qué se fue, no dijo nada a nadie, y parecía emborronar las pistas que dejaba su paso.

A partir de aquí toma varios convoyes, en una huida que solo tiene explicación cuando llega al final. El texto no es el relato de esa escapada, sino la crónica de la investigación que se lleva a cabo sobre los viajes de la viejecita. Y para ello, se ha de remontar a su llegada a Swastika, al fallecimiento de su esposo al año de llegar y a la crianza —totalmente sola, animosa— de Lisana. Es una Gladys simpática, parlanchina, que al subir al primer tren de su viaje no habla, no dice nada. Más adelante sí que hablará, y mucho.

Entre los viajes y la investigación detectivesca y doctoral, se van hilando historias: la de un ucraniano que busca la sepultura de su abuelo, un profesor parisino, y un antiguo proyecto del gobierno canadiense —el school train— que llevaba una escuela móvil a todas esas agrupaciones perdidas. Mejor dicho, llevaba la felicidad. La infancia de Gladys discurrió en uno de esos trenes, puesto que su padre era el maestro de ese vagón que se iba desplazando poco a poco a diversos hábitats, acogía niños indígenas e hijos de obreros, y volvía después de hacer todo el recorrido hasta el inicio para recoger deberes y trabajos. El viaje de Gladys, en esencia, tiene una primera parada en la población donde aún vive su amiga de la infancia, Metagama. Después irá más allá, hasta Chapleau.

Un inciso, todos estos lugares existen. Ahora que podemos tener casi todo el planeta en nuestra pantalla, es fascinante buscarlos.

Seguimos. En Chapleau, aún más al norte, el investigador que sigue sus pasos contacta con antiguos alumnos del tren escolar que le hablan de veladas llenas de alegría, de poesía, de un mundo de cuento. Un mundo en el que Gladys conoció a su futuro marido, un melancólico hijo de los bosques y de un trampero. A partir de ese momento, ya es difícil seguir la carrera desenfrenada de Gladys, engarzada a una mujer que conoce en el tren, Janelle, que va a otro pueblo perdido, Clova, donde tiene un enamorado.com. Ha de hacer un transbordo en Toronto para dirigirse a Montreal, y observa como Gladys va sintiéndose peor, tirita, se descompone, y requiere cuidados médicos, que le ofrece la hermana de Janelle, que es enfermera.

A partir de este momento, se vuelven a unir todos los actantes del relato y es cuando los conoce el narrador, que casualmente estaba en Clova en ese momento e inicia una relación con Janelle para que el relato sea fascinante, para que todo cuadre y se vea como la salvación para Lisana y como un canto de amor esplendoroso, lleno de corazón, por los trenes, por las líneas ferroviarias, el único no lugar que, los que amamos las estaciones y los raíles, sentimos nuestro verdadero hogar.

Anterior crítica de libros: La edad de oro de los videojuegos. 1970-1999, de Iván Batlle.

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