Sufjan Stevens, bendito juicio emocional

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“Una sensibilidad melódica, claro, que apenas admite parangón hoy en día (merecedora de figurar en el Olimpo de Elliott Smith), cifrada en su voz frágil y sin edad aparente, tan quebradiza y dotada para la conmoción”

 

El norteamericano seduce al público de Barcelona en su versión más desnuda, reforzado por la emotividad del repertorio íntimo de “Carrie & Lowell”, en un concierto mayúsculo. Allí estuvo Carlos Pérez de Ziriza.

 

Sufjan Stevens+Austra
Auditori del Fórum, Barcelona
29 de septiembre de 2015

 

 

Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
Fotos: DANI CANTÓ.

 

 

Asombra que haya quien sea capaz de extraer tanta belleza a las miserias del pasado. Que un puñado de recuerdos revestidos por el ocre de lo mundano puedan tornarse, con el tiempo, en composiciones tan delicadas a las que ­–a simple vista– nadie adjudicaría una génesis tan sórdida. Que una parentela totalmente disfuncional pueda dar paso, con el tiempo, a destilaciones de sensibilidad pop tan excepcionales como las que ha ventilado Sufjan Stevens en su último álbum. Y que además esa elegía de la familia que puedo haber sido y no fue (o que sí fue, porque en esencia, era la suya y no disponía de otra) no acabe deviniendo en un lamento apesadumbrado, sino en un puñado de composiciones prendadas de un mensaje de esperanza. El norteamericano perfiló todo eso sobre el escenario del Auditori del Fórum (después de que los canadienses Austra desvelasen su cuota de oscuro pop electrónico, compartiendo ámbito sin demasiado lustre con Zola Jesus o Fever Ray) mediante un ejercicio de ensimismamiento que casi parece un via crucis personal, a tenor del gesto adusto con el que emergía de cada interpretación. Como si quisiera rendir cuentas con la solemnidad que merece cada uno de los temas de ‘Carrie & Lowell’, un relato demasiado serio como para ser abordado desde un prisma meramente interpretativo o funcionarial. No en vano, el mismo recalcó al final de la noche que la escenificación de su último álbum es una suerte de juicio emocional, nada sencillo de afrontar. Son las suyas canciones que no admiten medias tintas.

 

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Lo más relevante es que la primacía casi absoluta de su último disco sobre el escenario no se viera en ningún momento atenazada por la aparente (solo aparente) linealidad que sí pueden mostrar sus surcos. Contó para ello con una excepcional banda, con la que al final lo que menos importa es el precinto del producto (¿folk onírico? ¿pop levitante? ¿espiritualidad ‘synth’? ¿qué más da, si Stevens es precisamente un producto genuino del siglo XXI, y uno de los más descollantes?), sino la capacidad para dar en escena la coloración exacta a cada tema. Y esa sensibilidad melódica, claro, que apenas admite parangón hoy en día (merecedora de figurar en el Olimpo de Elliott Smith), cifrada en su voz frágil y sin edad aparente, tan quebradiza y dotada para la conmoción. Stevens alternó guitarra, banjo, piano y programaciones. Y a través de cada uno de ellos deslindó una noche con algunos momentos de belleza casi turbadora, como ‘Death with dignity’, ‘Should have known better’, ‘Carrie & Lowell’ o ‘Fouth of july’ (lo mejor de la noche), esta última sentado al piano y declamando a voz en grito la única certeza en la vida: “We’re all gonna die”. Así que mejor será aprovecharla como si cada día fuera el último.

Tan solo las toscas erupciones “synth pop” de ‘Vesuvius’ (rescate de “The age of adz”, su disco más discutido) rompieron la delicada atmósfera de responso que predominó durante toda la noche. Pero poco importó ante el imponente bis final que se avecinaba: ‘For the widows in paradise’, ‘John Wayne Gacy, Jr’, ‘Casimir Pulaski day’ y una ‘Chicago’ desprovista de fanfarria pero no de contagio. Cuatro años después de su última exhibición en el mismo escenario, Sufjan Stevens volvió a convencer sin reservas. Y esta vez ni siquiera tuvo que vestirse de ángel ni alzar demasiado la voz.

 

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