La mascarada del siglo: La eterna llama soul de los disidentes del grunge

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The Afghan Whigs

«Sus canciones denotan las claves que también han marcado el trayecto personal de su creador. Un italoamericano recio y de sangre caliente, que a simple vista podría pasar por primo hermano de Tony Soprano»

 

Mientras el mundo aún llora a Kurt Cobain, Carlos Pérez de Ziriza aprovecha la vuelta de The Afghan Whigs para reivindicarles como la bendita y próspera anomalía de la generación grunge que aún son.

 

 

Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA (twitter:cpziriza).

 

 

El mundo llora y evoca el abrupto adiós de Kurt Cobain hace justo veinte años. Tiene su lógica, aunque el seguidismo imperante redunde en la glosa reiterativa de una muerte ya casi anunciada en su momento, bailando sobre la lápida de uno de los cadáveres más exhumados por la industria del disco en las últimas décadas. Menos luz arrojan los medios sobre sus fenómenos colindantes, toda aquella caterva de bandas articulada a finales de los ochenta en torno a Sub Pop, el referencial sello de Seattle fundado por Bruce Pavitt y Jonathan Poneman en 1986. Como corresponde a cualquier género cuyos contornos se escriben con tinturas de diversa procedencia, la amalgama grunge se alimentaba de nutrientes que coincidían en su fogosidad pero, inevitablemente, diferían en su filiación. 1991 y 92 fueron los años en los que la ventisca sónica del noroeste se propagó al resto del mundo, y nuestro país no fue una excepción: los medios de referencia desgranaban los méritos de los principales embajadores de aquel sonido, y muchos guardan aún con celo en los pliegues de su cortex aquel «Grunge music, sonido de Seattle», programa número 381 del espléndido «Metrópolis», que consagraba el fenómeno en la segunda cadena de nuestra televisión pública, meses después de la eclosión de Nirvana.

De entre todo aquel bestiario, quizá la banda menos asimilable al resto era un hatajo de melenudos de Cincinatti (Ohio), cuya tarjeta de presentación más notoria era un clip grabado en un cuarto de baño. Partícipes de la fiereza propia del estilo, subyacía en sus remolinos de guitarras un volcánico sentido de la melodía que delataba una pasión por entonces poco pregonada: el arrebato del soul más inflamado.

En realidad, la pista fue confirmada en el epé «Uptown avondale» (Sub Pop, 92) –trabajo inmediatamente posterior a su tercer álbum («Congregation», Sub Pop, 92)– y en el que sacaban a relucir sus filias, a través de un puñado de versiones en el que destacaban ‘Come see about me’ (The Supremes), ‘Band of gold’ (Freda Payne) o ‘True love travels on a gravel road’ (Percy Sledge). Con el tiempo, afinaron su olfato para redondear arrebatadoras covers de otros clásicos del género y aledaños, tan sanguíneas que a veces redimensionaban los originales. Así ocurrió con la inolvidable toma del ‘Can’t get enough of your love, babe’ de Barry White (interpretada en vivo en una memorable escena del film «Beautiful girls», firmado en 1996 por Ted Demme), satén convertido en hoguera. E incidieron en la maniobra, con resultados no tan brutales pero sí estimables, con ‘(Don’t worry) If there’s hell below, we’re all going to go’ (Curtis Mayfield), ‘Dark end of the street’ (James Carr) y hasta con la reciente ‘Love crimes’ (Frank Ocean).

Huelga decir que haber introducido la semilla del soul más flamígero en una ortografía meridianamente rock, con mayor pericia de lo que ninguna otra banda hubiera podido lograr en las últimas décadas, no iba ni mucho menos a garantizar que la chavalería de medio mundo fuera a empapelar sus habitaciones con pósters suyos. Su repercusión popular fue mediana, más bien discreta, siempre promediando muy por debajo de Pearl Jam, Mudhoney, Nirvana, Soundgarden, Alice in Chains y otros coetáneos. Su propuesta no era en modo alguno un híbrido, ni una reformulación revivalista, sino una fusión planteada en términos absolutos. Quizá también por ello, se vieron liberados de la incómoda generación de engendros que iban surgiendo a rebufo de sus compinches (Stone Temple Pilots, Bush, Live y otras lindezas). Su legado apenas perduró en los rubicundos Throneberry y en los italianos Afterhours, ambos auspiciados por el propio Greg Dulli. Fueron al grunge lo que The Auteurs supusieron para el brit pop. Ilustres tapados, actores secundarios siempre a la espera de un papel protagónico, pese a facturar una fabulosa trilogía involuntaria ya habiendo dado el paso a la órbita multinacional, y a la que hay que enmarcar entre lo mejor que el rock alternativo norteamericano nos deparó en los noventa: la formada por «Gentlemen» (Elektra, 93), «Black love» (Elektra, 96) y «1965» (Columbia, 98).

Hace un par de años se volvían a reunir para una gira que les acercó hasta el Primavera Sound. Y validando aquello de “donde hubo fuego, suele quedar brasa”, se animaron a facturar su primer álbum en dieciséis años, un «Do the beast» (Sub Pop/Popstock!, 2014) que ve la luz precisamente hoy, y cuyo contenido ya están ventilando sobre el escenario en conciertos como el que ofrecieron el viernes pasado en el Coachella Festival.

De vuelta al redil de Seattle que les impulsó y con la ausencia de Rick McCollum, su guitarrista principal. Nada de ello es impedimento para mostrarles a pleno rendimiento, como si el tiempo no hubiera transcurrido. Dejando a The Twilight Singers o The Gutter Twins (los principales proyectos en los que su líder Greg Dulli ha estado embarcado, al margen de aquella superbanda formada junto a Thurston Moore, Don Fleming , Mike Mills, Dave Grohl y Dave Pirner para musicar a los Beatles en el biopic «Backbeat», o sus recientes bolos junto a Steve Kilbey, de The Church) como lo que son, muy estimables aventuras en paralelo, pero inevitablemente menores si se calibran junto a un disco que (como este) merece ser archivado junto a las mejores entregas de los Whigs, tan laureadas por la crítica como opacas para el gran público.

Sus canciones denotan las claves que también han marcado el trayecto personal de su creador. Un italoamericano recio y de sangre caliente, que a simple vista podría pasar por primo hermano de Tony Soprano. Un tipo para quien la vida merece ser apurada hasta el último trago. Sentimientos a flor de piel, adicciones, sexo, pasión, celos, despecho, odio, culpa, redención: la vida en carne viva, bombeando su irrefrenable y a veces violento latido a través de canciones eviscerantes, subyugantes latigazos de rock de genética singular, en los que el funk cimbreante y cinemático de Isaac Hayes puede seguir fundiéndose en perfecta cópula con el rugido de unas guitarras en la mejor tradición independiente  yanqui.

Una vuelta que sí merece la pena, claro. Y una banda a reivindicar siempre.

Anterior entrega de La Mascarada del Siglo: Bajo el firmamento de The War On Drugs.

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