La mascarada del siglo: La crítica en el diván

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«Cualquiera de esos grupos reúne por sí solo a una muchedumbre que ya quisieran para sí en nuestro país Portishead, Queens Of The Stone Age o Beach House»

 

Carlos Pérez de Ziriza se hace eco de esa distancia que existe entre cierto sector de la crítica y el numeroso público que sigue a grupos como Vetusta Morla, Love of Lesbian, Lori Meyers o Supersubmarina.

 

Una sección de Carlos Pérez de Ziriza (Twitter: cpziriza)

 

Hay una escena que se repite prácticamente en cada festival: es llegar el turno para que Vetusta Morla [en la foto], Love of Lesbian, Lori Meyers o Supersubmarina irrumpan sobre el escenario, y un enorme hormiguero de gente se agolpa ante ellos como si esperasen un bendito maná caído del cielo. Ninguna de esas bandas goza, ni mucho menos, del beneplácito de la crítica (no al menos de los medios impresos o más referenciales), pero cualquiera de ellas reúne por sí sola a una muchedumbre que ya quisieran para sí en nuestro país Portishead, Queens Of The Stone Age o Beach House, por solo citar unos cuantos nombres de aquellos que copan nuestras portadas y que han pasado por aquí este verano.

Más allá de que haya motivos de sobra para arrumbar algunas de aquellas propuestas en la esfera de lo relativamente irrelevante, o de que el grueso de la muchachada que los apoya incondicionalmente sea un público muy circunstancial, lo curioso es comprobar cómo el cisma entre crítica y público mayoritario (especialmente el más joven, aquel que es cada vez más refractario a los medios impresos) se va agrandando en las últimas temporadas a pasos agigantados. A mayor abundamiento, algunas de esas formaciones han logrado conquistar el favor de amplias capas de público sin un gran apoyo promocional ni mediático (quizá con la sola excepción de Radio 3), lo que ejemplifica aún más lo imprevisible de los flujos de contagio que puedan favorecer las adhesiones inquebrantables en nuestra escena pop actual. Los medios especializados se quedan en fuera de juego. Y nadie está insinuando desde aquí que se le deba pedir a la prensa que  venda su criterio al mejor postor, ni que confunda su radar aplicando un rasero meramente cuantitativo. Pero sí es cierto que está (estamos, vaya) renunciando entre todos a destripar determinados fenómenos que, por sobrepasarnos, nos limitamos a despachar con indiferencia. Desdeñando la oportunidad de desentrañar cuáles son las conexiones emocionales y las claves que puedan ayudar a explicar por qué el teen pop, el reggaeton, el indie mas descafeinado (llámenlo «fake indie» si quieren), lo que se ha dado en llamar EDM o el pop de consumo masivo, por solo nombrar tres o cuatro estilos/etiquetas en boga, cautivan a tantos semejantes con una sensibilidad quizá no tan lejana a la nuestra como pudiéramos suponer. Hay ciertos estereotipos negativos asociados a la prensa musical de más fuste (esnobismo, elitismo, cerrazón) que, más o menos afortunados o justificados, difícilmente van a desaparecer cuanto más tiempo viva esta instalada en la rigidez de determinadas prácticas. Y a aquellas prácticas solo escapa una minoría, cuyos exponentes quizá puedan enumerarse con los dedos de una sola mano.

No es nuestra intención, ni muchísimo menos, dar lecciones a nadie desde esta tribuna. Hasta ahí podíamos llegar. Y ningún argumento de los que desde aquí esgrimimos es ajeno al muy saludable debate autocrítico que de un tiempo a esta parte están generando algunas plumas de referencia estatal. Pero nada de ello servirá de mucho si la autocrítica no se traduce en hechos, y el debate permanece sumido en una endogamia que incluso acabe generando rencillas que solo interesan a los profesionales del ramo, pero no al público potencial, la verdadera razón de ser de juntar unas cuantas letras en torno a la música pop. Porque ese debería ser el «leit motiv» y el destinatario de nuestra actividad. Y no las promotoras, los propios grupos, los colegas de profesión o motivaciones más mundanas como el simple hecho de justificar una acreditación para un bolo o un festival, bajo el pretexto de textos prácticamente clónicos, que no hacen más que engordar la despersonalizada oferta informativa que satura nuestro ciberespacio.

No es mal ejercicio el de tomar aire, replantearnos cuál es la utilidad real de nuestro trabajo (más allá de engordar nuestro ego y satisfacer la demanda informativa de varias decenas de «followers»  en Twitter y Facebook, cuyo «feedback» genera un engañoso efecto multiplicador sobre el eco de nuestros propios textos) y prestarnos diariamente al reciclaje continuo, a ese aprendizaje que solo debería terminar el mismo día en que dejemos de respirar. Porque si nos seguimos empeñando en limitarnos a escribir solamente de aquello que a priori nos entusiasma o interesa (porque para sufrir ya tenemos ocupaciones más grises, prosaicas y alimenticias con las que pagar las facturas, dirán muchos), miramos por encima del hombro con desdén las motivaciones que pueden guiar a muchos a consumir determinados productos y despachamos  de forma superficial con titulares supuestamente epatantes el trabajo de los músicos (ya sea sobre los surcos de sus discos o sobre las tablas del escenario), mal andamos.

Y al final habrá que convenir que aquello de «Una nueva prensa musical», que demandaban Los Planetas hace diecisiete años, va a acabar siendo una eterna cantinela de la que no nos podamos desprender. Y no nos deberíamos resignar a que así fuera.


Anterior entrega de La mascarada del siglo: Distinción en la casa.

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