La mascarada del siglo: Cuando Ben conoció a Tracey

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«Complementarios, cabales, inquietos. Sensibles pero no cursis. Ambiciosos pero no pretenciosos. Célebres pero también cercanos. Ben Watt y Tracey Thorn estuvieron casi dos décadas despachando discos, por lo general, deliciosos»

 

El espléndido retorno de Ben Watt con un nuevo disco es aprovechado por Carlos Pérez de Ziriza para echar la vista atrás sobre la carrera que cimentó junto a Tracey Thorn, la otra mitad de los exquisitos Everything But The Girl.

 

 

Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA (twitter: cpziriza).

 

 

Él era hijo de una acomodada familia filohippy, y escuchaba discos de jazz y a John Martyn. Ella provenía de un humilde suburbio de Londres, y empezó en el mundo de la música bajo la premisa «do it yourself» del punk, como tantas bandas femeninas de la época. Se conocieron en la Universidad de Hull a principios de los años ochenta. Y desde entonces (previo bautismo paralelo en solitario, ambos en el sello Cherry Red), formaron la pareja perfecta del pop británico. Aunque a ella, ese adjetivo le hubiera horrorizado. Complementarios, cabales, inquietos. Sensibles pero no cursis. Ambiciosos pero no pretenciosos. Célebres pero también cercanos. Ben Watt y Tracey Thorn estuvieron casi dos décadas despachando discos, por lo general, deliciosos. Su pulcritud, su detallismo, su delicadeza melódica y, sobre todo, la siempre desarmante voz de Tracey, tejieron durante años un sólido vínculo emocional con la legión de seguidores que no les perdió la pista por todo el mundo.

Nunca renunciaron a su sello personal, nunca renunciaron tampoco a seguir creciendo. Se les asimiló en un principio a la amable corriente jazz pop que aromatizaba el pop británico (Working Week, Matt Bianco, los primeros Style Council), pero pronto se desmarcaron con una de las mejores lecturas nunca posibles del lirismo de The Smiths («Love not money», Blanco y Negro, 1985), una grandilocuente oda al Brill Building cuando nadie la pedía («Baby the stars shine bright», Blanco y Negro, 1986) y un disco desnudo («Idlewild», Blanco y Negro, 1988). Hicieron las Américas cuando su país bailaba al son de la nueva lisergia de Madchester, ajenos a la fiesta. Y siguieron manteniendo los oídos bien abiertos: ¿hay algún disco de pop que haya asimilado los preceptos rítmicos del drum’n’bass con mayor pericia y brillantez que aquel «Walking wounded» (Atlantic) de 1996?

La vida, sus servidumbres y peajes, aquellos a los que tantas veces habían cantado, les obligaron a interrumpir el trayecto recién finiquitados los 90. Precisamente cuando más habían pulido esa fórmula de baile y nostalgia, de ritmos fracturados y sensibilidad punzante («Temperamental», Atlantic, 1999). La íntima soledad del «weekender», el anhelo frustrado en medio de un mar de brazos alzados, la melancolía flotando como un cascote a la deriva entre decenas de cuerpos danzando. Lo más parecido, suponemos, a aquello que cantaban Ultravox: ‘Dancing with tears in my eyes’.

Tracey se dedicó al cuidado de la prole. Ben compaginó las tareas domésticas con la regencia del club nocturno Lazy Dog y sus frecuentes sesiones de DJ. Ambos incluso despacharon sendas memorias (de efecto más que terapéutico) en forma de libro. Él, con «Paciente» (Mondadori, 1998), en el que glosa la enfermedad (el raro síndrome de Churg-Strauss) que a punto estuvo de costarle la vida a principios de los noventa, y que tiene continuidad en el recientísimo «Romany and Tom» (Bloomsbury Circus). Ella, con la emocionante y descarnada autobiografía «Bedsit disco queen» (Virago Press, 2013). Sabedores ambos de que la salubridad de la pareja descansa, a largo plazo, en la necesidad de mantener actividades paralelas pero no siempre revueltas, hace ya unos años que operan en solitario. Ella había editado ya tres estimables álbumes en la última década, pero nada se sabía de las canciones de él desde aquella lejana ambrosía acústica que fue «North marine drive» (Cherry Red, 1983).

El misterio se ha disipado hace pocas semanas con «Hendra» (Unmade Road, 2014), un primoroso álbum que se aleja conscientemente de la senda del baile para volver a enmarcar, con el sentido y la sensibilidad marca de la casa, la hoja de ruta sonora que ha guiado sus pasos durante años. El folk británico de los primeros setenta, los efluvios de la bossa e incluso algunos atisbos de simpatía por el prog rock, filtrados a través de su distinguido prisma. Todo en él suena en el sitio y en el momento preciso. Con los aditamentos justos, la ayuda de ese estupendo hombre de refresco que es Bernard Butler y la sabiduría propia de quien solo edita material nuevo cuando es realmente necesario. La composición como jubilosa superación de la pérdida, en este caso la de su hermana, fallecida hace dos años. Otra nueva lección de honestidad brutal y desarmante, digna de figurar entre lo más descollante de su ejemplar saga. Háganse el favor de prestarle un rato, aunque solo sean los menos de cinco minutos que dura ese broche llamado ‘The heart is a mirror’. Y en el improbable caso de que no sientan nada de nada, pregúntense qué clase de fluido es el que corre por sus venas.

Anterior entrega de La mascarada del siglo: La eterna llama soul de los disidentes del grunge.

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