Discos: «Down where the spirit meets the bone», de Lucinda Williams

Autor:

«Siempre a su bola. Con su voz de acero oscuro y su poesía triste, haciendo de cada una de sus entregas la despiadada confesión de quien no teme desnudarse ni pasear con fantasmas»

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Lucinda Williams
«Down where the spirit meets the bone»
HIGHWAY 20 RECORDS

 

 

Texto: JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

Lucinda Williams surgió en algún momento de nuestras vidas para recordarnos que lo principal no son las poses, el viento de la moda, la flor estúpida de las pasarelas, lo que viste según los proxenetas de tendencias, sino armar con paciencia de orfebre tus canciones y escribir sin deferencia por el que dirán o quién demonios le interesará tu arte. Ella ha ido siempre a su bola. Con su voz de acero oscuro y su poesía triste, haciendo de cada una de sus entregas la despiadada confesión de quien no teme desnudarse ni pasear con fantasmas.

«Down where the spirit meets the bone», su última criatura, es un doble que ha editado ella misma, en su propio sello. Presenta todos los problemas y no pocas de las virtudes habituales en los discos cocinados según el método de Juan Palomo, yo me lo guiso, etc. Por incorrecto que parezca, por estúpido que algunos lo crean, al artista le beneficia la opinión de sus colaboradores, incluso cierta presión comercial que evite caer en el narcisismo. Sin llegar a eso, sin aplicarse jabón ni bracear en la autocomplacencia, la obra sufre de cierta dispersión. Nos hubiéramos arreglado mejor con menos canciones y/o versiones. O sea que no, que no es perfecto. Más bien un disco y su correspondiente colección de caras B cosidas en un doble.

Por otro lado, asumido que no estamos ante la obra magna de Lucinda (¡y tiene unas cuantas!), se trata de un disco bello y relajado. Requiere tiempo. Gratificará a quien se lo preste con unas composiciones que, aquí y allá, se antojan felices. De ‘Compassion’ a ‘East side of town’, de ‘West Memphis’ a ‘Stand right by each other’, encontramos a la escritora sin medias tintas, a la chamana del country y el blues, el rock y el folk, todo batido y especiado hasta facturar con astucia y detalle un fresco que bascula entre el intimismo, las minas antipersonales del desamor y el comentario social y descarnado. Hay que dejarse llevar por la portentosa sección rítmica que procuran Pete Thomas y Davey Faragher, socios de Elvis Costello, sobrecogerse con la guitarra del gran Bill Frisell y bucear junto a Lucinda en los callejones de un disco maduro, relajado y sobrio. Uno que casi sin ambición y como de tapadillo irá ganándose un alquiler en tu pecho hasta convertirse en una de las obras más especiales e inteligentes de lo que llevamos de año. El trabajo de una princesa mala y sabia que camina entregada a sus demonios. Qué diablos: si una canción de Lucinda siempre fue mucho, imagina veinte de golpe.

Anterior crítica de discos: “El mar”, de Tori Sparks.

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