“Volumen 11”, de Andrés Calamaro

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DISCOS

“Habríamos evitado muchas palabras en esta crítica si el disco se hubiera englobado en la serie de ‘Grabaciones encontradas’, que parece su hábitat natural”

 

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Andrés Calamaro
“Volumen 11”
WARNER

 

Texto: JUAN PUCHADES.

 

‘La noche’, la canción seleccionada como single de presentación de “Volumen 11”, resulta bastante engañosa: afable y producida por Cachorro López, poco tiene que ver con el contenido del disco, y parece fijar la idea de que estamos ante un álbum en la senda de “Bohemio”, y no. En realidad, López solo produce ese tema y “Volumen 11” perfectamente podría haber encajado en la serie de Andrés Calamaro “Grabaciones encontradas”, dado que las tomas provienen de distintas sesiones (registradas durante los años 2012, 2013, 2015 y 2016), reunidas conformando un álbum que suma 19 temas (uno de ellos oculto) y que rehuye, precisamente, esa cordialidad formal de “Bohemio”, casi de fría asepsia sonora. Aquí, por el contrario, las tomas suenan reales, a ratos ¡a maqueta!, como captadas al natural y sin gran aliño posterior: hay verdad en ellas, hay noche, hay día, hay asfalto, hay autopistas, hay carreteras secundarias, hay polvo, hay barro, incluso hay barbarismo. Hay, en suma, espíritu de rock and roll. Y se agradece, porque nos devuelve, como ya pasó con “Romaphonic sessions” (con el que no guarda relación formal), al Calamaro más libre, al realmente bohemio, quizá el menos apto para grandes audiencias, agrio por momentos, el que combina con desparpajo temas propios con versiones, el que se suelta la melena y se pasea entre los géneros con cintura, el que acaricia, araña y vomita. Tanto es así que “Volumen 11” puede recordar el espíritu heterodoxo que alentó a “El salmón”.

Pero si hay algo que destaca en “Volumen 11” (título que hace referencia a la expresión “poner el volumen al 11”) es la fuerte presencia de temas blues, o blues rock, hasta un total de ocho, casi como si conformaran un disco empotrado en otro. Calamaro podría haber dado forma a un álbum de blues rock (que sería algo bien llamativo, aunque intuyo que habría asustado a más de uno), pero ha optado por la mixtura, por unir esas grabaciones desperdigadas en un álbum atrevido pero disperso y por momentos dislocado. Con tal decisión hemos perdido, sin duda, un gran disco. Cosas que pasan.

Se abre “Volumen 11” con ‘Apocalipsis en Malasaña’, canción escrita para “El bar”, la última película de Álex de la Iglesia, inspirada por El Palentino, el legendario bar de la calle del Pez de Madrid que tanto frecuentó el propio Calamaro cuando vivía a pocos metros, en la misma calle. Escrita con Julián Kanevsky, es un intenso y contagioso blues rock marcado por la guitarra furiosa de Kanevsky (al que se puede escuchar en el reciente directo de Pistones). Un arranque inmejorable, de los que le gustan, porque Calamaro siente debilidad por iniciar los discos con rock airado.

En segunda posición, ‘Frío y barro (segunda parte)’, escrita con Diego García “El Twanguero”, es una oscura balada y uno de los mejores cortes de esta colección, aunque Calamaro ya no tenga la garganta para bordar los falsetes como antaño. Sirve de puente para ‘Rock & juventud’, la Gran Canción, compuesta para “Canción de amor de un día”, el largo proyecto colectivo de Javier Corcobado. Un feliz encuentro entre melodía, ritmo y letra alcanzando lo sublime, con profusión de loops y teclados para crear un delicado fondo a este texto emocionante, sugerente, preñado de nostalgia y cantado con gusto y sensibilidad: ‘Canción de un día menor / una vida de canciones y un amor / dos canciones, dos corazones / de rock y juventud’. El genio ha salido de la lámpara.

El blues regresa con ‘Tan triste no es el blues’, que trae una sorpresa que ya será prácticamente habitual en el resto de canciones: Calamaro no solo canta. Como en los viejos tiempos, empuña diversos instrumentos (aquí, concretamente, bajo, guitarras y piano eléctrico), lo que suele contribuir a impulsar sus grabaciones, a dotarlas de alegría. Se trata de un blues ríoplatense marcadamente calamariano, con tristeza alegre, podríamos decir, y con algunos guiños en la letra al estilo clásico de Urrutia. Tras él se sitúa ‘La noche’, el corte más pop e intrascendente. Por ello, el single perfecto. Y aquí permítanme una reflexión: no juzguemos un disco (y no lo digo solo por este, sino en general) por el single inicial, tratemos de escucharlos en su integridad antes de “condenarlos”, que los singles no son más que lo que son, y no reflejan el contenido de un álbum completo.

Continuando con la escucha, arriba la segunda gema: ‘Atunes y ballenas’. Abiertamente deshilachada, sin embargo resulta emocionantemente desoladora y cautivadora, absolutamente gloriosa: “Mi cuerpo es mi barco / un envase que termina arrugado / en la basura como un envase de vino sin vino / en la basura como un cartón de vino vacío”. Detrás de ella, levantándola, solo están El Twanguero y Calamaro, además de un sampleado final de la trompeta del gran Jerry González. Hay que paladearla.

Primera versión de “Volumen 11”: ‘Como el viento voy a ver’, sentida y magnífica relectura de Pescado Rabioso, el primer proyecto de Luis Alberto Spinetta, y un clásico del rock argentino. Otro blues rock cantado con entrega, con la guitarra de Calamaro bluseando (y dibujando un largo solo) apuntalada por el órgano de Germán Wiedemer. Una interpretación suprema. Y seguimos con las versiones (y no menos impactantes) pero cambiamos radicalmente de género: ‘Mareo’, de Babasónicos, acentuándole su esencia de bolero y llevándola al clasicismo, transformándola con inteligencia en un estándar latino. Grabada en Romaphonic, podría haber encajado en el álbum anterior.

‘El huevo y la gallina’, de Calamaro e interpretada solo por él (guitarras y armónica), es blues eléctrico tratando de capturar el espíritu primigenio del género, pero con un punto ácido, especialmente en la letra, que cuenta con un fantástico y adherente estribillo: “Si no hay que peinar no peinamos  / Si no hay que pelear no peleamos / Si no hay que viajar no viajamos / Si no hay que pensar no pensamos / Si no hay que cantar no cantamos”. El blues sigue con el torbellino sonoro de ‘Blues de Santa Fe’, incluido originalmente en el segundo disco, de 1972, de Pappo’s Blues, el grupo que formó Pappo tras dejar a Los Gatos. Blues rock de la escuela clásica para la tercera versión.

En ‘Las almas agradecidas’ Calamaro reconoce su bestialización y “antitacto”, y viene a disculparse por ello en una particular forma de pedir perdón mientras recita sobre una base que busca la distorsión blues para, hacia el final, optar por el feísmo, como enlazando con la siguiente: ‘Vampiro torero’, un rock entre deforme y humorístico que es parábola vampírica de su afición carnívora (que vegetariano no es). Fácilmente olvidable, nos ha sumergido de pleno en un tramo del disco donde predomina el rock de sonido maquetero y chatarrero, como en la cómica y menor ‘Pánico en Benidorm’: rock casi nuevaolero sobre los británicos que se dejan caer (nunca mejor dicho dada su afición al “balconing”) por Benidorm y Mallorca.

Este breve bloque finaliza con ‘Cazador de ateos’, canción en la que, obligatoriamente, hay que detenerse. Lo primero que hay que hacer es reconocerle a Calamaro el valor. Porque sabedor de que sus furibundas y aberrantes opiniones a favor de las corridas de toros y el maltrato animal llevadas hasta la obsesión (inenarrables son sus intercambios de tuits en el pasado) le han hecho perder seguidores y relevancia en España, se atreve a cruzar la línea y dedicarle una canción al asunto. Con dos bemoles. Por repugnante que nos parezca un tema (que afortunadamente no alcanza ni los dos minutos) en el que llega a exclamar “me río a carcajadas de la compasión con animales” y “qué maricón preocuparse por ballenas” (que un poco de machismo homófobo para subrayar la argumentación nunca está de más en el masculino ideario taurino), el creador es libre de expresar sus ideas en la obra, por despreciables que nos parezcan. Como quienes no comulgamos con ellas lo somos de no volver a escuchar jamás esta desdichada composición o, si la indignación es mucha, darnos de baja completamente en el seguimiento de su autor. También podríamos, con espíritu deportivo-revanchista, reírnos “a carcajadas” de él, pero como aquí hay poco humor, no resta sino sentir pesar porque en el corazón de quien fue un referente musical y cultural de primera magnitud, y autor de canciones grabadas a fuego en nuestra memoria, hoy anidan tan abyectos sentimientos. En todo caso, como ‘Cazador de ateos’ es una animalada, los “animalistas” deberíamos respetar al animal que la ha perpetrado, y pasar a otro asunto. A otra canción.

Son cuatro cortes seguidos con los que la escucha se resiente, atravesando un bache notable, y no podemos sino preguntarnos si este es el tipo de canción que aguardamos de Calamaro en estos momentos. Es más, si estas son las canciones que esperamos de un compositor que ya suma 55 veranos. Pero es lo que hay, y aquí están, las tomas o las dejas.

Cambio de tercio (entre lo poco bueno de las corridas taurinas está el léxico que nos han dejado): felizmente, “Volumen 11” se recompone y llega ‘Hasta el cielo’, un homenaje a Pappo, con Andrés ejerciendo de multiinstrumentista despachando una canción hermosa, con una melodía espléndida. De ahí vamos a otra pieza mayor, de las que no olvidaremos: ‘Blues y orquesta’, con Calamaro recitando la letra sobre un fondo orquestal (secuenciado). Así es como un creador de su nivel debería asumir el riesgo, sin patochadas ni canciones menores, yendo solo a búsqueda de la canción eterna, porque, por desgarrada que pueda parecer, esta composición es una enormidad.

Llega la cuarta y última versión, ‘Que te vaya bonito’, la ranchera inmortal de José Alfredo Jiménez interpretada solo a piano y voz, con el Calamaro del respeto, el que gusta de chapotear en el repertorio clásico mirándolo sin complejos pero consciente de que en estas tomas hay que darlo todo, a tumba abierta, pero sabiendo dónde está el límite, y él lo sabe de sobra. Queda una lectura, digamos, para la colección de clásicos (¡y de colección!).

El final de “Volumen 11” indigestará a más de uno, y hay que reconocer sin ambages que es de imposible engarce con el resto del disco (aunque llegados a este punto, poco importa nada), pero a quien esto escribe le noquea. Sí, porque ‘Trujillo libre’ es jazz rock de sabor latino en una improvisación instrumental en directo de casi doce minutos que puede atragantarse si eres de los que esperan himnos con palabras para corear. Pero a quienes nos educamos sin complejos musicales nos retrotrae a la segunda mitad de los años setenta y a experiencias musicales hoy olvidadas, con espacio para los solos, para la locura y para un Calamaro desmelenado que saca al músico que lleva dentro (el que se formó en el grupo Raíces), del que a veces, inexplicablemente, él mismo se olvida, aquí dándole a la gaita hembra colombiana (un tipo de flauta, busquen en Google) en un corte que incluso incluye ¡un solo de batería! Un cierre singular para un disco largo, disperso y raro. Aunque, en realidad, este no es el final, como “track” oculto se presenta ‘La burra’: compuesta junto a Jorge Larrosa, que se encarga de la voz: un ejercicio experimental de funk con jazz.

Pero, ¿qué sensación global queda tras escuchar detenidamente un montón de veces “Volumen 11”? La primera es que habríamos evitado muchas palabras en esta crítica si el disco se hubiera englobado en las “Grabaciones encontradas”, que parece su hábitat natural. La segunda, que Andrés Calamaro es como Jekyll y Hyde, capaz de lo mejor y lo peor, de ofrecernos tanta belleza como fealdad, de desplegar tanta sensibilidad como despachar inexplicable atrocidad. La tercera, que si hubiera seleccionado con sentido lo mejor de este disco ahora estaríamos festejando, sin dudarlo, algo próximo a la obra maestra, pero, como sabemos, el exceso y el todo vale provocan que el tanteo final descienda varios puntos. Sin embargo, así es el Calamaro de 2016, lo asumes, lo ignoras o lo desprecias. Hay que aplaudir que siga yendo a su aire, que sea capaz de editar discos como este, que de tan libre y poco sujeto a los cánones acaba resultando abiertamente irregular. Su actitud, de tan temeraria, se agradece, aunque nunca vayamos a perdonar el bochorno de ‘Cazador de ateos’. Pero no hay duda de que Calamaro hace, exactamente, lo que le viene en gana.

Cortando con tiento y sentido (o siguiendo los consejos que, imagino, nadie le da o no quiere escuchar), Andrés Calamaro ahora mismo podría tener un disco de blues rock y aledaños absolutamente magistral, porque aquí hay momentos de rotunda genialidad. Pero ha preferido ir a saco, incluso es probable que esté dinamitando los últimos puentes que le quedaban tendidos con algunos de sus seguidores de más largo recorrido (aquellos que siguen enganchados “por lo que fue” y viven instalados en la decepción y/o la desconfianza) y, desde luego, descolocar a las nuevas audiencias de los últimos tiempos (aquellas que esperan a un Calamaro “amable”). En todo caso, ¿de qué materia está hecho el talento, cómo se amasa la genialidad y cuáles son sus consecuencias? Habrá que estudiarlo.

 

 

Anterior crítica de discos: “Los nobles salvajes”, de Coppel.

 

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