“Viaje a una sala de fiestas y otros escritos dispersos”, de Rafael Azcona

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LIBROS

“Es en este costumbrismo sin acidez donde se destapa un Azcona que enfoca las vidas pequeñas con una inmensa ternura”

 

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Rafael Azcona
“Viaje a una sala de fiestas y otros escritos dispersos”
PEPITAS DE CALABAZA

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Tras tres maravillosos volúmenes que recuperan todo lo que publico en “La Codorniz”, la editorial riojana Pepitas de Calabaza sigue —y que no lo deje nunca— recopilando la producción de Rafael Azcona, su paisano que dejó Logroño con el propósito de vivir en el café Gijón y ver qué podía depararle esa vida a la que tan bien retrató en guiones, novelas y artículos. Nos lo relata él mismo en un par de artículos de costumbrismo entre evocador y grotesco como son “Logroño” y “El café del domingo”.

Estos dos, junto a medio centenar largo, ofrecen la estampa de un Rafael Azcona levemente diferente al que conocemos, puesto que la variedad de las cabeceras en las que colaboró le hacían explotar tonos marcadamente diferentes. Así, no viene a ser igual escribir para diarios del régimen —“Pueblo” o “Arriba”— que para una revista de decoración, otra de Acción Católica y un suplemento literario, que de estos cinco medios provienen los textos escogidos. Esto hace que nos podamos encontrar con una emocionada crónica de los veranos de su infancia en “El pueblo de mi madre”, una puntillista visión de la felicidad desde el recuerdo asombrado.

Es en este costumbrismo sin acidez donde se destapa un Azcona que enfoca las vidas pequeñas con una inmensa ternura: la vendedora de lotería, las parejas que van a los cafés, la verbena. Aunque sigue habiendo esa reducción al absurdo en la estela de lo que siempre fue el surrealismo español y lo mejor de Azcona—cómo convertir a una mosca en tu mascota o cómo hacer que un mendigo ahorre—, por ejemplo, nos sorprende con crónicas del hogar al más puro estilo “corte y confección” o con pequeñas mojigangas teatrales que se cuentan también entre lo más granado de su colección, al nivel de Mihura. Se revela de la misma manera como un magnífico cronista de paisaje que nos despliega estampas deliciosas sobre Almuñécar, Tenerife o Ibiza.

El lector ajeno al mundo de la otra generación del 27, de la que bebe, quedará sorprendido; para el conocedor está reservado un final esplendoroso en el que adivinará en sus pequeños relatos el germen de alguna novela —“Los ilusos” o “Los muertos no se tocan, nene”— y también de alguna película, incluso de las que quedaron en el limbo de guionizado, pero no rodado.

Anterior crítica de libros: “¡Qué modernos fuimos en los 70!”, de Guillem Medina.

 

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