Un gusano en la Gran Manzana: Keith Richards contra la solana

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“Tampoco es que pidamos una obra descomunal. El disco de todos los discos. La tempestad encarnada en blues o country a la brasa. Ojalá, eso sí, que este penúltimo regalo contenga algunas proteínas”

 

El inminente nuevo disco en solitario del guitarrista de los Rolling Stones, “Crosseyed heart”, primero en dos décadas, acapara toda la atención de Julio Valdeón Blanco en su abrasivo verano neoyorquino.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO. 

 

 

–9 de julio

Con la solana, más la locura de los artículos diarios, apetece saltar por la ventana. El 91% de humedad emparenta a Nueva York con el Orinoco, aunque en lugar de jaguares tenemos ratones, ratas y cucarachas. En mi barrio hay también mapaches y zarigüeyas, y de madrugada silba el sisonte, que imita el canto de cincuenta pájaros y hasta el sonido de las ambulancias. Ante la agresión del verano busco consuelo: Keith Richards, abuelo nitroglicerina, tiene nuevo disco. «Crosseyed heart». Primer trallazo desde que en 1992 publicó «Main ofender». Lo acompañan camaradas como Steve Jordan, productor y coautor de las canciones. Cuando la amiga de Richards, la espídica Fran Lebowitz, le dijo que su sueño de siempre era tocar la batería, el guitarrista de los Stones le compró una como regalo de cumpleaños. Añadió a Jordan como profesor particular. Cuesta imaginar a Lebowitz detrás del bombo, parloteando como un Ak-47. También resulta difícil creer en las posibilidades del nuevo artefacto del pirata, pero después recuerdas que en solitario nunca te ha fallado y, qué carajo, «A bigger bang», lo último de los Stones, fue estupendo. A pesar de la producción de Don Was, poco picante, tan pulida. En cualquier caso la longevidad se ha aliado con el jinete de leyenda, que nos sobrevivirá a todos a base de descorchar riffs.

Tampoco es que pidamos una obra descomunal. El disco de todos los discos. La tempestad encarnada en blues o country a la brasa. Ojalá, eso sí, que este penúltimo regalo contenga algunas proteínas. Un filete grasiento, quizá un poco tieso, pero sabroso. Especialmente lo anhelo sin pretensiones comerciales. Cero ambiciones. En serio, ¿para qué deshuesar el sonido, cortejar a las radios, meterle blandiblú, si en cualquier caso todo Cristo pasa del rock and roll? Queremos las arrugas por fuera, el pelo blanco y revuelto, los efluvios del Delta y un punto de Alabama cruzado con Memphis y Jamaica. Buscamos todavía, qué cosas, la chulería visceral y el garrulismo aristocrático de quién vivió como para rellenar una serie con cien capítulos, folló con la heroína, se chutó a Anita Pallenberg, circuló por el Cinturón de la Biblia en un coche petado de narcóticos escondidos en la puerta, grabó canciones tras varios días despierto, dio mil conciertos comatoso, con la preciosa ayuda de esa cocaína farmacéutica, y sobrevivió para dejarnos algunas de las canciones esenciales, de esas que cuando suenan de nuevo, no importa dónde, apetece llevarse el dedo a los labios, susurrar escucha, calla y escucha, y después encender un pitillo y darle al volumen hasta tumbar paredes. Porque esa guitarra, esa maldita guitarra, es “la” guitarra, y Richards su profeta, y algunas noches pienso que incluso su único dios verdadero.

Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Doug Sahm, texano cósmico.

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