The car, de Arctic Monkeys

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DISCOS

«Les vemos manejarse en códigos y patrones mucho más clásicos, alejados en buena medida del sonido que definió su banda al nacer, aunque con el mismo gancho y la misma impronta»

 

Arctic Monkeys
The car
DOMINO RECORDS, 2022

 

Texto: SARA MORALES.

 

La primera vez que vi en directo a los Arctic Monkeys fue en 2007, en el festival de Benicàssim y, entonces, con apenas cinco años a sus espaldas, se empeñaban en los guitarrazos con savia de garaje. Frenéticos y delirantes sobre el escenario, ofrecían todo un derroche juvenil de cuerdas, baquetas y frescura, junto a un Alex Turner que infundía la promesa de que el rock del nuevo siglo no había hecho más que empezar. Estaban conquistando el mundo.

Desde aquel momento, han pasado muchos años y muchas cosas. También muchos discos, con sus pertinentes evoluciones; y muchas nuevas intenciones, colmadas de buen gusto en la mayoría de los casos o de incompresibilidad en otros. Pero lo que está claro es que, llegados a este séptimo álbum de estudio, nos encontramos ante una panorámica bien completa, y mejor definida, de una de las bandas más influyentes, como decíamos, que ha dado la escena anglosajona en el nuevo milenio.

Ahora, el rebelde y agitador Turner se ha convertido en todo un crooner. Posiblemente siempre lo fuera, su imperio vocal ha ido quedando patente en cada trabajo; pero ahora, en este 2022, le vemos manejarse en códigos y patrones mucho más clásicos, alejados en buena medida del sonido que definió su banda al nacer, aunque, eso sí, con el mismo gancho y la misma impronta. Eso siempre.

The car es una nueva vuelta de tuerca a ese lounge pop que vienen destilando desde su anterior disco, Tranquility base hotel & casino, publicado en 2018. Con ese mismo regusto por el jazz, el swing, las connotaciones tribales y las atmósferas sensuales, en una rutilante huída de la instrumentación recargada pero, al mismo tiempo, en una contundente apuesta por el detallismo eficaz y conmovedor. Buena muestra de ello son los violines que pintan y colorean canciones como la dulce “Big ideas” o la que fuera elegida como segundo adelanto del disco, “Body paint”, un tema que se deja acompañar también por un piano y algunas guitarras distorsionadas. Guitarras, sí, claro; no van a dejar de ser quienes son porque ahora se anden convirtiendo en paladines de la música dramática, en el sentido teatral de la palabra. Porque si algo tiene este nuevo puñado de canciones de los Arctic Monkeys es que, mientras fluyen sus ritmos y melodías, se van levantando escenas visuales que nos llevan a esa imaginaría concreta que comentábamos antes, la de Alex Turner convertido en un elegante frontman (sin pérdida de canallismo) cantando a media luz. Exactamente así nos sorprendieron con el primer single del elepé, “There’d better be a mirrorball”, y continúan haciéndolo mientras gira el disco en temas como “Jet skins on the moat” y “I ain’t quite where I think I am”, que comparte cierto dubstep étnico con la divertida “Hello you”.

También hay folk y tintes americana en pasajes como la homónima “The car” o incluso en esa joya medio escondida, que sorprende para bien, llamada “Mr. Schwartz”. Uno de los grandes aciertos del repertorio junto a “Sculptures of anything goes”, por su calado tétrico, inesperado, íntimo e inquietante, y junto a “Perfect sense”, quizá, efectivamente, la más perfecta del repertorio porque en ella se concentran todos los detalles y matices que han ido saliendo a relucir a lo largo del disco.

Con The car, aquellos chicos de Sheffield que se estrenaban en 2006 de la mano del magistral Whatever people say I am, that’s what I’m not —el disco de debut británico más vendido de la historia, por cierto— demuestran que los años no han pasado en balde. Se han hecho mayores. Y nosotros con ellos. Pero qué bonito está siendo crecer juntos, aunque a veces nos distanciemos.


Anterior crítica de discos: Escarlata?, de Los Imposibles.

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