Suede, una odisea pop en tres décadas

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El próximo 22 de septiembre, Suede actuarán el Teatro del Generalife de Granada, dentro del ciclo 1001 Músicas-CaixaBank. Una noche que promete ser única, a manos de una banda que lleva más de tres décadas despachando discos fundamentales en la historia reciente de la música. Carlos Pérez de Ziriza repasa los cinco más emblemáticos.

 

Selección y texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.

 

Son toda una institución del pop británico y mundial, y estarán el próximo 22 de septiembre en el Teatro del Generalife de Granada, dentro del ciclo 1001 Músicas-CaixaBank. Buena ocasión para remarcar los que son seguramente sus cinco mejores álbumes, desde 1993 a 2022; más de tres décadas condensadas en cincuenta y ocho canciones. Brett Anderson, Mat Osman, Simon Gilbert, Richard Oakes y Neil Codling (sin olvidarnos de Bernard Butler, esencial en sus dos primeros trabajos) trazando una de las trayectorias más sólidas, longevas y sorprendentes, por su extraordinaria capacidad de reinvención, de nuestro tiempo. Y con un directo que nunca defrauda.

 

1.- Suede (Nude, 1993)

Descaro. Insolencia. Ambigüedad sexual. Romanticismo decadente. Orgullo barrial. Una electricidad tan áspera que sonaba a sexo y a sarna. A drogas, a pasotes, a vivir al límite como solo se puede (o se debe) hacer cuando se tienen veintitantos años. Un vocalista poderoso y carismático (Brett Anderson) y un guitarrista excepcional, de estilo reconocible (Bernard Butler). Credenciales que no eran precisamente nuevas dentro del pop británico (la circularidad de los ciclos del pop —al menos, antes de internet— justificaba el revival veinte años después de la fiebre glam rock), pero que el cuarteto londinense reformulaba en un momento especialmente propicio: aquella portada de la revista Select, en abril de 1993, con Brett Anderson posando ante la Union Jack bajo el lema de Yanks go home! definía una época.
La consigna era contravenir el grunge. Y si había que remitir al Bowie de los setenta, adelante. Aunque siempre es mejor hacerlo con canciones notables. Y aquí las había. “So young”, “Animal nitrate”, “Moving”, “The drowners”, “Metal Mickey” y “Animal lover” eran singles claros, aunque no todos acabaran siéndolo. Canciones que aún se pueden entonar a gritos en sus conciertos sin un exceso de nostalgia. Seis dianas de once: pocos debuts lo pueden decir. No está nada mal. Pero “Pantomime horse”, “Sleeping pills”, “Breakdown” y “The next life” anticipaban el melodrama pop de altos vuelos que estaba por venir, a la vuelta de la esquina. En ese sentido, es un álbum bipolar, lejos aún de la cohesión de un par de cumbres que no tardarían en llegar. Se llevó el Mercury Prize del 93 y fue acogido con fervor por aquella prensa que entonces podía vender trescientos mil ejemplares semanales sin despeinarse (qué tiempos): fue número tres del año en New Musical Express, número cuatro en Select y número cinco en Melody Maker. ¿Había que creerse el hype? Por supuesto.

 

2.- Dogmanstar (Nude, 1994)

Un paso de gigante. Un disco ambicioso, desmesurado, hondo, intenso, sensible y grandilocuente que nadaba contracorriente en medio de la liviana y complaciente (aunque no siempre) jovialidad de la primera hornada brit pop. Suede maduraron en un tiempo récord. Menos Bowie y algo más Smiths, Dogmanstar (1994) es el retrato de una juventud con poco o nada que celebrar, sumida en desengaños, adicciones, resacas y borrascas emocionales tan opresivas como su majestuosa portada. «Sabíamos que tenía que ser un disco muy especial para hacer acopio de toda la rabia, la paranoia, el temor y el amor, y verterlos sobre las canciones, y hacer que los puntos álgidos fueran vertiginosos y que los puntos bajos fueran desesperados y aterradores», dijo Brett Anderson sobre su grabación en las páginas de su magnífica autobiografía Tardes de persianas bajadas (Contra, 2019). Le había dado por escuchar a Jacques Brel, Edith Piaff, Frank Sinatra o Scott Walker, artistas a quienes entonces solo reivindicaban gente como Neil Hannon (The Divine Comedy), Jarvis Cocker (Pulp) o Jake Shillingford (My Life Story). La tensión en el seno de la banda fue un formidable combustible creativo: el precio de grabar su mejor disco fue la salida de Bernard Butler, quien ni siquiera llegó a participar en la gira de presentación, suplido urgentemente por un jovencísimo Richard Oakes. Recuerdo su primera visita al Arena Auditorium de Valencia (17 de noviembre de 1994: el disco llevaba solo un mes en la calle) como un momento que fijar en la retina. Imborrable. Las proyecciones de Derek Jarman y la apabullante intensidad de “The 2 of us”, haciéndonos olvidar por completo el destrozo previo de guitarra de Richey Edwards, de los Manic Street Preachers, en uno de sus últimos conciertos antes de que se lo tragara la tierra. Nunca lograron superar esto, aunque el solvente The blue hour (2018), con la Filarmónica de Praga, tratara de emular aquella grandeza.

 

3.- Coming up (Nude, 1996)

Adiós al blanco y negro y a los tonos sepia, hola al policromado. Tras el bajón, el subidón. Canciones exultantes, sencillas (que no simples), instantáneas, celebratorias sin dejar de lado la ironía. El mejor glam posible en plenos años noventa. Se habló otra vez de la sombra de Bowie, pero también habría que hacerlo de la de Bolan. Coming up (1996) es un rosario de hits en potencia, con el que casi nadie contaba, menos aún tras la marcha de Bernard Butler. Melodías memorables envueltas en una plasticidad que jugaba inteligentemente con la perversa adherencia del mejor pop y sus códigos estéticos. Amplió considerablemente su base de fans fuera del Reino Unido, coronó una suerte de trilogía no intencionada y les acreditó como uno de los grandes grupos ingleses de su época, ajeno a los vaivenes de las modas por méritos propios. Y solidificó sus directos: cualquiera que acudiese el Doctor Music del 96 o al FIB del 97 lo recordará. Richard Oakes se hizo fuerte a la guitarra, Neil Codling se incorporó a los teclados, esenciales en “By the sea” y “She”, y el fiel Ed Buller repitió a la producción. Canciones como “Trash”, “The beautiful ones”, “Filmstar”, “Lazy”, “Starcrazy”, “Picnic by the motorway”, “The chemistry between us” o “Saturday night” son ráfagas de una juventud exprimida como solo cabe pedirle a esas alturas de la vida, sumidos/as en una puñetera montaña rusa emocional, con la visión aquí aún más emborronada que para el común de los mortales debido a los jirones del éxito comercial y la fama. Un cóctel de adicciones, visiones lunáticas, sueños que se hacen añicos para dar paso a otros nuevos y una bendita inspiración para dar con estribillos que en 2023 aún resuenan con la misma convicción que hace veintisiete años. El triunfo de un romanticismo orgulloso que convertía su desesperación en himnos. Que hacía de válvula de escape para la angustia de unos parias del pop que sublimaban su fórmula, con un grado de estilizada emoción que no se veía desde la disolución de The Smiths.

 

4.- The blue hour (Warner, 2018)

Podría haber escogido el notable Bloodsports (2013) o el ambicioso Night thoughts (2016), pero en una banda tan propensa al desafío y a un cierto inconformismo, cabe valorar especialmente The blue hour (2018) por lo que tuvo de triple salto mortal, con la única red de seguridad que suponía la evocación de Dogmanstar (1994). Creo que este es el disco que justifica plenamente su vuelta en la última década. Aquel en el que Brett Anderson plasma con mayor acierto las preocupaciones de la mediana edad, sin necesidad de remitir a una nostalgia mal entendida. Un trabajo con el que no tener que justificarse a sí mismo, rebasada la frontera vital de los cincuenta años y sintiendo que no tiene nada que demostrar a nadie, ni tampoco plegarse a gloriosas plantillas del pasado para estar a la altura de su historial. Ya había publicado entonces sus dos libros autobiográficos, y la sombra de la paternidad se cernía sobre estas catorce canciones como una consecuencia lógica de lo planteado en Night thoughts (2016), para el que contaron con un film de Roger Sargent ilustrando cada uno de sus cortes en directos con coartada conceptual. Si nos hubieran advertido de la solvencia de esta pirueta veinticinco o treinta años antes, no nos lo hubiéramos creído. Alan Moulder (el productor detrás de discos como Automatic —1989— de The Jesus and Mary Chain, Mellon Collie and the infinite sadness —1995— de Smashing Pumpkins o Pop —1997— de U2), el gran Craig Armstrong (solo en una canción, la esplendorosa “The invincibles”) y la Orquesta Filarmónica de Praga contribuyen a que canciones como “Wastelands”, “Cold hands”, “Life is golden” y “Don’t be afraid if nobody loves you” puntúen a la altura de los mejores momentos de su discografía. No es un disco perfecto, ni mucho menos. La intensidad tremendista de algunos de sus cortes puede empachar. Pero es una maniobra singularmente valiente si hablamos de alguien que llevaba ya casi treinta años en este negociado, sin necesidad de renovar su fondo de armario para ganarse al público en cada nueva gira. Podrían haberse limitado a vivir de rentas. No lo hicieron.

 

5.- Autofiction (BMG, 2022)

Las guitarras vuelven a crujir. La electricidad restalla de nuevo. La batería muerde, el bajo muscula, saltan chispas de los micros. Dentro de esa dinámica de acción-reacción, Suede vuelven sobre sus pasos como si nada de lo apuntado en el disco inmediatamente anterior les sirviera ya. Dijo Brett Anderson que este era su disco punk. Yo no lo creo, salvo que por punk entendamos el pulso afilado, incisivo, desesperado, urgente, directo y mordaz de once canciones por las que cualquier banda debutante vendería su alma al diablo. Si acaso, es lo más pospunk que han hecho nunca. El recuerdo de la madre perdida agita “She still leads me on”, el deseo aún escuece en detonaciones tan estruendosas como “Personality disorder”, la adolescencia arrebatada resurge en la irresistible garra de “15 again”, el ímpetu de los primeros U2 —o de cualquier banda de fibroso pospunk de los primeros ochenta— revive en los coros de “Shadow self” y el amor refulge en la majestuosidad serena de “What am I without you?”. Dinámico, convulso, borboteante de pasión y con un saludable punto de sobreexcitación que no esperábamos de ellos a estas alturas, este disco es todo un homenaje a una nostalgia no paralizante, sino resignificada al estilo de lo que propone Grafton Tanner en su libro Las horas han perdido su reloj. Las políticas de la nostalgia (2022): recuperar lo mejor de nuestro pasado para revivirlo desde la lectura del presente.

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