Sergio Algora, el campeón de casi todos nuestros podios

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“El suyo era un ánimo volátil y vivaz, chispeante y singular, que permeaba con singularidad en todo lo que tocaba”

 

La reciente publicación de la poesía completa del escritor y músico Sergio Algora lleva a Carlos Pérez de Ziriza a detenerse en la obra escrita del líder de El Niño Gusano, fallecido hace diez años.

 

Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.

 

A Sergio Algora (Zaragoza, 1969-2008) le reventaba un poco aquello del manido surrealismo de sus letras. A ningún músico le gusta verse encasillado en una celdilla genérica, pero en su caso el incordio era mayor porque aquella inaprensibilidad para encajar sus textos según los parámetros de nuestra prosaica realidad se extendían también a sus relatos y poemas. La música era, para él, una más de las extensiones de su creatividad, aunque —sin duda— fuera la más vistosa y la que más pronto sedujo a mucha gente, desde el momento en el que El Niño Gusano despuntaron como la célula más heterodoxa del indie español de los noventa, tan zaherido entonces (no sin razón) por su exceso de mimetismo.

El escritor y vocalista, maño universal, nos dejó antes de cumplir los cuarenta años, y el recorrido que atesoraba su cúmulo de escritos podría haber gozado de mucho más kilometraje: de hecho, un puñado de poemas que permanecían inéditos engrosa el tramo final de “Celebrad los días. Poesía completa” (Chamán Ediciones), el libro que con un primor exquisito han editado este año —desde Albacete— Pedro Gascón y Anaïs Toboso, y que representa el volumen definitivo para entender su lírica. Cinco libros de poemas en uno solo. Más de cuatrocientas páginas. A buen seguro que las alusiones al sinsentido literario de Lewis Carroll, a la psicodelia tamizada por Syd Barrett o al caos controlado de Derribos Arias se quedan definitivamente cortas para embutir un talento como el suyo, que trascendía lo meramente pop, lo intrínsecamente musical. Sergio Algora era mucho más que lo que plasmó al frente de El Niño Gusano, de Muy Poca Gente o formando tándem con Fran Fernández en La Costa Brava. El suyo era un ánimo volátil y vivaz, chispeante y singular, que permeaba con singularidad — así lo cuentan quienes le conocieron bien — en todo lo que tocaba.

“Somos un libro mal escrito, que no para de venderse”, asumía con su particularísimo sentido del humor en uno de los poemas de este compendio que, como suele ocurrir con aquellos músicos que también logran encontrar su propio camino depurando su fórmula, fue también modulando una forma más directa de contar las cosas, de filtrar su visión del mundo. La poesía de Algora —así lo reconocen también los entendidos, aunque al neófito también puede bastarle un rápido vistazo para aseverarlo— tenía vuelo libre, al igual que sus canciones. Y aún pone los pelos de punta la forma en la que, conforme su discurso fue ganando concreción, también dejó entrever aquella fragilidad de su propia existencia (que no deja de ser la fragilidad de todos), ya condicionada por los vaivenes cardiovasculares que le fueron medianamente solventados en un hospital de Zaragoza unos años antes de su muerte, y que tan bien reflejó en “A los hombres de buena voluntad” (Xordica, 2006), uno de sus dos libros de relatos en prosa. En sus últimos pasajes poéticos transpira esa inquietud.

Cabe encajar su poesía —ya que no siempre entenderla— con el mismo talante con el que se disfrutaba de su música. Somatizando la diferencia, asumiendo que había todo un mundo más allá de la sucesión de chanzas ocurrentes, comprendiendo que muchas veces los renglones torcidos son los más adecuados para ir apostillando una vida que casi siempre nada en el sinsentido. Sergio Algora tuvo la virtud de —aunque a simple vista no lo parezca— alumbrar con su luz el desorden natural de las cosas. Y de hacer que nos parecieran mucho más bonitas.

 

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