Pablo Milanés o la eternidad en una canción

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«En Milanés habitó siempre la inquietud del músico, la delicadeza del poeta y la rebeldía de quien, con el pasar de los años, no quiso quedarse anclado al gastado sueño revolucionario del que formó parte»

 

Con motivo de su reciente fallecimiento, Luis García Gil rinde tributo al cantautor cubano con este artículo en el que repasa su trascendental papel en la música, haciendo hincapié en un legado marcado por el compromiso social, la humanidad y la melodía.

 

Texto: LUIS GARCÍA GIL.

 

Corría el año 1977 y España abrazaba un tiempo nuevo. La transición también se construía a golpe de canciones. En aquel contexto de cambio y advenimiento democrático aparecieron Silvio Rodríguez y Pablo Milanés con sus canciones candentes y un sueño revolucionario que no se había desdibujado todavía. Tocaron en Madrid y en sus voces traían los ecos de la nueva trova cubana. Como apuntara Álvaro Feito, en las páginas de la emblemática Triunfo, en Pablo y en Silvio latía una complejidad tanto temática como formal, una exigencia artística que supieron trasladar a una canción social, comprometida, fieramente humana.

En Pablo Milanés convivió la urgente proclama de “La vida no vale nada”, con la delicadeza reflejada en los versos de dura confesión amorosa de “Para vivir”. En todos los casos demostró ser un perfecto constructor de melodías, conocedor profundo de la tradición musical de su país. A principios de los sesenta había formado parte del Cuarteto del Rey, agrupación vocal que le permitió entrar en contacto con la música espiritual y con el blues. En aquellos años, se acercó con respeto y veneración al filin y a la música de tres que había renovado la canción cubana en la década anterior; al filin terminaría dedicando un proyecto musical que tiene su origen en un primer disco grabado en 1981. Milanés venía de la tradición, pero también abrazaba una canción que dibuja un tiempo nuevo y que espolearía su experiencia, desde finales de los sesenta, en el Grupo de Experimentación Sonora del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), que dirigía Leo Brouwer y con el que ofreció una serie de recitales en nuestro país en 1976, el mismo año que editó un disco con su nombre donde grabó uno de sus himnos, “Yo pisaré las calles nuevamente”. Milanés miraba hacia el pueblo chileno golpeado por la dictadura de Pinochet. He aquí un ejemplo eminente de canción política en la que importa el discurso, pero también la forma, la estética, la poesía vibrante y necesaria.

Antes de esa grabación se había mirado en el espejo de la poesía cubana, la de los versos sencillos de José Martí y la de Nicolas Guillén, con poemas cantados como el resonante y luminoso “De qué callada manera”. Milanés fue siempre un cantautor con alma de sonero que irradiaba luz en el escenario, pese a la melancolía de muchas de sus canciones en las que convivieron lo melódico, lo armónico y lo rítmico.

A mediados de los años ochenta se grabó Querido Pablo, que poseía la virtud del homenaje afectuoso de sus colegas musicales cuando ya le perseguía una quebradiza salud. Ahí estaban Víctor Manuel, con el que terminaría girando y grabando un disco titulado En blanco y negro, y Serrat, que llevó en 1976 “La vida no vale nada” como uno de los estandartes de sus recitales del exilio. También se reunieron en Querido Pablo Luis Eduardo Aute, Ana Belén y hasta Miguel Ríos entonando el “Yo no te pido”. “Años”, en la voz de Mercedes Sosa, o la maravillosa “El breve espacio en que no estás” en la de Silvio, marcan dos momentos culminantes de un disco que constituye un perfecto muestrario del cancionero del cubano.

La relación de Milanés con lo más granado de la música española estuvo sustentada en la complicidad más absoluta que le terminó llevando hasta Sabina, con quien compartió “Una canción para la Magdalena” en el disco Pablo querido, segunda parte del Querido Pablo, que se abría con las palabras del escritor colombiano Gabriel García Márquez resaltando la felicidad de cantar que impregnaba el espíritu del cantautor cubano.

Más allá de sus grandes éxitos hay discos notables que bien merecen una revisión, como Despertar, grabado en 1997, con arreglos de Ricardo Miralles y que tiene algo de renacimiento artístico a nivel compositivo y vital. Todas sus virtudes como retratista de la vida y de los sentimientos, como cantor del amor y de lo cotidiano, están presentes en ese álbum de consciente barroquismo al que seguirán otros como Días de gloria, ya en el 2000, o ya adentrándonos en el nuevo siglo Regalo o Renacimiento, en el que destacaba la magistral y evocadora “Dulces recuerdos”. Grabó, ya en su última etapa, hasta un disco de estándares jazzísticos como una forma de regresar a la raíz, al origen, a la semilla, tal como hacía en su vertiente de consumado bolerista.

Una obra como la de Pablo Milanés merece ser vista más allá de los lugares comunes que marcan canciones como “Yolanda”, que no es precisamente la mejor composición de su lustroso repertorio. En Milanés habitó siempre la inquietud del músico, la delicadeza del poeta y la rebeldía de quien, con el pasar de los años, no quiso quedarse anclado al gastado sueño revolucionario del que formó parte. Ese desencanto terminó definiéndole y dejó huella también en su prolífico cancionero, legado indestructible que nos deja en herencia.

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