Mirlo blanco, de Vega

Autor:

DISCOS

«Es, más que un disco, una historia; un despliegue de sentimientos que se ve envuelto en música»

 

Vega
Mirlo blanco
La Madriguera Records, 2022

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Mirlo Blanco, el octavo disco de estudio que nos regala Vega, es, más que un disco, una historia; un despliegue de sentimientos que se ve envuelto en música como podría envolverse en cualquier otra manifestación artística. Y, más que historia, es una ebullición de sufrimientos que se han trasladado a cápsulas musicales. Y ello, sin saber nada del magma que late, cualquier oyente lo percibe a la primera. Sin saber objetivamente por qué. Es imposible saberlo, va más allá de los problemas de malestares interiores y físicos que la asaltaron en 2020 y de los que les costó salir.

La apertura no da pistas objetivas. Se trata de un canto euskaldún compuesto por Mikel Laboa, sobre un poema de Joxean Artze, que habla de la libertad y la posesión, pero constituye una buena declaración de principios para dar paso a “Mirlo blanco”, que no es causal que sea el título del disco, puesto que habla de reconstruirse, de la conciencia de ser mujer y de la energía que nos puede sostener, una energía que el punteo impresionante de la guitarra también sostiene.

Y si ha de recomponerse ha de ser tras la caída, y la caída la relata en “Mortal”, con una instrumentación obsesiva que es análoga a la obsesión de un ánimo deprimido, de la desazón. En ella es donde se abre en canal. Y quiere abrir esa posibilidad a todas las compañeras con “¡Ladra!”, que reclama la potestad de las mujeres de ofrecer su opinión con autoridad y sin ambages. Tiende en ella a lo iberoamericano, con esas palmas y percusiones tribales.

Partimos de la pandemia –un día se tendrá que hacer un recopilatorio de sus canciones–. “Un golpe” se nutre de las prioridades, de la necesidad de unirse con los nuestros. Vega busca una salida que encuentra en la infancia. Los coros de niños en una canción suelen estragarla o hacerla grande, en “Aire” aparecen al final, tras la voz de Vega, y apuntalan la emoción de preservar la infancia. Una infancia que también aparece en “Casa-Madrid”, más dramática en el estribillo, poniendo en tensión su amor a la ciudad y el confinamiento que la pilló en casa de sus padres, en Córdoba, con su casa cerrada como si fuera a volver al día siguiente. Se diría que, en todas ellas, los patrones beben directamente del clasicismo de grandes damas de la canción como Luz Casal.

Una dama de la canción -el poderío vocal en “Patria”, un homenaje al rock andaluz impresionante- en la que está a punto de convertirse, si no lo ha hecho ya. Se demuestra también en “Contigo” –junto a Manuel Carrasco-, que habla de la complicidad con su marido, en una confesión cercana con una instrumentación reposada. Emociona la súplica, la repetición del «contigo» final, casi susurrada. Un tercer paso es el desamor, que hace mella en “Sobrevivir”, una canción febril, de breve intensidad. La ruptura se desata mordiendo, ya no caben más personas en el desamor y no se encuentran otras manos que apretar.

La rabia con la que enfoca el futuro se hace luminosa –como la salida a la depresión– en “Bipolar”. No piensa rendirse y la resolución última quizás se dé en “Dioses y demonios” –también atenta a lo iberoamericano, pero en este caso más en la estela de los cantautores– con su resolución de tirar adelante, contra todo, contra todos y contra ella misma. Es un disco crudo, plagado de sensaciones, en el que el esfuerzo por salir del agujero emocional al final logra despuntar y dejar atrás, aunque sigan como lastre, los momentos difíciles, aquellos en los que la necesidad de ser libre se resuelve en intensidad y orgullo.

Anterior crítica de discos: Lifelines, de Lava Fizz.

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