Manolo García y Quimi Portet: Gorditos de felicidad

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“Llega el himno de todos los himnos, ‘Insurrección’. Y ahí el robo es a gran escala, los miles de asistentes no perdonan una sílaba”

 

Manolo García y Quimi Portet celebraron en Madrid el primero de los cuatro conciertos que les vuelven a juntar en los escenarios para rescatar los repertorios de Los Rápidos y Los Burros, regalando algunos himnos de El Último de la Fila. Allí estuvo Arancha Moreno.

 

 

Los Rápidos y Los Burros
La Riviera, Madrid
19 de febrero de 2016

 

 

Texto: ARANCHA MORENO.
Foto: A. LAGUNA.

 

 

“Cuando los grupos (antiguos) se reúnen me da un poco de grima ver a unos señores gorditos. De uno en uno somos soportables, pero juntos no me mola”, decía Quimi Portet en el sexto número de “Cuadernos Efe Eme”, sobre la posibilidad de revivir en un escenario a El Último de la Fila. Ni Manolo García ni Quimi andan por la labor de resucitar a su grupo más venerado, pero sí querían resucitar a sus dos primeras bandas, Los Rápidos y Los Burros, para cuatro conciertos puntuales y “revivir nuestros fracasos”, sonreía Quimi entonces.

Como una gran banda de rock and roll en plena década de los ochenta: así saltó al escenario de La Riviera el grupo encargado de realizar la hazaña, un cruce de músicos de varias etapas. Además de dos coristas, acompañando a Manolo y Quimi estuvieron Josep Lluís Pérez (guitarra), Esteban Hirschfeld (teclados), Lluís Visiers (batería), Ángel Celada (batería) y Antonio Fidel (bajo). Este último no dejó de sonreír en todo el concierto, partícipe de una felicidad que se respiró arriba, en los rostros de los músicos, y abajo, en el de los asistentes, con muchas ganas de hacerse fotos, cantar a pleno pulmón y descorchar recuerdos.

 

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Ya se sabe que, al abrir el baúl del recuerdo, uno puede encontrarse con el efecto Karina (cualquier tiempo pasado parece mejor) o con la decepción: el tiempo a veces da lustre a algo que no brillaba tanto. El reto era comprobar con qué se iban a encontrar al revivir los repertorios que alumbraron a primeros de los 80. Y el resultado fue que al pisar el escenario la energía de sus inicios permanecía intacta, como guardada en formol durante más de tres décadas. Pero en la superficie algo había cambiado: no estaban en un bar pequeño, con un embudo como sombrero, acompañando a las canciones con cualquier excentricidad que se les ocurriese, no. Estaban en una sala grande, con todo vendido, y vestían chaquetas brillantes, como un mago elegante a punto de demostrar un gran truco: que hasta los versos y las melodías olvidadas, las que el público no llegó a corear por cientos, pueden tener una segunda vida más de tres décadas después. Y así fue.

Las chaquetas con brillo les duraron un par de asaltos, porque si algo no tuvo la noche fue purpurina y efectos especiales. Sí tenía un halo ochentero, como en los tiempos en los que encenderse un cigarrillo en el escenario no estaba prohibido, y los carteles anunciaban a Miguel Ríos con “El rock de una noche de verano”. Al final, no hay puente más poderoso para la memoria que una canción que te lleva al momento en el que fue gestada. Y de eso se trataba: de cantar temas del primer disco de “Los Rápidos” (1981), como el ‘No, no, no’ con el que abrieron el show o ‘Septiembre’, y canciones del “Piensos Luegoexisto”, como ‘Ausencias’ o la casi reggae ‘Gladiadora’. Y en todo momento, Manolo serpenteaba por todo el escenario sin parar quieto: corría, animaba, daba la mano a las primeras filas. Y cuando abordaron ‘Navaja de papel’, descendió de las tablas para acercarse al público y cantarles, de tú a tú, el estribillo: “Volveré a caminar entre la tormenta/ bajo un cielo de cristal cuando empiece a llover/ y pintada en las esquinas, mi sonrisa en venta”. Primeras letras en las que ya dejaban ver las líneas que seguiría el resto de su carrera: imágenes, metáforas y poesía. Y llega otra balada, ‘San Gennaro’, tras la que Manolo y Quimi se juntan en el escenario, y el público, divertido, les grita un “Que se besen”.

Sin llegar al beso, ni a los temas populares, el gentío estaba encantado de conectar con lo que ocurría en escena, y lo estuvieron aún más con los clásicos de Los Burros: la indescriptible ‘Mi novia se llamaba Ramón’ (¿se han parado a escuchar la letra? “Estoy triste. Ayer mismo mi novia murió. Tan bonita y un camión me la atropelló. Su bello cuerpo quedó aplastado, su cráneo roto como un balón. Su nombre no es de lo que se olvidan. Mi novia se llamaba Ramón”), ‘Portugal’, ‘Te quiero bastante’ y el energético ‘No puedo más’, en el que el vocalista, a lo Rafa Nadal, sujeta el micrófono con la boca. Y como no pueden más, se van un rato, mientras abajo la gente deja patente sus ganas de escuchar la etapa más famosa de la pareja musical: “¡Último! ¡Último!”. Si no es ahora, ¿cuándo?

 

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A su regreso, Manolo sale abotonándose la camisa y abriéndola y cerrándola rápido (no vaya a ser que veamos a esos “señores gorditos” que no le gustan a Quimi, aunque no lo están), con su tono cómico y divertido, en el que demuestra ser el perfecto anfitrión de una fiesta en la que disfruta integrando a los invitados. Con ‘Disneylandia’ se acaba el homenaje a sus dos primeras formaciones. El cantante reconoce que saben que hay canciones que el público quiere escuchar, y les regalan unos temas como fin de fiesta. Así llega la traca final, que inauguran con ‘Llanto de pasión’ y ‘Aviones plateados’, la canción más hermosa de su discografía conjunta para quien escribe estas líneas, un sentimiento que parece compartir la sala, a juzgar por el entusiasmo con la que es coreada. Tras ella, otro par de clásicos con nombre de mujer, ‘Sara’ y ‘Querida Milagros’, esta última arrancada por el respetable antes siquiera de que Manolo dijese una palabra. Ya se sabe: cuando el público roba una canción, es porque es suya.

Se palpan los últimos compases de la noche con el tema de Quimi ‘Mi patria en mis zapatos’, entonada como un profundo canto a la libertad, quizá con más sentido aún que cuando fue escrita hace treinta años. En ese instante llega el himno de todos los himnos, ‘Insurrección’. Y ahí el robo es a gran escala, los miles de asistentes no perdonan una sílaba, llevan coreándola tres décadas, y dos de ellas sin poder escucharla en directo de mano de sus creadores. En lo alto de la sala, un cronista de melena griásacea lleva todo el concierto alternando sus dedos entre las teclas de su portátil y los golpes al aire de su batería imaginaria; subiendo sus manos del teclado al techo para dar rienda a su emoción al ver a uno de sus grupos de juventud. Qué disfrute poder conectar con la energía del pasado y con canciones que nunca envejecerán, pero qué disfrute también ver que Manolo, Quimi, sus músicos y hasta el periodista se siguen emocionando mientras trabajan. Milagros (queridos) que solo consigue la bendita música. Con una primera noche de soñado reencuentro, se despiden García y Portet. Ligeros de peso, pero gorditos de felicidad.

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