La niña de Rusia, de Celia Santos

Autor:

LIBROS

«Bajo la trama, la arquitectura se revela modélica»

 

Celia Santos
La niña de Rusia
EDICIONES B, 2022

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Las noticias sobre la guerra en Ucrania, que durante este año son el centro de atención informativo de toda Europa, han traído de nuevo a primer plano el tema de los refugiados. Es un asunto que, en todo caso, no parece abandonarnos nunca, para vergüenza del ser humano. Aun así, la situación geopolítica hace necesario que se hable de ellos y seguramente el lector conocerá a alguna familia que haya acogido en este año a algún niño ucraniano. Este cronista conoce a varias.

La situación que vive el norte de Europa en nuestros días, la vivimos en España hace exactamente ochenta y cinco años. De aquellas, un buen contingente de niños salió de su tierra —sobre todo en barco— hacia países que los acogieron y les permitieron huir de los horrores que estaban viviendo en las calles de sus ciudades. Fue el primer caso de evacuación masiva a causa de la guerra, y se habla de que casi cincuenta mil niños adoptaron la condición de refugiados. Casi tres mil de ellos tenían como destino la Unión Soviética. Se instalaron en primera instancia en Kiev y otras ciudades ucranianas —que de aquellas eran parte de la Unión Soviética—, donde estuvieron cuidados con mimo y se atendió especialmente a que se sintieran de nuevo dentro de una familia.

Una de las niñas que partió del puerto de Santurce en el buque Sontay era Teresa Alonso. Antes de este embarque, el libro ofrece los contextos, los antecedentes desde el día que los sublevados se alzaron en armas. Y la circunstancia principal es estremecedora. El primer capítulo focaliza el bombardeo de Guernica con las palabras justas, exactas y necesarias. No hace falta ninguna más.

El inicio, pues, dirige sus líneas hasta el momento en que la expedición tiene su salida oficial. Se combinan momentos tiernos, como el tren lleno de niñas que se dirigen al barco; duros, como el cambio de este barco a un carguero; dramáticos, como la tormenta y el regate a los nazis al pasar por costas alemanas. Al llegar a la casa de niños de Kiev, las relaciones entre ellos hacen que formen una pequeña sociedad —una tribu— que en hilos laberínticos sostendrá la estructura de personajes durante el resto de la novela. Y entre ellos está Ignacio. La atracción entre él y Teresa es inocente, una estampa de amor puro, bello, que va a sostener para siempre sus corazones, a pesar de que estén separados.

Una Teresa que se establece como perito electricista y que se ve sorprendida por la Segunda Guerra Mundial y por el cerco de Leningrado, casi tres años de asedio en el que comer un mendrugo de pan duro era una fiesta. Las mujeres son las que sostienen los ánimos y la logística, son las que ayudan a los enfermos en el hospital, cavan trincheras y apagan las bombas incendiarias que tiran los nazis. Los escenarios son dantescos y la prosa de Celia Santos sabe despertar las neuronas espejo para que el lector derribe la cuarta pared y sienta lo que sienten los personajes.

Teresa logra escapar del cerco y pasa cincuenta días en un tren —sin alimentos ni agua— que la lleva a las laderas del Cáucaso, que cruza en un ambiente de alegría por la liberación —auténtica, de la que vence a la muerte— antes de sufrir una emboscada de los nazis. Años en Georgia, desde donde va reencontrando, poco a poco, a sus viejos amigos, hecho que se acrecienta tras su regreso a Moscú.

El final del libro, un epílogo que parece de obligado añadido para repasar brevemente la vuelta a España de Teresa, resulta también estremecedor. Ya no es tanto la historia del siglo veinte en Europa, uno de los recorridos del libro, sino la pintura de un pobre país, que Teresa redescubre en el barco que la lleva a Castellón y que ya no significa nada para ellos. Es, quizás, otro libro, otra historia, que sociológicamente resulta interesantísima. Los niños de Rusia que volvieron sintieron como algo sólido el desprecio, parecía que molestaran. Fueron moneda de cambio de Franco para que la CIA los interrogara durante días y días y apenas tuvieron ninguna ayuda que los permitiera integrarse de nuevo en un país que, al fin y al cabo, por mucho que el régimen quisiera impedirlo, era el suyo.

Este es, en esencia, el hecho argumental de la novela. Pero, bajo la trama, la arquitectura se revela modélica. Perfectamente documentada —en un trabajo que no se ve a primera vista pero que ha sido de orfebrería— y estructurada con escuadra y cartabón, la palabra late en el texto y la narradora logra hacer emerger, entre el cúmulo de datos, muchas palabras verdaderas. Las palabras de Teresa, porque Teresa todavía vive, con noventa y siete años muy bien cumplidos y, aparte de algunos achaques propios de la edad, perfectamente lúcidos. Hace mandalas y cada día va a nadar una hora a un estupendo gimnasio que tiene cerca de casa. Atiende a todo el mundo y siempre tiene algún regalo para el que va a verla. No se da cuenta de que el verdadero regalo, ese que te hace llorar lágrimas de sorpresa y alegría, es que ella haya existido y todavía exista.

Anterior crítica de libros: Todo lo que importa sucede en las canciones, de Fernando Navarro.

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