El oro y el fango: Los discos, como los yogures, tienen fecha de caducidad

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«Como el cliente siempre tiene razón, esto puede conducirnos a un escenario en el que los artistas, cada poco tiempo, lancen únicamente una nueva canción, olvidándose de los elepés: será la que se difundirá en las redes sociales, de la que se rodará un clip y la que se venderá en descarga»

 

El final de los discos físicos es solo un paso más de un cambio de paradigma que trae consigo la sustitución del álbum por la canción en las preferencias de los consumidores.

 

 

Una sección de JUAN PUCHADES.
Ilustración: BORJA CUÉLLAR.

 

Soy de los que piensan que aunque no nos guste la realidad, conviene adaptarse a ella cuanto antes y así evitar disgustos. No importa que esta, la realidad, en ocasiones se presente muy cruda y el futuro inquietantemente incierto, si es lo que hay, a apechugar con ello, no queda otra. Los que seguimos de cerca el devenir de la música popular, somos plenamente conscientes de que estamos viviendo el fin de una era, y hay que asumirlo: ya no es que se acabe el soporte físico, dramático de por sí, sino que los mismos álbumes (eso que podemos llamar «colección de canciones») parece que hayan entrado en imparable fase de recesión, de contracción, que su fecha de caducidad, como en los yogures, esté a la vuelta de la esquina.

Los cambios de formato, en todo caso, y desde los lejanos días de los discos de pizarra, han sido frecuentes: Los singles (dos canciones, una por cara) y los epés (cuatro canciones, dos por cara; no está de más recordar estas cosas), previos al advenimiento del long play (lo que aquí conocimos como larga duración o elepé, también álbumes), fueron los que definieron el modelo discográfico en los comienzos del vinilo, vinculados a unas pocas canciones. Pero con la aparición del elepé y el desarrollo de obras pensadas como tales, no meras recopilaciones de canciones publicadas previamente en discos pequeños, y desde los años sesenta, con los Beatles y los Beach Boys como principales responsables, el álbum pasó a ser «la obra». El elepé se transformó en el soporte natural sobre el que los músicos trabajaban; recogían canciones compuestas durante un determinado periodo de tiempo para conformar un único trabajo que las agrupaba y las dotaba de unidad (ya tratamos todo esto en otra entrega de «El oro y el fango»). Desde mediados de los setenta, el álbum (en vinilo o casete) fue arrinconando poco a poco al single entre las preferencias de los aficionados, se había acabado aquello de ofrecer dos o cuatro canciones, los buenos melómanos buscaban el placer de escuchar obras completas compuestas de diez o doce temas. Luego, desde finales de la década de los ochenta, el cedé vino a consolidar este formato (en ocasiones no para bien, pues dada la más amplia capacidad del nuevo soporte, muchos discos fueron inflados innecesariamente, en duración de las canciones y en el número de estas).

En los últimos años, con la transformación masiva en los modos de consumo musical mediante las descargas digitales, parece que lo que se busca de nuevo (por eso que llamaríamos «la masa», que melómanos cada vez quedan menos) es la canción, la solitaria canción. El álbum cada vez importa menos y, es previsible, antes o después acabará por ser arrinconado, de la misma forma que él acabó con el single. Como el cliente siempre tiene razón (se supone), esto puede llevarnos a un escenario en el que los artistas, cada poco tiempo, lancen únicamente una nueva canción (incluso se perderá la siempre socorrida cara B de los singles al no existir estos), olvidándose de los elepés: será la que se difundirá en las redes sociales, de la que se rodará un clip y la que se venderá en descarga.

Los datos cada día apuntan con más claridad hacia ese futuro, y en las discográficas (los lugares desde donde todavía mejor se toma el pulso a lo que sucede con la obra grabada) saben que la desafección generaliza hacia la música (en el fondo se trata de eso, no cabe la menor duda) está provocando ya fenómenos sorprendentes: son conscientes que lo que tenga que pasar con un disco (con un álbum) o sucede en los primeros días de venta, o ya no hay nada que hacer. La vida comercial de los álbumes se ha acortado drásticamente. Lo que antes eran segundos o terceros singles y hoy son videoclips (que perfectamente podían revitalizar las ventas de un álbum, como ha sucedido en tantas ocasiones), no conducen a nada, no mueven las ventas e, incluso, las visitas del primer videoclip al segundo de un mismo disco pueden caer drásticamente (en el pop español, del orden del setenta por ciento): se supone que la gente ya conoce la canción (incluida semanas o meses atrás en el álbum) y el nuevo videoclip le da lo mismo, no lo espera y no tiene interés por visualizarlo (al final va a resultar que no soy el único al que no le gustan los clips). Es como si la gente solo estuviera atenta a nuevos «contenidos» (me temo que de eso se trata…). No tengo datos (no lo controlo todo y la música más abiertamente comercial se me escapa por completo) y no sé si hay experiencias de artistas que ya solo estén trabajando en canciones sueltas: con estrenos cada equis tiempo de temas inéditos. Pero estaría bien saber qué sucede en esos casos, porque por ahí se va a decidir el futuro más inmediato de las grabaciones musicales.

Más allá de la tristeza que pueda producir la desaparición del álbum, creo que cabe plantearse algunas preguntas: ¿Sin elepés, de qué repertorios se nutrirán los conciertos? Si el lanzamiento de un álbum nuevo es la excusa para que un artista se ponga en promoción, ¿justificarán canciones sueltas la promoción tal y como la conocemos en la actualidad; porque qué interés tendrá, por ejemplo, entrevistar a un tipo para que hable de una única canción? ¿Motivará un tema nuevo el comienzo de una gira como sucede ahora con los álbumes? ¿Qué pasará con todas las canciones que el músico escribe y que nunca serán lanzadas como single (vídeo…)? Nadie tiene respuesta, aunque parece evidente que será en las orillas del pop comercial donde la canción sustituya abiertamente a los álbumes en el interés de la gente, mientras que en el rock y demás géneros donde el autor y/o el intérprete importan de verdad, se podrán mantener los álbumes (muy probablemente sin edición física, o en tiradas muy pequeñas) como medio para agrupar colecciones de canciones, pero, de ser así, la brecha entre la comercialidad y la calidad (por emplear términos inteligibles y diferenciadores con los que entendernos) será más amplia que nunca: puede suponer la imposibilidad de que ambos mundos, como ocurría en el pasado, hallen lugares de encuentro y que obras de calidad alcancen grandes cifras de venta. Pero esa brecha ya existe, ya está abierta y cada día se amplía más: solo hay que sintonizar la radio musical convencional para comprobar que la reconciliación (que sería una de las pocas salidas que le quedaría a la música popular) parece imposible. Y no hay que olvidar que la radio, hoy por hoy, sigue siendo el motor que genera las ventas (o la difusión masiva).

Anterior entrega de El oro y el fango: 1977-1980, los años que cambiaron el rock español.

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