El arte es la huella que nos deja (una aproximación a Patria)

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EN EL ÁNGULO MUERTO

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“Aramburu ha conseguido abrir una ventanita en todos sus personajes, un bestial ejercicio de empatía llevado hasta sus límites a través de la narrativa”

 

A raíz de su lectura de “Patria”, de Fernando Aramburu, Arancha Moreno reflexiona sobre la brillante narrativa del escritor, pero también sobre lo que de verdad importa cuando un espectador descubre una obra.

 

Una sección de ARANCHA MORENO.

 

Para escribir un libro sobre un músico debes haberlo seguido durante largo tiempo. Escuché esa afirmación en uno de esos bolos literarios en los que nunca pensé que acabaría, ni por asomo, durante aquellos disparatados meses de encierro en los que me dediqué a hilar las palabras de mi primer libro. Haber seguido musicalmente a Iván Ferreiro durante años, en lo personal y en lo profesional, pareció convencer a mi interlocutor de que mi aventura literaria tenía sentido. Porque no se puede escribir de algo que no has vivido a tiempo real, algo de lo que no te has empapado y a lo que has llegado, mucho después, por accidente y de sopetón. No era mi caso, pero defendí también lo contrario. Nunca se sabe a qué altura del camino te va a interesar una parada, y vas a apearte para ver qué te has perdido, o detenerte en aquello de lo que oíste hablar, pero en ese momento no prestaste demasiada atención. Tenemos derecho a volver sobre nuestros pasos para contemplar aquello en lo que no nos habíamos detenido. Y sumergirnos profundamente, si llega el caso.

En septiembre de 2016 cumplí 35 años y Fernando Aramburu alumbró “Patria”. No tardó en convertirse en el libro del año, pero yo estaba en otra guerra distinta. Lo veía en las librerías, sobre las mesitas de las novedades y en las estanterías de lo más vendido. Un libro ambientado en la sociedad vasca durante los años de plomo de ETA. Lo recomendaba gente que conocía. Alguien de mi familia lo compró. Seiscientas páginas… En ese momento me parecía incompatible escribir un libro y leer otro tan largo. Lo fui dejando en la lista de asuntos pendientes para cuando tenga tiempo. Qué absurdez. Como si cada día no tuviéramos un rato, aunque sea mínimo, para leer. Ahí se quedó casi dos años, hasta estas vacaciones, que concedían la tregua perfecta para sumergirse en un libro que no quería dejar a medias por culpa de la rutina. Y lo metí en la maleta.

Abrí la solapa y empecé a leerlo sentada bajo un árbol de hojas tropicales, en medio del campo, en algún lugar entre Carrapateira y Aljezur, en el Algarve portugués. Se escuchaban pájaros, gallinas y un motor lejano. Nada más empezar me detuve a releer la primera página, para entender bien lo que el narrador me estaba planteando. Me había deslizado dentro de la cabeza de una de las protagonistas, pero sin avisar. El narrador dibujaba la escena y también lo que pasaba por la cabeza de Bittori sin ponerlo entre comillas, ni a través de diálogos. Sin hacer ninguna pausa, ni usar cursivas. Leía al narrador, pero notaba que hablaba ella porque se distinguía su voz. Me agradó el juego de tener que acomodarme a un narrador que no me lo iba a poner aséptico y fácil. Me pregunté si sería así hasta el final y solo alrededor de su cabeza.

Descubrí que sí y que no. Porque no tardó en aparecer Miren, y también pude introducirme en sus pensamientos. Y en los de Nerea y Arantxa, el Txato y Joxian, Gorka y Joxe Mari. En la mente de una persona asesinada por ETA, en la mente de un terrorista que cree sacrificarse por una causa. En la mente del que condena y del que defiende, del que sufre de un lado y del otro. No me estaba colando solo en la cabeza de la víctima o del ejecutor. No estaba solo empatizando con el miedo o el dolor, ni descubriendo la frialdad con la que se gesta la violencia. Aramburu decidió llevarme por todas las mentes y por todos los tiempos, atrás y adelante, para romper con una forma de narrar, pero también con una forma de mirar.

Sabes que estás atrapado en algo cuando dejas de escuchar lo que sucede a tu alrededor. Ya no oía los pájaros, las gallinas, el motor lejano. No sabía ni qué hora era. Las voces iban sucediéndose y mostrándome sus heridas de guerra antes, durante y después de que les cambiase la vida. Reflejando una parcela de la sociedad que hemos vivido todos, más o menos cerca, mientras ETA pegaba tiros y ponía bombas, casi antes de ayer. Una realidad tan próxima que aún no ha podido cicatrizar, dibujada a través de los pensamientos y los hechos. Dejándonos mirar dentro sin meterse directamente en una trinchera señalando al culpable. Sin más juicios de valor que mostrándonos el pensamiento y la acción.

No leí seiscientas páginas. Me paseé por decenas de corazones y cabezas. Vi esos escenarios, cómo se tuercen las relaciones, cómo se interiorizan ciertos conceptos, la necesidad de defenderse cuando uno decide emprender la guerra. Me conmovió esa manera tan fascinante de mostrarnos una historia tan cruda desde todos los ángulos posibles, con una mecánica tan revolucionaria. Sus saltos temporales, esos que nos enloquecieron a muchos cuando empezamos a ver «Perdidos», aquí cobraban otro sentido. Eran un reflejo de la vida. Porque en la vida no se camina solo por el presente y en línea recta. Andamos de frente, y en diagonal, y a ratos nos sentamos en algún bordillo, o retrocedemos, y miramos hacia delante antes de volver a girar la vista atrás. Y no miramos todo igual, ni todos igual. Por eso es importante que la narrativa sea capaz de estar en tantos sitios, personajes y sentimientos a la vez. Porque así vivimos.

Hay un par de momentos en “Patria” en los que los personajes desean entrar en la mente de los demás. Lo dice Joxian sobre su hijo Gorka: “Qué pena que no tenga una ventanita en la cabeza para mirar dentro”. Está preocupado porque es un chico raro, solitario, que prefiere encerrarse en su casa antes que salir con sus amigos. Porque tiene “la fiebre de leer”. Esa fiebre que algunos tenemos por temporadas, y que a veces nos engancha a través de la intriga. Aquí no se trata de averiguar quién hizo qué. Lo que importa es entender cómo funcionan las mentes. Aramburu ha conseguido abrir una ventanita dentro de todos sus personajes, un brillante ejercicio de empatía llevado al límite a través de la narrativa. Quizá yo llegue tarde para explicar su fascinación a quien ya lo ha leído. Tal vez me perdí una parte del camino que recorrieron el autor y el libro en los medios y en boca de miles de lectores. Pero creo que cada uno llegamos a los libros, los discos y a cualquier tipo de arte cuando tenemos que llegar, y eso no impide que podamos abordarlo con dedicación a través de la pluma. Lo importante no es haber llegado el primero a un artista, o a su obra, ni recorrer todo el camino a la par sin perder detalle de todo lo que ha sucedido mientras tanto. Lo importante es lo que nos provoca cuando lo descubrimos. Las horas que perdemos la noción del tiempo, el poso que nos deja. Lo que nos hace sentir. Lo importante del arte es, al final, la huella que nos deja.

Anterior entrega de En el ángulo muerto: Mi abuelo y Coque Malla.

 

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