Discos: «Another self portrait (1969-1971)», de Bob Dylan

Autor:

«Ya quisieran muchos de los nuevos tradicionalistas entregar una obra tan agradecida como Another self portrait»

 

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Bob Dylan
“Bootleg series volume 10 – Another self portrait (1969-1971)”
SONY

 

Texto: JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

Cuarenta años después sonroja un poco tanto escándalo. Ya, «Self portrait» fue un capricho a ratos penoso. Abundaban las versiones inanes, las coplas pop cantadas sin pasión, los coros y arreglos repeinados, ¡pero de ahí a sospechar que su autor había sido suplantado por un sosias al servicio del mal! Claro que entonces el rock contaba. No se había jibarizado hasta encajar en los irrelevantes nichos de la era Facebook, intercambiable pasatiempo junto a los videojuegos o el fútbol. Y nadie más reverenciado que Bob Dylan, el profeta simbolista recluido en Woodstock tras su accidente del 66 y desde donde enviaba señales contradictorias, discos soberbios como «John Wesley Hardin» que, sin embargo, tenían mosca a la contracultura. No, Bobby no podía haber renunciado al fiero rock and roll o al sacrosanto folk para sustituirlo por, uf, el country. Luego, en fin, publica el chapucero cajón de sastre que nos ocupa y el cabreo será tan rotundo que en meses responderá con un disco también escorado a Nashville pero al menos lustroso, «New morning».

«Self portrait», decimos. Mejor, mucho mejor: «Another self portrait». Décima entrega de las «Bootleg series». Una estupenda noticia porque la gente de Sony sigue empeñada en trabajar al pairo de las modas, reactivos a la tentación de obviar los pasajes oscuros. En esta ocasión entregan un doble estupendo… A partir de una reinvención del disco más odiado de Dylan. Un artefacto cosido con joyitas de las sesiones de «Self portrait» y, en menor medida, de «Nashville skyline» y «New Morning». Abrumadora presencia de clásicos blues, country y folk limpios de pijadas y que refuerzan las similitudes respecto al artista de las «Basement tapes» o el de «Good as I’ve been to you». Ese que pelea por rellenar el tanque de vuelta a las raíces, a los vocablos anclados en su depósito sentimental.

Hay, claro, cortes menores. Curiosidades junto a George Harrison –y no es culpa de George, cuya guitarra enamora, sino de la condición anecdótica de lo que interpretan– y etcétera, compensadas al escuchar al de Duluth acompañado por unos inspiradísimos David Bromberg y Al Kooper. Maravillosas recreaciones de originales como ‘Went to see the gipsy’ o ‘When I paint my masterpice’, dos canciones fundamentales porque en ellas indaga en el bloqueo creativo que lo carcome desde el 68. Magníficas reelecturas de ‘Alberta’, ‘House carpenter’, ‘Spanish is the loving tongue’, ‘Copper kettle’, ‘Little Saro’. Los años de la amnesia, cuando tuvo que «aprender a hacer conscientemente lo que antes lograba de forma inconsciente» (declaraciones de Dylan a Jonathan Cott en 1978) fueron ricos, si no en inspiración frente al papel, sí en un ajetreado viaje hacia las fuentes de su imaginario poético. Duele corroborar que mediante injustificados descartes y arreglos dudosos estropeó un disco amable y elegante para elaborar otro que fue puro juego de espejos, por decirlo con Clinton Heylin, entre la autoparodia y el bromazo sin excesiva gracia. Un estropicio que este retrato paralelo arregla a medias, pues el original no puede borrarse, aunque permite disfrutar de un artista en permanente búsqueda. Ya quisieran muchos de los nuevos tradicionalistas entregar una obra tan agradecida como «Another self portrait».

Lástima que el concierto junto a The Band, de la misma época, solo haya sido incluido en la edición de lujo y a un precio infame. Imprescindible recital por gemas como ‘I pity the poor inmigrant’ y su arrebatador acordeón. Gracias a una perfecta ‘To Ramona’ o la bellísima ‘I dreamed I saw St. Augustine’. Cuando en ‘I’ll be your baby tonight’ y ‘The mighty quinn (Quinn the eskimo)’, grupo y cantante encienden todos los motores, el hechizo de una jam relajada y casi borracha, la punzante guitarra de Robbie Robertson, la exuberante batería y voz de Levon Helm, y en general el magisterio de Richard Manuel, Rick Danko y Garth Hudson, más el entusiasmo que transmite un Dylan exquisito que ha renunciado al fuego verbal en favor de las tradiciones, operan el milagro de situarnos ante el tour nunca cumplido de las «Cintas del sótano» mezclado con la fase Nashville. Varios peldaños por debajo de las reencarnaciones en directo del 66, el 75/76 o el 79/80, pero incluso así indispensable.

Anterior crítica de discos: “El duelo”, de Duncan Dhu.

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