Bunbury: 50 años, un país y canciones

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“A Bunbury no le faltan las canciones, pero hablamos poco de ellas”

 

Enrique Bunbury, una de las figuras esenciales de la música española, hoy cumple 50 años. Recordamos la efeméride con este homenaje de Juan Puchades.

 

Texto: JUAN PUCHADES.

 

Hoy Bunbury cumple medio siglo de vida, 50 años. Efeméride de las redondas que servirá para que unos se alegren y otros se caguen en todo lo suyo. Porque pocos músicos despiertan tanta pasión y odio como Enrique Bunbury. Síntoma de que no deja indiferente, lo que parece bastante positivo si te dedicas al arte.

El enconado odio y la entregada pasión surgieron allá por la recta final de los años ochenta, cuando el jovenzuelo Bunbury lideraba a los tan criticados como exitosos Héroes del Silencio y, arrogante, ofrecía una imagen desatada, la del que estaba dispuesto a pegarle unos cuantos mordiscos al mundo hasta zampárselo él solo. Entonces cada cual tomó posición, unos a un lado y otro al otro. Ahí el amor, allá el odio. Igual de profundos ambos.

Tres décadas después —y que conste que analizo únicamente lo sucedido en España; en América todo ha distinto— nada ha cambiado demasiado, las posiciones quedaron fijadas hasta hoy, con la única diferencia de que hubo amantes que no entendieron su camino solista y abrieron un nuevo bando, el tercero: el del rencor. Ahí se refugian los que no le perdonan que abandonara al grupo de su juventud (la de él y la de ellos) para volar libre y constantemente insisten en “el regreso”, parece que asumiendo con entusiasmo lo falso que tal cosa resultaría.

Más allá de las ideas preconcebidas sedimentadas a lo largo de los años, uno cree que no se ha hecho el ejercicio de escuchar con detenimiento la obra solista de Bunbury. Cierto que no es fácil oír música española de calidad en la radio comercial, única manera de sintonizar casualmente con canciones que no seleccionemos nosotros por medio de un clic. De haber sucedido así, quizá algunos habrían descubierto el enorme cancionero que atesora desde “Radical sonora” (1997) hacia aquí, el que lo sitúa como uno de los más formidables compositores de nuestro tiempo: entregado y formado (es un melómano quizá hasta excesivo), elude las etiquetas y las fronteras del rock hace tiempo le quedaron estrechas. De hecho, él mismo suele hablar de “canción popular electrificada” para fijar el territorio en el que se mueve, término bien bonito que, sin embargo, no ha calado.

Además, con Bunbury ha prevalecido aquel estereotipo de arrogancia sumado a su manera de entender el directo y ese jugar con la imagen de cada lanzamiento de sus discos y vídeos, rozando el “friquismo” en ocasiones. Y eso probablemente es demasiado para nuestro conservador modo de acercarnos a la música (continúo hablando de España). Respecto a la arrogancia, pues qué quieren que les diga, el tiempo ha desteñido el cliché y Enrique en las distancias cortas es persona atenta y educada en extremo, cuidadoso en el trato, en las declaraciones periodísticas siempre muestra respeto por sus mayores y nunca tiene una mala palabra hacia ningún compañero de oficio (y quizá podría). Es más, el reciente volumen dos de “Archivos”, el de duetos, fijaba su predisposición a colaborar con músicos de lo más diverso. Aunque Bunbury es estrella internacional, y cuida ese perfil como parte del personaje público que encarna, en realidad ejerce bastante de antiestrella cuando baja del escenario. Y eso, para alguien en su posición (puede girar por América cuando le apetece), dedicándose a lo que se dedica y echándose 50 añazos encima, parece bastante saludable. En cuanto a su concepción del directo, solo cabe decir que él es así, y que entiende los directos como un espectáculo, como entiende que la imagen que rodea a sus lanzamientos debe obedecer también a ese mismo sentido del espectáculo.

Lo singular, y no sé bien si él mismo es consciente de ello, es que hay una distancia enorme entre los sonidos que brotan de sus discos y la “puesta en escena”: casi como si correspondieran a dos artistas distintos. Tanto es así que hasta parece razonable que haya a quienes les apasione el Bunbury músico (en disco) y bastante menos (o nada) el “showman” (en directo, foto o vídeo). Pero eso también podía suceder, pongamos por caso, con Bowie. Porque a la hora de entender el espectáculo Bunbury siempre ha preferido ser más más Bowie que McCartney, más Elvis que Johnny Cash, más Bono que Costello, más Raphael que Sabina. Aunque tal decisión haya podido opacar la música, levantando, probablemente, una barrera infranqueable para muchos.

Esa dicotomía (sumada a la imposibilidad generalizada para sonar en radio y televisión con normalidad) explica que Bunbury no haya logrado ser en nuestro país el artista transversal que por canciones —en un arco amplísimo del rock al folk— podría haber sido a lo largo de estos años solistas, los que van del rotundamente imprescindible “Pequeño” (1999) al no menos trascendente “Palosanto” (2013), que no haya sido recambio generacional de las vacas sagradas (en realidad no lo ha habido), saltando del (amplio) nicho de los convencidos a audiencias interclasistas, masivas y ajenas a las etiquetas. Porque pocos peros se le pueden poner a su obra en estudio. En ella hay composiciones de altísimo nivel, aptas para todos los públicos, abiertas, derrochando buen gusto, escritas con sentido, con extrema sensibilidad en muchas ocasiones, cuidando siempre palabra y música, melódicamente ricas e imaginativas, saltando géneros con conocimiento y sin complejos. Incluso no elude el riesgo sonoro o reflejar el tiempo social que vive, siendo consciente de que con ello habrá temas que, temporales, podrán perder su sentido en el futuro (o que no agradarán a parte de los más fieles).

No, a Bunbury no le faltan las canciones, pero hablamos poco de ellas, de “Alicia”, “Infinito”, “El extranjero”, “El viento a favor”, “¿Dudar?, quizás”, “Sácame de aquí”, “Lady Blue”, “San Cosme y San Damián”, “Los restos del naufragio”, “El rescate”, “Canto (el mismo dolor)”, “Hay muy poca gente”, “Irremediablemente cotidiano”, “Las consecuencias”, “De todo el mundo”, “Despierta”, “Más alto que nosotros solo el cielo”, “Mar de dudas” o “Todo”, por citar únicamente unas pocas. Ineludibles para algunos de nosotros, clásicos personales.

Buen momento este cincuenta aniversario para, sin prejuicios, aproximarse a ellas, a las canciones, por vez primera o para disfrutarlas de nuevo. Quizá se descubran detalles no solo de composición, sino del formidable trabajo que él mismo desarrolla como artesano de los arreglos y la producción —otras labores que se le reconocen poco (o nada), siempre en segundo o tercer plano ante la puesta en escena—, incluso se apreciaría que es un vocalista pleno de recursos y totalmente alejado de las pirotecnias juveniles. Ese podría ser el mejor homenaje a un creador que ha sabido mantener el rumbo con solidez y cintura —con los patinazos inevitables en una carrera que cubre tres décadas, por supuesto—, que lucha contra la sombra de su propia mítica apostándolo todo por la canción. Porque se trata de eso, de canciones. Algo que Bunbury, para fortuna de algunos, comprendió hace mucho.

Enrique, que vengan más años y más canciones, ¡y que “tengas suertecita”!

 

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