Andrés Calamaro, crooner torero

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 “Cada nota tiene su momento, cada instrumento tiene su lugar. Calamaro sabe cantar, pero también callar y dejarse deleitar por la música que le acompaña, precisa y bella”

 

Abriendo los Veranos de la Villa en el Circo Price, y a punto de cerrar su gira española, Andrés Calamaro regresa al escenario madrileño con el espectáculo “Licencia para cantar”. Un concierto tan medido como soberbio al que acudió Arancha Moreno.

 

Andrés Calamaro
Teatro Circo Price, Madrid
1 de julio de 2016

 

Texto: ARANCHA MORENO
Fotos: EVA RODRÍGUEZ.

 

Hace justo dos años vi a Andrés Calamaro besar el suelo del Circo Price. Entonces llevaba unas gafas negras, una cinta para sujetar su melena y una poderosa banda de rock: las guitarras de Julián Kanevsky y Baltasar Comotto, al bajo Mariano Domínguez, a la batería Sergio Verdinelli y al piano Germán Wiedemer. La noche era guerrera y los himnos de rock épicos.

De nuevo en julio, Andrés celebra el final de su gira española en el mismo escenario madrileño, pero con una propuesta completamente distinta. Lleva un traje elegante y el pelo bien cortado, sigue escondido tras sus gafas negras y se acompaña de un trío acústico formado por Antonio Miguel, “Toño”, el percusionista Martín Bruhn y de nuevo Germán Wiedemer al piano. No hay pantallas ni vídeos para reforzar la energía, la velada será minimalista y delicada.

 

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Me he disputado el asiento –amablemente– con Fernando Trueba, que se confundió cuando buscaba la platea con su acompañante, y he visto a David Trueba a las puertas del teatro. El productor Ricky Falkner andaba cerca de la pista y los argentinos… los argentinos estaban por todos lados. Andrés ha salido armónica en mano para acometer su declaración de principios de la noche: ‘La libertad’. El sonido ha sonado ligeramente acoplado unos segundos, pero el resto de la noche ha sido soberbio. “La gente solo repara en el sonido cuando no es bueno”, me decía hace unas horas una amiga que forma parte de ese gremio. Y esa noche nadie tiene que comentarlo, porque suena espléndido.

Con la templada ‘Zamba de mi esperanza’ llega el primer saludo torero y una sarta de aplausos atronadores. Tocando una melódica muy «cool» afrontará el imbatible ‘Estadio Azteca’, el mismo que sonó dos años atrás con una guitarra española, defendido ahora con unas suaves percusiones, un delicado piano y un contrabajo delicioso. Así le da Calamaro las gracias a la vida, “porque habiendo perdido tanto, no perdí mi amor al canto, ni mi voz como cantor”. Y eso lo demuestra más que nunca en este formato, sin más armas que su voz casi desnuda, más prudente, medida, cálida, sentida. Más cerca del cantante de boleros que de la estrella de rock.

El Andrés que se deja ver esta vez está especialmente conectado con sus discos más calmos, con “Tinta roja” y “El cantante”, y cómo no, con las delicadas “Romaphonic sessions”. Sonarán las argentinas ‘Garúa’, ‘Soledad’, ‘Los aviones’ y ‘Milonga del trovador’, los exquisitos ‘Algo contigo’ y ‘El día que me quieras’. Habrá momento para el repertorio Rodríguez, de los que rescatará ‘Algunos hombres buenos’, ‘Copa rota’, ‘Mi enfermedad’ y la deliciosa ‘Siete segundos’, perfecta para la ocasión. Las canciones se interpretan con mimo, la música se toma su tiempo. Cada nota tiene su momento, cada instrumento tiene su lugar en la composición. Calamaro sabe cantar pero también callar y dejarse deleitar por la música que le acompaña, precisa y bella. Con cada acierto señala a sus compañeros, en gestos aplaudidos por un público que sabe escuchar, pero también levantarse cuando la noche arde.

 

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Aunque más hermanado con Sinatra, volverá a reivindicar que ‘Elvis está vivo’ y acompañará a Lou Reed con ‘Walk on the wild side’. El otro ídolo mentado de la noche será Paul McCartney, en un divertido discurso sobre la idea del ex beatle de prohibir la venta de choripán en su concierto en Córdoba, en Argentina. Andrés divertirá al público durante varios minutos, doliéndose por la prohibición del bocata criollo, algo que no ocurrió igual en el Vicente Calderón, como se encargó de comprobar el propio argentino, que se fotografió con un bocata de lomo delante del escenario el día del concierto de McCartney. “Así no, Paul”, le reñirá. El público ríe divertido, admirado por la capacidad de Andrés de hacerles sentir en medio de una reunión de amigos, demostrando una vez más su constante manejo del escenario.

‘Bohemio’ y ‘Copa rota’ precederán a ‘Mi enfermedad’, donde se libera ligeramente la chaqueta y deja un poco atrás la contención. Lejos para comprobar mis sospechas, me jugaría una cerveza a que el argentino tiene a sus pies una pantalla por la que va siguiendo la letra de sus canciones. Aunque esconde sus ojos tras las gafas, su postura y su estatismo en el centro del escenario le delatan. No en vano tiene un repertorio centenario, sin contar las versiones que entrelaza con las propias. No le hará falta consultarla en el más enérgico ‘Tuyo siempre’ y el certero ‘Para no olvidar’, en el que se vuelve casi flamenco, con palmas y bailes que levanta de las butacas a toda la gente de la pista.

En la recta final, ‘Flaca’ volverá a celebrarse como un himno de estadio, lo que arranca los aplausos del propio Andrés, que vuelve a besar el suelo que pisa, convirtiéndolo en una costumbre. Con su nombre resonando por toda la sala arranca ‘Paloma’, siempre infalible, siempre apoteósica, y con ella cierra los primeros bises. El calor de las gradas hace que regrese dando las gracias a su público de Madrid, “cada vez más profundo”, al que regalará unos minutos más de música. Tras despedirse, el ambiente es tan ensordecedor que regresa para hacernos un maravilloso regalo, ‘Media Verónica’, con una sensibilidad que eriza la piel. Después coge la melódica y encara ‘El tercio de los sueños’, casi a ritmo de vals, logrando levantar al respetable una vez más. Él les canta, pero divierte comprobar que ellos también le cantan y las interpretan, como si en vez de estar debajo del escenario estuvieran también arriba. Allí llegará el último de los muchos guiños toreros de la noche, simulando el Farias entre los dientes. Un gesto casi canalla que deja entrever al otro Andrés, al guerrero rockero que hoy ha dado una clase de madurez, mesura y elegancia.

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