El cine que hay que ver: «Annie Hall» (Woody Allen, 1977)

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«Es con toda probabilidad la película quintaesencial del cine de Allen, aquella que mejor le define y presenta con mayor lucidez sus constantes y sus temas más recurrentes»

 

Entre un catálogo de cintas muy brillantes, «Annie Hall» refulge en la obra de Woody Allen, aquí están todas las claves de su cine.

 

Una sección de JORDI REVERT.

 

Alvy Singer habla directamente al espectador. Rota la cuarta pared, reflexiona en voz alta sobre Annie Hall. El recuerdo de su romance le da pie a hablar de las relaciones humanas, cuya opinión queda bien ilustrada con un viejo chiste: «Doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina. Y el doctor responde: ¿pues por qué no lo mete en un manicomio? y el tipo le dice: lo haría, pero necesito los huevos». El paralelismo tiene perfecto sentido: las relaciones humanas son locas e irracionales, pero por algún motivo todos necesitamos seguir en ellas. Al final de la película, un collage de imágenes encumbra el recorrido emocional de Alvy Singer y Annie Hall, aleatorias escenas cotidianas llenas de espontaneidad y cariño. La suma equivale a esos huevos, a esa necesidad de amar en medio del caos.

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«Annie Hall» es quizá la película más celebrada de toda la filmografía de Woody Allen, una radiografía del microcosmos de la pareja llena de inteligencia y honestidad. Lo es, además, como reflejo autobiográfico de la propia relación entre el director y la actriz, que terminaría poco después de esta colaboración. En ese retrato, todas las fases de la relación sentimental encuentran su representación pasada por el filtro de la personalidad del cineasta, desde la sorprendente petición por adelantado de un primer beso a un viaje a Los Ángeles en el que todo sale mal –colocón de cocaína incluido–, pasando por un entrañable episodio con langostas, una tensa presentación familiar –memorable Christopher Walken como el hermano con tendencias suicidas de ella–, una ruptura temporal y la posterior reconciliación tras una llamada en mitad de la noche. También, y con tanto ahínco como con el emocional, el recorrido intelectual de la pareja que tiene su culmen en una utópica escena en la cola de un cine en la que la ficción supera a la realidad: un presuntuoso profesor de universidad alardea de su curso sobre Marshall McLuhan justo delante de Alvy y Annie; cuando ya no puede más, Alvy decide enfrentarlo y le echa en cara que no sabe nada del tema; la discusión se resuelve cuando Alvy trae al interior del plano al mismísimo McLuhan, que le confirma al profesor que no tiene ni la menor idea de lo que habla.

Más allá de esos momentos que elevan la película a lo inolvidable, «Annie Hall» es también un poema desde el corazón de Woody Allen a dos grandes personajes. El primero es Diane Keaton, radiante de candor y belleza cosmopolita desde un primer encuentro en una partida de squash a una actuación en un club, donde la cámara de Allen nunca estuvo tan enamorada ante su presencia. El segundo es uno recurrente, la ciudad de Nueva York. Antes de la oda que abría «Manhattan» (1979), hecha de imágenes en blanco y negro de la ciudad puntuadas con la música de George Gershwin, «Annie Hall» subraya con afecto cada rincón, cafetería y esquina de la Gran Manzana, todo lo contrario a la visible irritación que desprenden las secuencias en Los Ángeles. Ambas películas son paseos enmarcados en los vaivenes emocionales y titubeos intelectuales de sus protagonistas, vías narcisistas y predilectas del realizador para llegar a sus propias conclusiones sobre la naturaleza humana.

 

La que nos ocupa, no obstante, supuso un matrimonio sin precedentes y nunca repetido –no con esa fuerza– entre Allen, el público y la crítica, aún hoy uno de sus títulos más taquilleros y el único en resultar triunfador en una noche de los Oscar –por delante de la gran favorita y película-fenómeno de la temporada, «La guerra de las galaxias» («Star wars: Episode IV – A new hope», George Lucas, 1977)–, a la que el director no acudió por no faltar a su semanal concierto de clarinete en el Michael’s Pub de Manhattan. En las siguientes décadas, el cine del realizador se demostraría también competente e imaginativo en frentes tan diversos como el cine negro con motivos dostoievskianos –»Delitos y faltas» («Crimes and misdemeanors», 1989), «Match point» (2005) y, en menor medida, «El sueño de Casandra» («Cassandra’s dream», 2007)– o el musical del Hollywood clásico –»Todos dicen I love you» («Everyone says I love you», 1996)–, se embarcaría en un tour de comedia ligera por Europa –»Scoop» (2006), «A Roma con amor» («To Rome with love», 2013)– e incluso propondría una versión alternativa y más incorrecta de sí mismo bajo la piel de Larry David –»Si la cosa funciona» («Whatever works», 2010)–. Sin embargo, «Annie Hall» es con toda probabilidad la película quintaesencial de su cine, aquella que mejor le define y presenta con mayor lucidez sus constantes y sus temas más recurrentes. Una personal obra llena de encanto y amargura otoñales, en cuyas situaciones, sinceras y alejadas del amor de postal, no es difícil reconocerse como ser humano y como enamorado.

Anterior entrega de El cine que hay que ver: “La escopeta nacional” (Luis García Berlanga, 1978).

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