El cine que hay que ver: «La escopeta nacional» (Luis García Berlanga, 1978)

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«Finalizado el yugo del franquismo y con la censura ya derogada, ningún obstáculo se oponía ya a la comedia ácida y costumbrista del director»

 

Dejada atrás la dictadura, el genial Luis García Berlanga filmó una de sus películas esenciales: la ácida, y todavía tan vigente, «La escopeta nacional».

 

Una sección de JORDI REVERT.

 

Pocas dudas caben en la consideración de Luis García Berlanga como un eterno francotirador que apuntó contra las lacras del fascismo, la corrupción política o la moral de una España incapaz de desmarcarse de sus fantasmas. Primero, eran sutiles gestos que desafiaban la censura: su ópera prima «Esa pareja feliz» (1951), codirigida junto a Juan Antonio Bardem –con quien había compartido aulas en la IIEC, la primera escuela de cine en España–, esa historia de un ingenuo matrimonio en medio de una sociedad de pícaros sacada de las páginas de Larra, lanzaba el reto a la censura de un beso de la pareja primero omitido pudorosamente por un fundido a negro, para después ser destapado a plena vista del espectador. Años y películas más tarde, «El verdugo» (1963) era esa obra maestra a la que le bastaba decir muy poco para golpear con todo a la fachada del desarrollismo: una familia española recogida en el puerto de Mallorca por un coche de caballos, adelantada por veloces coches cargados de desinhibidos y alegres turistas.

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Finalizado el yugo del franquismo y con la censura ya derogada, ningún obstáculo se oponía ya a la comedia ácida y costumbrista del director. «La escopeta nacional» es esa obra articulada para disparar, desde los impagables diálogos de Rafael Azcona, contra las trasnochadas clases políticas y aristocráticas que a duras penas necesitan adaptarse a los tiempos de cambio para seguir sacando tajada.

El título ya indica la vocación de fresco nacional en el que banqueros, empresarios, marqueses, representantes del clero, ministros y crápulas varios se agolpan en una cacería en busca de su beneficio propio. El arma de fuego es la de Berlanga-Azcona, dispuestos a ridiculizarlos en las situaciones más esperpénticas, en las que el hijo de un marqués puede retener a su querida en una casa con la intención de vivir allí eternamente, el marqués en cuestión amplía su colección de vellos púbicos de amantes y señoritas varias y un ministro hace negocios a varias bandas e incluso contempla modificar las leyes para que el provecho sea mayor.

El mosaico que resulta es una pulida e incesante polifonía de voces –que ha tenido no pocos alumnos en el cine español, el último de ellos el Daniel Sánchez Arévalo de «La gran familia española» (2013)– sin apenas relato ni hilo conductor, en que la narración fragmentada es sinónima de la imposibilidad de articular un discurso coherente y/o sensato en las élites de la España de la transición democrática.

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«Es el certero tiro que el realizador venía cargando desde hacía años, una oportuna diatriba frente a la cuestionable laxitud moral del landismo y los últimos coletazos de la españolada más rancia y retrógrada»

 

«La escopeta nacional» es, pues, el certero tiro que el realizador venía cargando desde hacía años, una oportuna diatriba frente a la cuestionable laxitud moral del landismo y los últimos coletazos de la españolada en su vertiente más rancia y retrógrada. Su pequeño circo social, aunque disperso en la coralidad evolucionada desde títulos como «Plácido» (1961), es una crítica inclemente que funciona en una gran parte por el talento inagotable de Azcona, en otra por la entrega de un carismático «star-system» del cine español entre el que se cuentan unos impecables Antonio Ferrandis, José Luis López Vázquez, Amparo Soler Leal, Chus Lampreave o Luis Ciges, este último como celoso –y fogoso– guardián de las locuras del hijo del marqués.

Tras un intenso día de frustrada cacería y negocios a medio hacer, las perdices y un letrero ponen la incisiva puntilla que explicita la intención berlanguiana: «Y ni fueron felices ni comieron perdices… desgracia habitual mientras existan ministros y administrados». Moraleja de triste vigencia que confirma en la película de Berlanga la cualidad a la que solo aspiran las mejores comedias: la de una amarga y disfrutable intemporalidad.

Anterior entrega de El cine que hay que ver: “El tesoro de Sierra Madre” (John Huston, 1948).

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