La mascarada del siglo: Listamanía

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«Son, sin duda, unas valiosas guías orientativas para todo aquel que pretenda hacerse una idea de lo más relevante que los últimos doce meses han generado»

 

 

Las listas con las que los medios resumen el final del año destacando lo mejor, es objeto de análisis por parte de Carlos Pérez de Ziriza esta semana en su «mascarada del siglo».

 

 

Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA (twitter: @cpziriza).

 

 

Las listas. Esa recurrente acotación de la realidad. Hace unos años eran tendencia al alza. Ahora gozan ya de una aplastante omnipresencia. Desde la revista internacional más referencial al blog más recóndito. Desde las cabeceras de mayor solera a los webzines más novedosos. En 1995, cuando Nick Hornby escribió «Alta fidelidad», eso de andar todo el día haciendo listas que versaran sobre los estilos y estados de ánimo más variopintos era tarea propia de tenderos, de fans obsesivos o de auténticos «connoiseurs». Hoy en día, pobre de quien se dedique a juntar unas cuantas letras con la música pop como objeto y no dedique sus esfuerzos, al menos una vez al año, a confeccionar su lista de lo más destacado del ejercicio.

Todos estamos inmersos en esa fiebre, todos participamos de ello. Y cada vez más pronto: llegado el 31 de diciembre, ya está todo el pescado vendido. ¿Quién dijo que una buena digestión de un trabajo discográfico implicaba dejarlo reposar, dar tiempo a que su fuerza argumental desvelase su vigor a lo largo de semanas, incluso meses? ¿Es posible dar por concluido un ejercicio anual cuando aún queda un mes y medio para que la actividad editora siga deparando novedades? Da la sensación de que quien no está en la foto, no existe. Y quien no aparece en alguna de las listas de marras, se disuelve en el éter: no son pocos los músicos que confiesan su preocupación por haber despachado su álbum en noviembre o en diciembre, quizá ya demasiado tarde como para figurar en ellas. La presión mediática a la que todos nos prestamos con gusto, modificando los biorritmos editores de los propios músicos. Más aún cuando los medios (y ese sexto poder que son las redes sociales) constituyen, en época de vacas muy flacas, la principal caja de resonancia de la actividad del músico, ante el vacío promocional. Vivir para ver.

Todos los medios hacen la suya. Y casi todos los plumillas hacemos la nuestra. Y contribuimos con nuestras votaciones a perfilar las de aquellos medios con los que colaboramos. Son, sin duda, unas valiosas guías orientativas para todo aquel que pretenda hacerse una idea de lo más relevante que los últimos doce meses han generado. Y ofician una labor de camión escoba para aquellos que, por imperativos lógicos, no han tenido acceso a todos aquellos trabajos con los que habrían podido comulgar en su momento. Para quienes aún valoran el crédito de su medio de cabecera, o de sus firmas de referencia, las listas de lo mejor del año representan un valioso tamiz a través del cual absorber esa pequeña parte de una realidad absolutamente inabarcable. Todo lo grande que un consumidor (que un consumidor sesudo, cabría especificar) puede asimilar.

Pero el propósito que jerarquiza en posiciones estrictamente numéricas lo más granado de la producción anual puede ser visto, con frecuencia, como un capricho algo infantiloide. ¿Qué argumentos delimitan que un disco ha de ocupar el puesto decimoséptimo en una lista jerárquica, y otro ha de ocupar el octavo, por decir algo? La línea editorial de cada medio no suele deparar grandes sorpresas a sus lectores asiduos, pero las listas del año son quizá los contenidos (con entidad ya propia) que mayores polémicas suscitan entre sus lectores. Quizá nos sobren números, y nos falten razonamientos. Es posible que el afán sistematizador, servido en frío, predomine muy por encima de las líneas argumentales. Seguramente falte un afán didáctico que explique un poco mejor, a modo de prospecto para el usuario, cuál es el criterio seguido en cada caso. ¿Qué es lo que estamos valorando? ¿El propósito innovador de cada álbum? ¿La fidelidad a un estilo reconocible? ¿La marcada sintonía con los principios éticos y estéticos del medio o del periodista? ¿Su audacia formal o su carácter de obra sólida, completa de cabo a rabo? Es más, ¿qué papel otorgamos a la valoración de ese disco en el contexto del conjunto de la obra de su creador? ¿Y en el contexto creativo actual? ¿Se encaramará, pongamos por caso, el espléndido último trabajo de los sobreexpuestos Suede a las alturas que frecuentaba hace diecisiete años el también soberbio «Coming up», de quien parece un primo hermano? ¿Y no es cierto que la mayoría de nosotros optamos por adjudicar posiciones en nuestra «pole position» particular en función de determinadas cuotas estilísticas y de longevidad? Tan sencillo como juntar en el mismo listado el debut del año, el disco de rock de raíces del momento, la revelación soul, algo de folk rock con marchamo tradicional, un poquito de electrónica, otro poco de hip hop, el más llamativo acercamiento al africanismo pop o a la world music que se tercie y la conveniente cuota de respetabilidad adulta, generalmente concretada en algún disco notable por parte de cualquier vaca sagrada. Todas las opciones son, estadísticamente, más que plausibles: por endeble que sea la cosecha anual, todas y cada una de esas cuotas serán cubiertas por algún trabajo, quizá cerrando el paso a otros discos que, operando en coordenadas similares, no gocen de esa repercusión. La inevitable (y posiblemente injusta) tendencia a encapsular la realidad a través de la visión que asoma más allá de nuestra ventana particular. Poniendo puertas al campo.

Posiblemente vayamos sobrados, en estas últimas semanas del año, de recuadros llamativos y reseñas hipotrofiadas (el espacio manda), pero escasos de premisas argumentales que ayuden a que el lector entienda a qué designios obedecen esos cuarenta o cincuenta numeritos asociados a otros tantos discos, singles, libros o películas. Y la sombra de la duda demanda aún una clarificación más poderosa cuando uno se cerciora de que, de un tiempo a esta parte, prevalecen las listas clónicas. La elección de algún artista ignoto, cuanto más recóndito mejor, siempre ha otorgado cierto prurito de yo-ya-aposté-por-él entre ciertos plumillas, pero lo cierto es que el número de medios que se aventuran a publicar su lista crece en progresión inversamente proporcional al número de artistas que figuran en ellas. Cada vez más voces, cada vez menos discrepancia. Y es una tendencia creciente, prácticamente imparable desde hace unas cuantas temporadas.

En definitiva, no merece la pena sacralizarlas como si fueran las tablas de Moisés (de hecho, tan sana práctica le ahorraría un sofoco a más de uno), pero tampoco caer en la trampa de que, por su proliferación (y hasta banalización, parece que ambos fenómenos vayan indisolublemente ligados), vayamos a menoscabar el estimable papel que ejercen como filtros para el consumidor. Si cabe más necesarios hoy en día de lo que nunca han sido.

Anterior entrega de La mascarada del siglo: Morrissey al desnudo.

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