Kris Kristofferson, profeta de lengua de plata

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“La única verdad de Kristofferson, que aúlla a la luna pues se va quedado solo, es que nunca ha dado más tumbos de los necesarios, cumple su voluntad y alcanza su propia justicia en cada disco”

 

Larga es la carrera que acumula bajo sus botas texanas Kris Kristofferson, antes y después de formar The Highwaymen con Waylon Jennings, Willie Nelson y Johnny Cash. Ada del Moral dibuja el retrato del veterano compositor y vocalista country.

 

Texto: ADA DEL MORAL.

 

Kris Kristofferson ha sobrevivido incluso a sus vicios y, fiel a su principio de llegar a ser lo bastante viejo para aprender algo nuevo, queda para contar, entre otras batallas, qué eran los Highwaymen cuando junto a Cash, devorado por los tormentos, Waylon Jennings, el dulce outlaw que no sabía respirar sin matarse, y el eterno Willie Nelson, fueron médiums del viejo oeste.

Kristofferson es un bardo y un bandido discípulo de Thoreau, pues quizás sea igual de salvaje que muchos de sus compañeros, pero parece recién salido de un fiordo caliente. Lejos de los postureos de Dylan y la aseada leyenda de Elvis, más allá del tenebrismo vandálico, adorable y un poco paleto de Cash, nos sale al paso Kristofferson que se deshace, tan lentamente, protegido por sus hados del country. Es, al fin y al cabo, el Billy el Niño de Peckimpah, el papá hippy del vampiro negro Blade, el salvador de Drew Barrymore en aquella peli de serie B No place to hide (1993) donde estos resistentes, que han subido y bajado a cabañas y palacios, se reconocían en la voluntad animal por sobrevivir. Después de ni se sabe en la carretera, la única verdad de Kristofferson, que aúlla a la luna pues se va quedado solo, es que nunca ha dado más tumbos de los necesarios, cumple su voluntad y alcanza su propia justicia en cada disco, milagros en un mercado que siempre se la ha traído floja. Las muertes de sus compadres le han dado un lustre trágico al rebelde con cara de bueno que ya tiene ochenta cumplidos y el esqueleto trillado por la melancolía del Rey Algodón, aunque haya mamado el ejército y a William Blake. Pertenece a la casta de Cohen, Porter Wagoner, Merle Haggard o Cash. Su voz no es gran cosa, pero rezuma tal carga de sentimiento, una honestidad tan profunda y desnuda brota de sus letras, que rinde a la multitud que nunca le encantó y a los individuos en malos momentos para quienes sangra su poesía.

Amigo e hijo de los santos con demonio interior que siempre eligen el camino contrario al hogar, les ha dedicado los mejores poemas cantados de América, ahí están ‘Me and Bobby Mc Gee’ para Janis Joplin, ‘Sunday Morning Coming Down’, ‘The Pilgrim’ o ‘Goog Morning John’ para Cash, su mito y devoción en cuyo tejado aterrizó con una avioneta para rogarle audiencia; ‘One more with Feeling’ o ‘Help Me Make It Through The Night’ para el nada empático Jerry Lee a quien ofreció su sangre cuando se reventó el estómago a base de painkillers pues el Asesino de Luisiana no tiene más nostalgia que de la antigua imagen que le regalaba el espejo. Kristofferson escribe de las contradicciones ambulantes, retrata a los seductores de sonrisa encantadora tras los que se esconden depredadores, a los héroes anónimos que se estrellan, a los soñadores de quimeras que apuestan su destino a una carta falsa, a los yonkis adolescentes, a las amantes de una noche, a las víctimas de las guerras, a los grandes hombres asesinados por sus semejantes, a quienes recuerdan la felicidad perdida junto a un arroyo, a los que caminan aunque tengan molidos los huesos porque les quedan cosas que decir y apenas saliva. Para trasmitir historias se vale de su temblor, su armónica y una gastada guitarra, caja de resonancias de lo que pudo ser.

 

 

Ningún artificio le acompaña. Sus discos nacen de la intimidad pura del que susurra ayuda, de quien está de vuelta y entiende que la patria es la memoria si bien él, por culpa de una garrapata infectada, estuvo a punto de perderla. Su directo resulta tan potente que una sonrisa suya te hace de su gran minoría. En España lo hemos tenido, discreto e intenso, hace pocos años en San Sebastián, donde recordó los chatos y los “calamares en su tinto” que probó en los cincuenta y luego en Barcelona, emotivo, brillante y siempre generoso. Entre unos y otros conciertos se marcó, sin estridencias, muchas horas cantando novedades y clásicos. Nunca le gustó quedarse atrás y ahora que le persigue la parca con insistencia, menos.

 

 

Muy lejos de las fantasmagorías mediáticas que devoran a demasiados figurones, ha apostado por su aliento en tu cara durante actuaciones que tienen más de tête a tête que de show. Es el buen amigo que te esperaba sin que lo supieras, el poeta necesario para saber hacia dónde no debes marchar, el eslabón entre ayer y hoy, sus muertos y tus vivos, carne sobre hueso que ha conocido gentes que no van a repetirse y cuyo mensaje se corrompe en manos de la industria. Sabe compartir soledades para arrullarnos en lo peor de nuestras noches. A donde no alcanzan otros bálsamos, llega. “Ven a yacer a mi lado hasta la temprana luz de la mañana. /Todo lo que pido es tu tiempo./ Ayúdame a superar la noche./ No me importa lo que es correcto o equivocado. No trato de entender./ Permite al demonio que se lleve el mañana./ Señor, esta noche, necesito un amigo./ El ayer está muerto y enterrado y el mañana fuera de mi vista./ Y es tan triste estar solo…/Ayúdame a superar la noche/”.

Su máquina no mata fascistas a lo Woody Guthrie, aniquila capullos en este mundo que no es el mejor de los posibles. Se cisca en la humanidad para abrazar a los individuos y prefiere repartir bondad a divismo porque nadie gana y, al final, sólo queda una tumba para probar que te quedaste sin tiempo. “No me digas cómo termina la historia”, canta. Tened seguro, nos advierte cariñoso, que llegará el final y sólo seremos nombres que recita el último superviviente. Y ese es el consuelo del hombre que aprende, demasiado tarde que, cerca del hueso, todo es más tierno.

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