“Gainsbourg. Elefantes rosas”, de Felipe Cabrerizo

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LIBROS

 

“Un libro equilibrado, en el que Gainsbourg es simplemente alguien con un talento excepcional que se potenciaba o estragaba cada vez que alguien interfería en él”

 

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Felipe Cabrerizo
“Gainsbourg. Elefantes rosas”
EXPEDICIONES POLARES

 

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

 

De entre los compositores que se mueven en una primera fila en la historia del pop del siglo XX, la figura de Serge Gainsbourg resulta difícil de interpretar. Ni siquiera los más vistosos golpes de timón de las personalidades más camaleónicas, llegan a igualar la montaña rusa en la que se movía su vida, siempre pasional, volcado en un ideal que toco con la punta de los dedos. Tierno y rabioso al mismo tiempo, el francés no salió indemne de esa carrera contra natura en la que ganó el festival de Eurovisión, llevó hasta el máximo la perversión, tiñó de pureza lo más degradante y actuó como un loco romántico que chocaba insistentemente con unas rejas que el mismo había creado. Por eso mismo, intentar una biografía viene a ser difícil, una amalgama impracticable, pero muy gratificante por el carácter explosivo de cada uno de sus pasos.

De esto ha salido con éxito Felipe Cabrerizo, que –difusor en su programa de radio “Psycho Beat!” de la música no anglosajona de los sesenta– escribe la primera biografía en castellano y la segunda que aparece en nuestra lengua, un libro equilibrado en el que Gainsbourg no es demonio ni ángel, es simplemente alguien con un talento excepcional que se potenciaba o estragaba cada vez que alguien interfería en él. Déjenme espacio para una anécdota quizás menor pero significativa: ya al final de su vida, unas niñas de doce años llaman a su casa, son fans que solo quieren ver donde vive; con la aquiescencia de los padres de ellas llega a hacerse su amigo, acuden otras veces a verlo y en su ya soledad les llega a llorar por lo que él cree sus fracasos, ellas no se molestan, lo entienden. Eran, para lo bueno o lo malo, su auditorio ideal.

En este momento, llevamos años y años de andanzas. Primero su infancia, hijo de exiliados rusos, con un padre miembro de una banda de jazz, fascinado por la canción popular, aprendiz de guitarra y lector sobrado de decadentes y existencialistas. Su primer ídolo: Boris Vian; su primera afición: la pintura. Su faceta Hyde –él la llamaba Gainsbarre– hizo que destruyera casi todos sus cuadros. Un nuevo amigo le consiguió la desenvoltura que necesitaba para sus canciones, se llamaba noche de París. También productores e ingenieros de sonido lograron que tuviese un éxito destacado a finales de los 50.

En este contexto contó con un enemigo cruel, el público, sobre todo en provincias. Perfecto desprecio entre ambos que fomentó en Gainsbourg a la vez una indefensión y unos mecanismos de autodefensa terribles. Ya se pueden observar en estos primeros discos sabores que después van a conformar lo más valorado de su producción, argot, atención a las modas, onomatopeyas. También asoma la cabeza en las bandas sonoras.

Llegan los yeyés y el viejo habitante de las cavas y la nocturnidad se ha de abrir a un nuevo público, y la primera estación lo enfrenta a una Brigitte Bardot con la que años después tendrá una relación amorosa que ha pasado a los anales de la pasión desbordada. Marca la obra muy bien todos estos pasos y sin que su finalidad sea un recorrido cronológico sí que atiende a veces a su carrera mes a mes. En todo caso, desesperado por vender, da su alma a lo ye-yé. Y en vez de un diablo se le aparece un ángel, France Gall, mientras él va tirando en sus discos por el exotismo del Caribe y de África. Todo cambia, Los Beatles llegan a París, el dinero aparece en oleadas y las canciones las escribe la noche antes de acudir al estudio, hecho que se agudiza con su colaboración con Anna Karina.

Tras ello, la década junto a Jane Birkin, quizás la más productiva y en la que empieza el desbarre. Nunca le salieron bien las proclamas políticas al viejo canalla, pero si se acompañan de un disco con estética nazi el escándalo estaba asegurado, y Gainsbourg parece vivir al mismo tiempo cómodo y molesto con él. Sólo le faltaba grabar ‘La Marsellesa’ a lo jamaicano para que los grupos ultraderechistas lo amedrentaran. La labor de hemeroteca, muy detallada, da cuenta de todo ello. La separación de Jane provoca un fin de semana perdido que finaliza en pelea con Depardieu, y a partir de ese momento parece perseguirlo la mala fortuna. El perfecto clown, la anécdota que comenta cómo vivió la muerte de su madre da idea de un ser destrozado por dentro, pero obligado al cinismo, que es lo que se esperaba de él. Una obra detallada y documentada, pues, que combina a la perfección datos y sensaciones y que se acerca maravillosamente a la magia y las caídas de este desgraciado soñador.

 

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Anterior crítica de libros: “Tribulaciones de un DJ flamenco”, de José Manuel Gómez Gufi.

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