Baladas nostálgicas para supervivientes

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COWBOY DE CIUDAD

«Patton se declara no solo el “último vaquero de la pradera”, sino también el “último guitarrista en Nashville”»

 

Javier Márquez Sánchez se sumerge esta vez en el primer álbum en solitario de Patton Magee, Last cowboy on the prairie. Una inmersión en la América del medio oeste «viva, vital y profunda».

 

Texto: JAVIER MÁRQUEZ SÁNCHEZ.

 

Desde su ascenso como líder de The Nude Party, Patton Magee ha recorrido un camino impensable. Lo conocimos en universidades del este norteamericano, desafiando los decibelios con su banda, desfachatados, prácticamente desnudos, entregados al garage revival; una etapa tan brillante como efímera. Nadie previó entonces que ese mismo ícono de la rebeldía juvenil acabaría reconvertido en el trovador errante que hoy presenta Last cowboy on the prairie.

Lanzado el pasado 12 de junio, este debut en solitario supone una inmersión en una América del medio oeste viva, vital y profunda. Con quince canciones y unos cuarenta y cinco minutos de duración, el álbum se abre con la pista que le da título y que es toda una declaración de intenciones, un tema breve pero contundente donde Patton se declara no solo el «último vaquero de la pradera», sino también el «último guitarrista en Nashville», con un poso nostálgico que encarna la solitaria condición del viajero moderno.

En su infancia, Magee recorrió Estados Unidos al volante de una camionera GMC repleta de hermanos y sueños. Ahora, atravesando el paisaje interior de esa experiencia, nos entrega un mosaico sonoro que hace honor a su periferia caribeña de infancia, sureña y tangencial, a lo que se suma su paso por Brooklyn. Aquí no hay artificio ni modernidad impostada: todo suena a cinta analógica, a fatiga de carretera, a confidencia de moteles y gasolineras al amanecer. Country autoral, tex-mex y hasta algo de spaghetti western.

El disco fluye por sendas evocadoras: “Country brat” mezcla la arrogancia sureña con guitarras acústicas y armonías cuidadas; “Floodwater risin’” se empapa del bayou, con ritmos suaves que recuerdan al folk blues del delta. “That’ll be that” —con la colaboración de Old Lady— le aporta un aire informal, casi conversacional; luego viene “Ragtime cowboy Joe”, un interludio de cuarenta y ocho segundos que evoca el ambiente al más puro estilo salón del Oeste.

Hay un flujo que se mantiene constante: pedal steel y armónica, coros distantes, una producción íntima. “Be on time” es una reivindicación del tempo personal: cuerpos y memorias que no corren, sino que caminan. “Chicken run”, “Ballad of Rusty Iron” y “Variety (is the spice of life)” profundizan en ese estilo que es country folk, sostenido por guitarras limpios y rasgueos sinceros.

En la undécima posición nos encontramos con “Wild coyote keeps his skin”, una pieza larga (más de seis minutos) que parece creada para ser el núcleo emocional: abandono, soledad animal, palabra suelta bajo el crepitar de la guitarra eléctrica. A continuación, “To love you is good (not to is better)” y “Always keep the exit sign in view” mantienen ese pulso emocional, sin prisa, con honestidad de folk sureño.

Tras un breve intermedio instrumental, “Home on the range” es como un pantallazo de wéstern crepuscular que nos lleva al cierre del disco con “Waiting for Jesus”, un tema espiritual atemporal, casi himno tardío, que sugiere redención en soledad. Este final redondea un trayecto que parte del paisaje físico y termina en uno interior, emocional.

Cada corte cuenta algo: una llanura en Arizona (“Country brat”), el creciente de un río (“Floodwater risin’”), la persistencia de quien no se va a rendir (“Be on time”), o el adiós esperanzado (“Waiting for Jesus”). Hay un guiño a Lou Reed en su lírica reposada, como si el vaquero hablara desde un loft en Brooklyn —como observan algunas reseñas— pero siempre en clave ranchera. De hecho, ese guiño de western saloon con “Ragtime cowboy Joe” parece entroncar con la relajada distención de aquel ¡Viva Terlingua!, de Jerry Jeff Walker, y temas como “Gettin’ by” o “London homesick blues”.

La producción corre a cargo de Hunter Davidsohn, con mezclas de Jarvis Tavemiere, lo que explica esa sensación de espacio real: ni pulido innecesario ni aspereza cruda, un equilibrio entre lo doméstico y lo panorámico. Suena a familia: músicos amigos, guitarras cruzadas, sesiones de grabación en lofts neoyorquinos y estudios tranquilos.

Magee mantiene intacta su narrativa: «No me interesan los héroes, me interesan los que sobreviven». No hay rifles ni banderas al viento, solo voces heridas, paisajes heridos y un diario hecho canción. Su cowboy no desmonta a caballo ni trama historias épicas. Va con voz quebrada y sin maquillaje: ese es su valor. Ese es su aporte al folk y el country contemporáneo.

Jugando con la tradición, pero reinventándola, Magee demuestra que el revival no es suficiente si no nace con alma. Su disco es un relicario para almas cansadas y veleros pausados en ríos interiores. Hay que explorarlo con calma, pide su tiempo. Este debut narrativo usa el country y el folk como vehículo, no como destino. Magee no pretende salvar el género, ni competir con los cantautores mainstream. Solo desea retratar a aquellos que siguen, que aman y que no encuentran héroes, sino supervivientes. Él es uno de ellos.

 

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