¡Más madera! Esto es la americana music

Autor:

COWBOY DE CIUDAD

Sister Rosetta. Foto de TV TIMES (Captura de televisión británica).

«Muchas de las músicas que hoy veneramos —desde el blues rural hasta el rock de estadio— no se entienden sin la irrupción del ferrocarril»

 

A propósito del libro del libro La música viaja en tren, de Miguel López, Javier Márquez Sánchez se embarca en un viaje por la americana a través de estas páginas con sonido propio.

 

Texto: JAVIER MÁRQUEZ SÁNCHEZ.
Foto: TV TIMES (Captura de televisión británica).

 

Hubo un tiempo en que la vida estadounidense latía al compás del ferrocarril. No había carretera que no acabara en la nada, ni ciudad que no se hubiera forjado a golpe de silbato. El tren era el corazón mecánico del país, una arteria de hierro que cosía el sur con el norte, lo rural con lo urbano, la esclavitud con el jazz, el góspel con el blues, el polvo con la gloria. Y también —y sobre todo— era música. Era ritmo. Era melodía. Porque ningún otro artefacto industrial ha alimentado con tanta generosidad el imaginario sonoro de un país. Y ningún símbolo, salvo tal vez el caballo, ha cabalgado tantos géneros musicales distintos.

De esa confluencia de raíles y canciones nace La música viaja en tren, el libro de Miguel López, editado por Sílex que, con la calma de un convoy nocturno y el entusiasmo del cronista enamorado, repasa una historia paralela: la del ferrocarril y la música en los Estados Unidos. Autor de diversos títulos notables, López firma también esa pequeña joya imprescindible sobre el documental The last waltz, de The Band, que es Imposible vivir así (también editado por Sílex), de manera que uno se sienta a leer con cierta comodidad a sabiendas de que se pone en buenas manos. No se trata aquí de un simple catálogo de canciones con silbidos, ni de un recuento de artistas que cantaron sobre locomotoras, sino de algo mucho más profundo y ambicioso: una travesía emocional, geográfica y sonora por las vías que moldearon un país, una sensibilidad y una forma de cantar el mundo.

Miguel López no es un historiador al uso, ni pretende serlo. Escribe como quien escucha, con el oído abierto y la mirada curiosa. Su prosa es cálida, envolvente, por momentos lírica, pero siempre anclada en la realidad material de los hechos. Porque si algo deja claro este libro es que el tren no es solo una metáfora del viaje, sino también un agente histórico, económico y social de primera magnitud. Y que muchas de las músicas que hoy veneramos —desde el blues rural hasta el rock de estadio— no se entienden sin la irrupción del ferrocarril.

 

«Miguel López ha escrito sobre el vértigo de estar vivo. Y eso, socio, es lo que distingue a los buenos libros de los grandes viajes»

 

El tren llegó al sur con estrépito y promesa. Traía trabajo, pero también desarraigo. Comunicaba, pero separaba. Permitía viajar, pero también huir. Por sus vagones circularon esclavos liberados, músicos errantes, predicadores, vendedores ambulantes, prostitutas, soldados, soñadores y derrotados. Cada uno con su canción a cuestas. Así se fue forjando una cultura de la movilidad que afectó no solo a la economía y al paisaje, sino también al alma. Y en esa alma florecieron músicas como el blues del Delta, que ya lloraba trenes que partían y amores que se perdían en la niebla.

La música viaja en tren recorre con mimo esos primeros paisajes sonoros. Bessie Smith, la emperatriz del blues, canta desgarrada al tren que se lleva al amante y al que devuelve la soledad. Jimmy Rodgers, primer gran héroe del country, convierte el silbido del tren en un eco melódico que se instala en la garganta como un yodel entre dientes. Rodgers no solo cantaba sobre trenes: trabajó en ellos, durmió en ellos, vivió su ritmo, su dureza, su romanticismo, su fiebre. Fue uno de tantos hombres del sur que hicieron de la música y del tren sus únicas certezas.

Y qué decir de Sister Rosetta Tharpe, esa fuerza de la naturaleza que tocaba la guitarra eléctrica como si estuviera encendiendo el Apocalipsis. Ella también viajó en trenes segregados, en vagones para coloured people, llevando su góspel poderoso a iglesias y auditorios de media América. O de Duke Ellington, que organizó su famosa gira The Great Jrain journey para recorrer el país con su orquesta, como si el jazz tuviera que seguir, al menos por un tiempo, los raíles por los que ascendió a la modernidad.

López entrelaza esas vidas con delicadeza, saltando de un músico a otro como si cada uno fuera una estación intermedia en un trayecto mayor. Johnny Cash, con su imponente figura negra y su voz cavernosa, hace del tren un emblema de redención. Bob Dylan, el más literario de todos, convierte los viajes en tren en paisajes mentales, en odiseas interiores donde cada curva del camino tiene su sombra y su canción. Tom Waits, claro, no podía faltar: su voz parece salida de la carbonera de una locomotora abandonada, y en sus letras resuenan los crujidos del metal, los suspiros de los raíles, las estaciones fantasmas. Van Morrison, por su parte, aporta el ángulo más espiritual, más contemplativo: el tren como símbolo de trascendencia, de búsqueda interior, de comunión con algo más grande.

Uno de los mayores aciertos del libro es mostrar cómo el tren no es solo un decorado sonoro, sino un instrumento expresivo en sí mismo. Las canciones se llenan de sonidos que evocan la mecánica ferroviaria: el ritmo repetitivo que recuerda al traqueteo sobre las vías, los soplidos que imitan el vapor, los silencios que anticipan el paso de un convoy. Como si el ferrocarril hubiera proporcionado a la música una nueva paleta de recursos, una manera distinta de traducir el alma humana.

Porque eso es lo que está en juego aquí: no el tren como objeto, sino como símbolo. Como herramienta para hablar de los mil ángulos del alma. López lo sugiere en varios momentos del libro: el tren es dolor y esperanza, pasado y futuro, fuga y regreso, esclavitud y libertad, castigo y salvación. El tren es América. Y su música es la crónica emocional de esa América contradictoria, herida y luminosa.

 

«Al cerrar el libro, uno siente la necesidad de volver a algunas canciones»

 

No faltan en el libro las referencias cinematográficas, los vínculos con otras artes, las conexiones inesperadas. Pero todo se mantiene en un tono cálido, sin erudición pedante. Se nota que quien escribe lo hace desde el amor, no desde el púlpito. El lector va avanzando por sus páginas como quien se asoma a la ventanilla: las escenas pasan, los personajes saludan, las emociones se encadenan. Hay algo profundamente humano en este viaje. Y también algo profundamente político: porque el tren, en la historia estadounidense, es también el relato del racismo, de la desigualdad, de los márgenes. Y muchas de las músicas que nacieron en sus estaciones, en sus patios de carga o en sus asientos traseros, fueron gritos de dignidad, cantos de resistencia, formas de decir: «estamos aquí».

La música viaja en tren no es un ensayo musicológico, ni una historia técnica del ferrocarril. Es una crónica sentimental sobre cómo los sonidos viajan, cómo los cuerpos se mueven, cómo la música recoge lo que el tren deja atrás. Es también una invitación a escuchar de otra manera: a oír el traqueteo del vagón como un compás, el silbato como una llamada, la velocidad como un solo de saxofón.

Tal vez por eso, al cerrar el libro, uno siente la necesidad de volver a algunas canciones. De escuchar con atención viejas grabaciones de Rodgers, de Smith, de Ellington, de Cash. Porque, de algún modo, las notas llevan la marca del tren. Y cuando un músico habla del viaje, del adiós, del regreso, del deseo, del miedo, del anhelo… en realidad está hablando de eso: de un tren que parte al amanecer, de una estación en mitad del campo, de un mundo que cambia para siempre mientras un vagón se pierde en el horizonte.

Y uno comprende, entonces, que Miguel López no ha escrito solo sobre música ni sobre trenes. Ha escrito sobre el vértigo de estar vivo. Y eso, socio, es lo que distingue a los buenos libros de los grandes viajes.

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