Trisha Yearwood frente al espejo

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COWBOY DE CIUDAD

«No es ya que The mirror sea un buen disco, sino que es probablemente el mejor que Yearwood podía hacer en este momento»

 

Javier Márquez Sánchez se sumerge en The mirror, el nuevo disco de la cantante estadounidense Trisha Yearwood. El decimosexto de su carrera, pero el primero en el que escribe o coescribe todas las canciones.

 

Texto: JAVIER MÁRQUEZ SÁNCHEZ.
Foto: RUSS HARRINGTON.

 

Durante más de tres décadas, Trisha Yearwood (Monticello, Georgia, 1964) ha sido una voz inconfundible dentro del country estadounidense. No solo por su potencia vocal o por su elegancia clásica en medio de un panorama a menudo inclinado hacia lo predecible, sino también por su capacidad para interpretar lo ajeno como si fuera propio. Desde aquel debut en 1991 con She’s in love with the boy, su carrera ha oscilado entre el éxito comercial y el respeto crítico, siempre dentro de una narrativa en la que era la intérprete quien daba vida a las palabras de otros. Hasta ahora.

Con The mirror, su decimosexto álbum de estudio y el primero en seis años, Trisha Yearwood rompe ese molde. Y lo hace con la madurez de quien ya no tiene que demostrar nada a nadie, pero sí tiene mucho que decirse a sí misma. Por primera vez, ha escrito o coescrito todas las canciones del disco. Lo ha producido ella misma, ha abierto las ventanas de su intimidad, ha puesto música a sus miedos, a sus heridas, a su experiencia. Y, sobre todo, ha encontrado en el proceso algo parecido a una “reparación”.

La idea del álbum nace, según ha contado la propia Yearwood, de una conversación con su yo de 19 años. A esa edad, alguien le dijo que no era escritora, y ella lo creyó. Pasaron más de cuarenta años hasta que decidió que esa sentencia no tenía por qué ser definitiva. Así nació The mirror, que no solo es un título simbólico, sino también el corazón temático del disco: la idea de mirarse al espejo y reconocer a la mujer que se ha sido, con todas sus complejidades. Lo que encontramos aquí no es un giro estilístico radical, ni una ruptura sonora con sus trabajos anteriores, pero sí hay una revolución más profunda: la del control creativo y la expresión personal.
Las quince canciones que componen el álbum se sienten como pequeñas cartas escritas desde diferentes etapas emocionales. “Bringing the angels” abre el disco con una espiritualidad serena y una melodía que recuerda el góspel suave que tanto ha influido en el country sureño. Desde el principio queda claro que no estamos ante una colección de sencillos diseñados para sonar en la radio, sino ante una obra que apuesta por la autenticidad, por contar algo verdadero.

En “The wall or the way over”, uno de los singles de adelanto, Yearwood plantea una dicotomía que funciona casi como declaración de intenciones: ¿nos rendimos ante los muros o buscamos la manera de saltarlos? En su voz, la pregunta no es retórica. Hay una mujer que ha tenido que escalar muchos muros —los de la industria, los del paso del tiempo, los de la autoexigencia— y que ha decidido seguir adelante, aunque sea con cicatrices.

Quizá el tema más revelador sea el que da título al álbum. “The mirror” es una balada sencilla, sin artificios, pero cargada de ternura hacia la persona que fue y hacia la que es ahora. Yearwood no se juzga, más bien se abraza. “Little lady”, por su parte, narra un episodio de independencia temprana que suena a testimonio personal: una joven que se va de casa, una madre que la observa con distancia, y una necesidad profunda de afirmación. La canción destila verdad en cada verso.

Hay también espacio para el humor y el desenfado en el disco. “Drunk works”, un dueto con Hailey Whitters, ofrece una visión más ligera —aunque no por ello menos certera— de los impulsos emocionales y el consuelo del alcohol. En “The record plays on”, junto a Charles Kelley, se combina la nostalgia con la voluntad de seguir adelante: aunque cambien las circunstancias, las canciones siempre suenan. Y “The shovel”, a dúo con el inmenso Jim Lauderdale, aporta un aroma más tradicional, casi de bluegrass, que remite al gusto de Yearwood por las raíces más puras del género.

El cierre del disco llega con “When october settles in”, una canción escrita tras la muerte de su madre. Es, probablemente, el momento más íntimo y vulnerable del álbum. No hay dramatismo excesivo, solo una aceptación serena del duelo. Yearwood canta con una templanza que conmueve más que cualquier llanto. La madurez aquí no es solo artística, también vital.

Musicalmente, The mirror se mantiene dentro de un sonido country contemporáneo (country rock por momentos), pulido y bien producido, pero no artificial. No hay intentos de sonar moderna a la fuerza, ni gestos nostálgicos hacia los noventa. Encontramos a una artista cómoda en sus botas, capaz de combinar sensibilidad melódica, sentido narrativo y una interpretación vocal que sigue siendo extraordinaria. A sus sesenta años, Yearwood no ha perdido ni un ápice de su poder expresivo.

El resultado es un álbum cohesionado, valiente en su honestidad, quizá no rompedor en lo formal, pero sí profundamente significativo dentro de su trayectoria. No es ya que The mirror sea un buen disco, sino que es probablemente el mejor que Yearwood podía hacer en este momento. No porque sea perfecto, sino porque es auténtico, porque nace de una necesidad interna, no de una estrategia de mercado

El impacto del álbum ha sido inmediato. Ha entrado con fuerza en las listas de ventas, ha recibido elogios por parte de la crítica y parece que ha conectado con un público que reconoce en estas canciones una verdad compartida. Pero más allá de los números, lo importante es el gesto: Trisha Yearwood ha dejado de ser solo una intérprete excepcional, ahora es también autora, narradora de su propia historia. Una mujer que escribe, canta y produce desde un lugar profundo, que ha esperado demasiado tiempo para ser escuchado.

Y lo más hermoso de todo es que no suena como un ajuste de cuentas. No hay rencor, ni cuentas pendientes, solo la firmeza de quien, al mirarse al espejo, ya no se pregunta quién es, sino que se reconoce plenamente en ese reflejo. Con esa certeza que solo llega cuando una mujer decide dejar atrás las voces que le dijeron lo que no podía hacer y se atreve, al fin, a escribir su propia canción.

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