Manolo García: cazando canciones

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«Quiero que la vida me deje subir muchas noches a cantar y poder hacer muchas más canciones»

 

Manolo García acaba de lanzar dos discos a la vez, Mi vida en Marte y Desatinos desplumados, aunque funcionan como un álbum doble de sonoridades bien diferentes. Juan Puchades conversa con él.

 

Texto: JUAN PUCHADES.
Fotos: SONY.

 

Quien cantó que “Nunca el tiempo es perdido”, y que ahora incide en la misma idea en “No tienes ni un minuto que perder”, desde luego que no pierde el tiempo. Tan poco lo pierde que publica un fascinante y emocionante doble álbum (también se comercializa en dos discos independientes) que suman veintisiete canciones y que podría haber sido triple. El primero de los discos, Mi vida en Marte, es eléctrico y de pop rock. El segundo, Desatinos desplumados, tiende a lo acústico y mira al sur con la guitarra española como protagonista. Son dos caras de un creador inagotable, figura esencial de nuestra música, vitalista irredento que siempre anda persiguiendo canciones, que se emociona cuando habla de ellas y de los procesos creativos. Pareciera que a Manolo García la inspiración siempre le llegará trabajando, o tal vez, para alegría de sus seguidores, lo que sucede es que está permanentemente inspirado… que puede ser.

 

Has publicado un álbum con dos discos, y además extensos: suman veintisiete canciones entre ambos. Pero has comentado que podía haber sido triple. La contención desde luego no es lo tuyo, ¿no?
No, no lo es. Es verdad que me he guardado unos temas, porque pensé que era mejor no pasarse. Pero hay una razón obvia: todos hemos tenido tiempo. Tiempo para estar en casa, encerrados. Y la misión del músico, del compositor, es componer, así que compuse. No es que sea una obligación, es una necesidad anímica. A mí me gusta componer canciones, escribir, pintar, crear mis pequeños mundos. Y así voy acumulando tarea que llena mis días, mis mañanas, mis tardes. Y bueno, con las canciones me iba creciendo, me iba emocionando, escuchaba una maqueta que estaba bien y pasaba a ver a mi vecina: «Mari Pili, ¿qué te parece esta maqueta?». «Ah, pues esta canción está bien», me decía. Y así me iba animando; y animándote, pues haces treinta canciones. Y luego haces cinco más, y ya tienes treinta y cinco [sonriendo]. Por eso he publicado dos discos, porque tampoco era cuestión de guardar muchos temas, sí pensé «saco doce y el resto los guardo». Pero ¿para cuándo los guardo? Así que ha acabado siendo doble.

 

Empezaste a componer durante la gira de 2019 —que en tu caso terminó en diciembre, no tuviste que pararla en el 2020—, pero creo que realmente le diste forma a las canciones durante el confinamiento.
Sí, ahí es cuando las maquetas empezaron a avanzar. El, digamos, boceto de las canciones fue durante la gira de 2019, a veces era una guitarra, una melodía, cuatro cositas grabadas o escritas. Y durante el confinamiento empecé a grabar un poquito más en serio, y lo hice con gran complacencia, porque el estudio me gusta, siempre me ha gustado, pero ahora más que nunca. Porque es un oasis, o una isla donde tú estás solo y bien nutrido: hay peces, hay aves, el clima es bueno… y esa es la tarea del compositor, sentirse feliz en su pequeño estudio, o en su gran estudio, cada uno lo que tenga, sentirte feliz haciendo canciones. Esta vez he ido poco a poco, pero sin parar, y cuando me di cuenta tenía el disco. Y lo hice sin sufrir. Bueno, evidentemente a nivel de ánimo sí hubo sufrimiento: ver lo que te rodea, el miedo, la incertidumbre. La pandemia es una cosa muy seria, con perdidas de amigos, personas cercanas, gente que estuvo a punto de quedarse… Pero tú te creabas tú pequeño oasis, un remanso de paz, y me dio buen resultado. No tuve que recurrir al perro de la vecina para sacarlo a pasear y así poder salir a la calle. No, estaba trabajando en mi estudio, y estuvo muy bien. Así hice el primer disco de los dos, el que llamo el número ocho: Mi vida en Marte.

 

¿El confinamiento te pilló en Barcelona?
Sí, sí, me pilló en casa, en mi estudio casero.

 

Para avanzar el álbum has compartido una estupenda y larga entrevista en vídeo con la gran Gemma Nierga. Ahí has comentado que durante el confinamiento, leíste, escribiste canciones y pintaste más que nunca. ¿Es habitual que pintes y escribas canciones en paralelo? ¿No delimitas ambas actividades en el tiempo?
Sí, pero lo delimitas dentro de los días, no en temporadas: no es aquello de ahora voy a estar un mes componiendo, ahora voy a estar un mes pintando. No, lo mío es un cambio como de cajón, vas saltando de uno a otro, hay días que los paso enteros pintando, pero sé que al día siguiente no voy a pintar porque voy a tener ganas de coger la guitarra y ponerme a escribir canciones. A lo mejor una mañana me despierto y escribo unas chorradas que van a acabar siendo el texto de una canción, o un pequeño poema. Voy intentando que mi vida no sea algo rutinario, pero es que ese es mi carácter: soy bastante nómada. A ver, soy nómada emocional, no soy nómada físico, porque ya mi condición de músico me permite moverme y viajar, pero siempre viajo por trabajo. No soy turista, no ejerzo de turista, no he tenido nunca esa vocación. Y lo digo con respeto y cariño, que el turismo da de comer a muchísima gente, pero no es para mí, nunca he sido un turista. Además, ya he tenido la opción de ver el museo de la ciudad a la que acudo a tocar, con lo que ya estoy más que conforme. Si esta noche voy a tocar en Valladolid, por decir algún lugar, voy al Patio Herreriano, es una gran oportunidad que tengo por mi trabajo. Así que soy un nómada emocional, y trabajando me muevo en esos compartimentos que no son estancos, que se tocan y son vasos comunicantes. Empiezo a pintar y al rato escribo una frase en el margen del cuadro, en la parte de arriba, no sé: “Las garzas grises vuelan bajo”, y de repente sé que ahí tengo una frase para la siguiente canción. Así es.

 

«Me ha gustado que la guitarra española sea el eje de Desatinos desplumados»

 

Un disco experimental

Los dos discos son bien diferentes. El primero, Mi vida en Marte, es eléctrico y ecléctico, pop rock, un disco cien por cien Manolo García. Y el segundo, Desatinos desplumados, es esencialmente acústico y con la guitarra española como protagonista principal. ¿Decidiste desde el principio que conceptualmente fueran discos muy diferentes?
Bueno, a veces hacer una canción, si eres un inexperto o eres muy ambicioso, puede ser angustioso. Si quieres hacer una canción maravillosa te puede llevar a un callejón sin salida, pero yo me dejo ir, y soy consciente de que no debo aburrirme, porque los mismos instrumentos, las mismas ruedas de acordes si a mí me aburren, no tengo ninguna posibilidad de divertir o de emocionar con ellos a alguien. Una de mis pruebas del algodón es que, inesperadamente, en cualquier instante, en cualquier canción, cuando no estoy pensando en ella, me emocione. Hago unas frases, las toco con la guitarra y de repente dices: «¡Guau!, ¿qué me ha pasado?». Es una especie de sensación extraña, porque eres tú mismo quien está autoestimulándose, pero es algo irracional, no obedece a ninguna razón ni a ninguna voluntad. Entonces, en ese segundo disco, Desatinos desplumados, sí me propuse que la única guitarra eléctrica que hubiera fuera la mía. Yo soy un guitarrista muy sencillo, no toco bien, no he estudiado, no hago unos riffs buenísimos. Toco muy sencillito, para componer, y luego hago unos adornitos, unos arreglos que, cuando se los pido a un guitarrista, los hace magníficos, claro. Pero esa parte naíf mía la he querido emplear en Desatinos desplumados. Que también el título va de eso, de que es un poco desatino. Los apuntes de guitarras eléctricas son mis cositas sencillas, pero en el disco mandan las guitarras españolas tocadas por músicos de pro, músicos que saben lo que tienen que hacer con ese instrumento, y muy bien hecho. En este caso, Víctor Iniesta, José Ordoñez y Ricardo Marín. Me ha gustado mucho hacerlo, y me ha gustado que la guitarra española sea el eje del disco. Fíjate en lo que te digo: es un disco experimental. Experimental en mi caminar por este mundo de las canciones.

 

En Desatinos desplumados dan mucho juego esos detalles que están detrás, en segundo plano: las programaciones, esa guitarra eléctrica tuya que comentas, aportan unos dibujos inesperados que sirven de contraste. Los has resuelto con mucho gusto y son muy agradables, sacan las canciones de la acústica pura.
He tenido la suerte de trabajar con músicos excelentes, de un nivel altísimo, y creo que sigo haciéndolo, y les tengo muchísimo respeto y admiración, que es la base de toda transacción musical, no comercial. Pero también hay una parte naíf, como en esas canciones que en The Cure es un loop de una guitarra con un delay largo, una cosa que la hace hasta un chico que esté estudiando primero de guitarra, pero el resultado final es… hipnótico, maravilloso, tiene misterio, es muy sugerente. Y bueno, he querido hacer eso, he querido también dejar una impronta mía naíf, sencilla. He programado ritmos, que no tengo ni idea de programar, pero es aquello que de repente me digo que voy a meter aquí un tiquitiquitiqui. Yo solo me produzco a mí mismo, no me atrevería nunca a producir a ningún artista, no soy quien para decirle a nadie lo que ha de hacer, pero a mí me digo constantemente lo que he de hacer. Y aquí he programado ritmos, he tocado los bongos, me lo he pasado muy bien, he tocado la pandereta, una de esas de Navidad. He trabajado con el ingeniero, que me llevo muy bien, y he trabajado prácticamente solo. Luego vinieron las guitarras españolas, el bajo y le dimos el sello serio de verdad. Lo otro que comentas está detrás y es un chisporroteo simpático que, me parece, a las canciones les va muy bien.

 

Sí, así es. Confieso que este segundo disco me ha atrapado. No sé si eres consciente de lo bien que funcionas en acústico y, sobre todo, de ese sur que tienes metido en la garganta.
Mira, durante mucho tiempo, y me remonto a la época de Los Rápidos, de Los Burros, fui muy consciente de que una vez que un artista, un músico, tiene posibilidad de grabar canciones propias, la primera condición es sonar con un sello propio, con una singularidad. ¡Eso es imprescindible! «Tengo canciones pero es que se parecen a…». Sí, vale son canciones tuyas, pero suenan a otro. Por lo tanto, primera norma: sonar a ti. Y por entonces empecé a pensar que estaba intentando imitar a los anglosajones, a los que cantan en inglés, pero yo canto en castellano. Y empecé a recordar que había unos referentes, como era Pepe Robles, que fue el cantante de Módulos, al que he tenido el honor y el orgullo de invitar en este disco. Módulos, al igual que antes Los Brincos, o más tarde Triana, eran para mí un referente para ver cómo encarar una canción en castellano dándole un toque de aquí. Indiscutiblemente sonando más a aquí, porque imitar a los anglosajones y cantar lineal no es difícil.

 

Claro, y no olvidemos que tenemos una cultura propia.
Exactamente, la tenemos. En España se puede hacer un blues magnífico, pero evidentemente hay un plus, si quieres un pelo más, que tienen ellos, en Chicago, en Memphis, en Mineápolis. Lo mismo en el rockabilly, el country, etcétera. Evidentemente, un japonés tocará muy bien la guitarra española, tocará flamenco estupendamente, ¡de diez! Pero… es que el señor de Sevilla es un diez coma cinco, o es un quince [risas]. Y lo digo con todo el cariño a esa idea de trabajar aquí ese tipo de músicas, que se hace muy bien: el que se atreve a hacer discos con un aire más anglosajón, lo hace magníficamente, y no vamos a denostar a nadie, porque respeto a todo el mundo. A ver, yo también soy osado: me atrevo a trabajar con guitarras españolas, me permito tirarme a la rumba, que he hecho dos o tres rumbas en este disco. Soy de Barcelona, no soy andaluz, pero me encanta el flamenco. A veces he hablado con Toti Soler [legendario guitarrista barcelonés], él viajó de muy jovencito a Sevilla, buscaba a los maestros de la guitarra flamenca para aprender. Toti, que es un veterano de guerra, un guitarrista magistral, un tío magnífico, un hombre encantador. Y en alguna ocasión que ha grabado una guitarra, hemos hablado de esto: todo es de todos, y lo importante es la intención. Claro, con unos mínimos de posibilidad, si yo no puedo cantar mínimamente en esa dirección y me atrevo, pues voy a hacer el ridículo. Pero si hay un puntito en que puedo, voy. Y a veces una voz que no tiene demasiadas posibilidades, comunica. Vamos a los casos universales: Dylan parece un pato mareado, pero cómo comunica, cómo mola, cómo nos gusta a todos lo que dice y cómo lo dice.

 

Y tú te has atrevido a aproximarte, a tu modo, a una suerte de flamenco pop, por el que ya andaste hace décadas.
Sí, me he atrevido. Pero no a echarme una bulería, que no sé y solo siento por una bulería, o por cualquier palo del flamenco, admiración y respeto. Pero yo no sé. Pero sí, de repente, pidiendo disculpas —o sin pedirlas, que no pretendo más que ser un músico de pop—, me doy un poquito de alegría, y lo hago muy contento.

 

De hecho, Desatinos desplumados comienza con una rumba estupenda, “Dulces sueños”. Aunque hay que señalar que no todo el disco tira hacia lo flamenco, es más bien sureño. ¿Son canciones que surgen así, aflamencadas, o luego las llevas hacia ese lugar?
Es verdad, no es todo flamenco. Pero, por lo que dices, he ido a la idea con picardía. Con picardía y desparpajo pero a la luz del día, sin esconderme. Mira, tenía Mi vida en Marte ya acabado, presentándolo en la discográfica, viendo qué les parecía y a ver cuándo lo lanzábamos, y de repente mi instinto me dijo que hiciera otros temas diferentes. Y nunca he ocultado que siempre me ha gustado Triana, Camarón, y para mí hay un antes y un después de Lole y Manuel. Es un dúo que, a día de hoy, me sigue emocionando: la voz de Lole, la guitarra de Manuel Molina, ¡guau! Yo soy un músico de rock, de pop pero esa llamada está ahí. Ese haber visto de jovencito a Smash, con Manuel tocando la guitarra española, en un concierto en Barcelona, en los años setenta.

 

¡¿Viste a Smash en directo?!
¡Los vi! Tenía catorce años, no sé cómo entré, sí recuerdo que me colé y que en la puerta había policías, los grises, recuerdo perfectamente que iban con gorra de plato. No sé que pasó que, zas, me metí en el concierto. Tenía catorce años y me quedé pasmado, era aquello de ¡hostias, esto qué es! Yo ya estaba oyendo a Led Zeppelin, pero lo de Smash era de aquí —aunque había un holandés en el grupo— y me flipó: «¿Qué es esto? Combinan guitarra eléctrica con guitarra española. Esto es de aquí, es un entreverao de aquí. Es algo que se ha inventado aquí, y me gusta». Y sigo ahí, nunca he dejado de cruzar la guitarra eléctrica con la española. Bueno, yo no, que no soy guitarrista, pero siempre he hecho maridaje y he buscado músicos que fuesen capaces de hermanar esas dos guitarras. Como lo hace Raimundo [Amador], por ejemplo, que lo hace magistralmente.

 

Claro, él desde Pata Negra, por lo que hablábamos antes, coge el blues y el rock y los lleva a lo suyo, a su idioma.
Totalmente, y lo hace con una gracia inmensa.

 

Y ese idioma musical es el nuestro.
Exactamente, y lo hacen más entendible, más manejable y más disfrutable para nosotros. Lo hacen muy bien, con mucha gracia y obteniendo un gran resultado, muy efectivo.

 

Llámame loco, pero “Se va el barco a la laguna”, también de Desatinos desplumados, me parece que tiene algo de habanera.
Sí, un poquito sí. Vamos a ver, ya es todo tan global que las músicas del mundo son de todos, lo oímos todo. Es imposible sustraerse a la posibilidad de escuchar músicas de todo el planeta, llevamos décadas así. Carlos Santana ya lo inventó hace muchos años, aquello de ser de un lugar y tocar como si fueras de otro lugar, hacer que le guste a todo el mundo. Ahora todo es de todos y todo es posible. Yo grabé en Brasil y trabajé con músicos brasileiros, me lo pasé muy bien y ellos entendieron también que no pretendía hacer, no sé, samba. Si no que quería hacer pop rock con su toque, con su latido, con su forma de pulsar, de interpretar. Todo es posible, es cuestión de ganas, de imaginación, de proponérselo, de intentar ser ameno en tu propuesta.

 

Me parece que para los textos de Desatinos desplumados has buscado una escritura diferente a los de Mi vida en Marte. Diría que enlazan con la poesía de las letras clásicas de la copla, de la canción española. ¿Has buscado ese lenguaje para esta colección de textos?
Sí, la observación que haces es correctísima. Nunca he ocultado mi cariño y mis ganas de lengua, cualquier idioma me parece maravilloso, me parece fascinante la posibilidad de conseguir con una palabra, con una frase una explosión emocional en tu cerebro, en tu corazón. Soy muy pesado, y a mí mismo me exijo escribir lo más bonito posible, no banalizar, no vulgarizar, puedo ponerme tontorrón, decir una chorrada, pero siempre es una broma. No pretendo tampoco tener una pluma iluminada y que todo lo que hago sea maravilloso para una canción, no, cometo mis errores, corrijo, letras que escribí hace dos semanas las cambio, y la mitad la vuelvo a reescribir. Creo que, como todo el mundo, no me conformo hasta el último momento: estoy cantando durante la grabación, estoy casi mezclando la canción y le digo al ingeniero: «Pínchame esta palabra», y la cambio, ya con toda la canción cantada. Y la había cantado bonito, pero cambio una palabra porque me parece que no es la correcta para ese verso, que hay otra mejor. Con estos temas que me has comentado, se dio el caso de que algunos, como la habanera que decías, “Se va el barco a la laguna”, o “Laberinto de sueños”, eran un poco repesca del anterior disco, porque los tenía escritos para ese álbum, y los dejé a un lado, a medio acabar. Los he acabado ahora. Pero ha habido como otros seis o siete que los compuse en las tres primeras semanas de diciembre, antes de Navidad, antes de coger el Covid, que lo cogí hacia el 25 o por ahí.

 

¿Lo cogiste?
Sí [con una sonrisa], por suerte fue suave, todo bien. Pero en las semanas anteriores tuve una iluminación, entré en trance, que esas cosas nos pasan a los que componemos, a los que pintamos, que te puedes pasar dos años haciendo el torpe y de repente un día, por un milagro extraño, ¡pum! Pues esas tres semanas, con la guitarra española, empecé a pensar: voy a hacer unos temas que suenen al sur. Voy a intentar escribir como escribiría un poeta del sur, y además un poeta de 1920. «Sirena que bebe los vientos», me encanta escribir eso, y decirlo. ¿Es inocente, es colorido, es torpe, es engolado, es pretencioso? Me da igual, pero yo soy feliz haciendo ese tipo de escritura.

 

Por ejemplo, la letra de “Azulea” perfectamente podría ser la de una vieja copla.
Perfectamente, sí. Has captado la idea absolutamente. Escribir así fue un ejercicio muy bonito y muy natural. Tampoco fue como hacer deberes, como si tuviera que hacer un examen, qué vaya coñazo habría sido, qué tostón. No, fue un fluir en el que surgieron a la par los acordes, las paradas, los riffs, tocando a mí manera. Lo grabé sabiendo que luego Víctor [Iniesta, guitarrista] iba entender lo que quería. Todo fue a la par y fue muy aleccionador, me lo pasé muy bien. Ha sido descubrir que puedo hacer canciones con otro aire, uno que había dejado atrás desde otros tiempos, no sé, tipo “Llanto de pasión”, con Quimi [Portet], en El Último, canciones que sonaban así, algo que ahora he recuperado. De verdad que me lo he pasado bien y ha dado un resultado bonito, lo digo sinceramente, sin falsa modestia.

 

Sí, son canciones que, de algún modo, conectan con aquel espíritu sureño y caliente de El Último de la Fila. Cambiemos de tercio: he tenido que consultar en el diccionario qué es “Maturranga”, porque no tenía ni idea.
[Risas.]

 

Ese usar palabras olvidadas, términos en desuso es ya marca de la casa. No sé cómo llegas a ahí, supongo que leyendo y tomando notas.
Eso es mi amor a la lengua. Cuando leo tampoco tengo intención de ir haciendo acopio de palabras para luego usarlas. Pero siento un amor profundo por la lengua, que me ha dado grandes triunfos en la vida, los grandes triunfos de libros leídos en los que me he visto reflejado o en los que he obtenido una satisfacción absoluta, una enseñanza, una reflexión, una cota de libertad altísima. Ese ha sido mi triunfo. Empecé a leer de jovencito, a instancias de un profesor de bachillerato, al que nunca le estaré lo suficientemente agradecido: el profesor Salvat, que no sé si vive, ojalá. La lengua es un vehículo para la libertad, para la reflexión. Claro, me pongo a escribir y me es bastante fácil, no hacer una letra excelsa y magnífica, pero sí que camine. Luego la voy corrigiendo, y conseguiré un resultado con mejor o peor fortuna, pero sí que camina, el texto camina, se puede cantar y no te aburre. De las frases hechas, de las ideas manidas huyo… Vamos, ¡huyo despavorido! Pero creo que eso le pasa a todo el mundo.

 

Intuyo que eres la única persona en el mundo que ha incluido el verbo «efundir» en una canción.
Aposta. Sí, sí, aposta, no he querido ser grosero pero sí decir una cosa que atañe a todo el mundo, porque todos estamos aquí porque ha habido efundiciones [risas]. Fue meterlo como si fuera un gazapito, a ver quién se daba cuenta. Mira, tú ya te has dado cuenta, vamos bien.

 

«Sigo escuchando a Bambino, a Lole y Manuel, a Camarón, y también a Crowded House, a Prince y a Nirvana, que no se van a acabar nunca, porque están ahí siempre»

 

Un marciano en la Tierra

Pasemos a Mi vida en Marte, que incluye dos bloques de grabaciones: las realizadas con los músicos de Nueva York y las hechas con tus músicos próximos, entre ellos dos viejos amigos tuyos: Antonio Fidel y José Luis Pérez.
Sí, porque como ha sido una grabación larga en el tiempo, de dos años y pico, he tenido tiempo para todo. Y por ello me he dado el gustazo de recuperar, aparte de Quimi, que entró más tarde, la esencia primera de Los Rápidos, que éramos Antonio, José Luis y yo, el núcleo de composición de la banda. Hemos grabado canciones en las que estamos solos los tres, yo soy el batería, como al principio de Los Rápidos. Ha sido darme ese gustazo, y ha sido un placer. No es que pretenda que mis baterías sean mejores o más convenientes para la canción, nada de eso, ha sido un juego, una alegría que me he dado. Ha habido otras combinaciones con músicos con los que trabajo desde hace ya unos años, como Ricardo Marín, Íñigo Goldaracena y Charly Sarda. He procurado darle vidilla a todos y darme vidilla a mí, que todo el mundo esté contento y obtener un resultado variado, porque el disco creo que suena bastante variado. Han quedado fuera más canciones, no porque no me gustasen o no me convenciesen, que son canciones que me gustan y no quiero perderlas. Bueno, ha sido una diversión, como creo que ha de ser la grabación de un disco. A estas alturas, con este disco número nueve en solitario, estoy en veintitantos discos, sumando Los Rápidos, Los Burros, El último de la Fila. Y solo una vez ha habido un disco, no diré cuál, en el que he sufrido, que no fui muy feliz. No por las composiciones, que me gustan, sino por el método, el lugar, el sitio, el ambiente. Y me juré a mí mismo que iba a procurar que nunca más me sucediera. Y a día de hoy, toco madera, lo he conseguido.

 

¿Te refieres a Como la cabeza al sombrero, de El Último de la Fila?
No voy a decirlo. No, no voy a decirlo [risas]… ¡Aunque eres un fiera, macho! Bueno… nadie tiene un camino recto y nítido. En la vida hay altibajos y lo importante es recuperar, levantarse de la caída y volver a tener ilusión. Yo eso no lo he perdido nunca, y los discos para mí son siempre motivo de alegría.

 

Parte de los temas los grabaste con músicos que estaban en Nueva York, pero no enviándoos las pistas grabadas, sino conectados online, tocando en directo y mirándoos por la pantalla. Algo rarísimo.
Sí, y confieso que no me gusta nada. Yo habría preferido que ellos hubieran venido aquí, o haber ido yo allí, como hago siempre, pero por las restricciones no pudimos viajar. Pero la cercanía para un músico es esencial. ¿Te imaginas a una banda de jazz grabando online? O una banda de blues, los coros, los metales, cada uno en un país, solo en una habitación tocando… nada que ver. Ese calor, esa amalgama, esa mezcla tan cálida de los instrumentos, que se nutre de miradas, de gestos. Porque los músicos nos miramos en un cambio; hacemos un gesto y es un compás más. Hostia, eso es vida, te da una mañana o una tarde maravillosa. La pantalla, pues son dos dimensiones, un trozo de plástico, claro, te veo, y menos da una piedra, podría ser peor, bien, pero no es lo óptimo ni de lejos.

 

Tú estabas en Pozuelo de Alarcón mientras te conectabas con ellos, ¿no?
Sí, estuve allí grabando alguna voz y mezclando. Hay un ingeniero amigo que tiene el estudio allí, y yo ya llevo un tiempo grabando con él, bueno, más mezclando. Desde Saldremos a la lluvia [2008]. El disco anterior, el de la gira acústica también lo mezclamos allí, y creo que ha quedado muy bonito, todo el mundo me comenta lo bonito que suena ese disco, la voz, lo limpio que está todo. Nos llevamos muy bien, nos reímos mucho, es vasco, y comemos de maravilla, y bebemos unos vinorros estupendos [risas]. O sea, es vivir.

 

Comentabas que Mi vida en Marte es un disco variado, y se nota. No has buscado precisamente la unidad estilística, hay muchos cambios. De hecho, hay algunas canciones —como “Un poco de amor”, “Dibujar en mi piel” o “Seres soñando en vidas paralelas”— que me remiten a un Manolo de los primeros tiempos, al de Los Rápidos, al sonido pop rock de la nueva ola. No sé si ha sido intencionado.
No, no ha sido intencionado, no tengo el control sobre esas posibilidades sonoras o compositivas, me dejo ir. Pero supongo que quien tuvo retuvo. Mi pretensión es obtener canciones que luego tienen una unidad en un formato que es un disco, pero no tengo ninguna idea de unidad. Igual un día me da una pájara y tengo una buena idea y hago un disco con pretensión de unidad, de mensaje sonoro, de texto. No es el caso. De hecho soy muy consciente de que no tiene nada que ver la primera canción, “Diez mil veranos”, con “Seres soñando en vidas paralelas”, en unas estoy más cerca de los Talking Heads y de la música de los años ochenta de Nueva York y en otra estoy más cerca de Crowded House o de no sé quién. Me da igual, no tengo problemas ni le hago ascos a ninguna música, me apunto a un bombardeo. Sigo escuchando a Bambino, a Lole y Manuel, a Camarón, y sigo escuchando también a Crowded House, a Prince, a Nirvana, que no se van a acabar nunca, porque están ahí siempre. Con tantas músicas estupendas, para qué hacer melindres, para qué hacer asquetes, si el mundo está lleno de cosas buenas.

 

En algunos temas de Mi vida en Marte destaca la presencia vocal de Leonor Arteaga, que, disculpa mi ignorancia, no sé quién es.
Esta chica es una estudiante de arte, porque siempre estoy en contacto con estudiantes de arte, por mis exposiciones de pintura y mis líos plásticos. No es una vocalista profesional, para nada. Pero a veces el lado naíf, esa inocencia de alguien que no es profesional —que es como me siento yo también cuando meto una guitarra o una percusión—, me gusta mucho, porque le quita profesionalidad y seriedad. Es alejarte de aquello de qué bien suena este disco, todo es perfecto, está cuadrado, con Autotune, aquí nadie se despeina. La voz de esta chica es una voz inocente, de alguien que no es cantante, pero que para mí le aporta una magia al disco. ¿Te acuerdas de aquellos coros de los B-52’s? Pues esa fue mi idea cuando le pedí que cantara. Aquellos coros eran de chicas que no eran cantantes, que no tienen nada que ver con Aretha Franklin, pero que suenan muy simpáticos. Aquellos coros de los Buggles en “El vídeo mató a la estrella de la radio” [“Video killed the radio star”, 1979], que también eran muy inocentes. Pues esa era la idea.

 

Me estás dando la razón a lo que te decía antes respecto de algunos temas del disco, porque esos referentes que mencionas son muy new wave.
Sí, exactamente, porque ese ha sido mi tiempo también. Mi tiempo, como el tuyo, es el que tienes hoy, pero también el que tuviste, evidentemente, y te va dejando una huella, te va marcando. Porque en la historia de la música de las últimas décadas hay una cantidad de canciones de impresión. Fleetwood Mac es un grupo al que a veces se me va la batería sin querer [hace como que toca la batería con la boca], ¡qué culpa tengo! Evidentemente nunca sonaré a Fleetwood Mac, qué más quisiera, son buenísimos. Es como te decía: todo es de todos. Ya no es que te pongas a copiar o a plagiar, que jamás lo haría, mi pundonor torero, digamos, me lo impediría. Pero todo lo que has oído, los ritmos, los arreglos, los bajos…

 

Son los referentes.
Es así, son las referencias que tienes. Y el plumero que tenemos, que todos tenemos un plumero, se nos ve finalmente.

 

Antes has mencionado a Pepe Robles, que es uno de tus grandes ídolos.
Sí, siempre lo he dicho.

 

Y aquí te has dado el capricho de contar con él en “Angelina”, pero además le has dado mucho espacio en la canción. Los duetos tienden a ser muy democráticos en cuanto a reparto de estrofas, pero tú has decidido inclinar el peso de su lado, y disfrutar de su voz.
Claro, es mi pequeño homenaje a su maestría, también a su bonhomía, porque es una bellísima persona, un tipo encantador. Y me he complacido en su voz. Incluso cuando la mezcla ya estaba hecha, le decía al técnico: «Óscar, vamos a subir más la voz de Pepe»; y él me decía: «Bueno, vamos a ver el límite, porque esto es lo convencional en una mezcla». Y yo le pedía «un poquito más, que mola mucho, que se oiga bien su voz». Y aun así pensaba: «¿Me habré quedado bajo con la voz de Pepe? ¿Le tendría que haber dejado cantar mas?». Si invitas a alguien, quieres que sea su fiesta, que lo goce, no ser rata y hacer aquello de esta parte él, esta parte yo. No, esto era: «Canta, Pepe, sé feliz, que me encanta tu voz. Te he invitado porque me gusta tu voz y tu manera de cantar». Mira, una vez me lo encontré casualmente en México, en el aeropuerto, y me quedé pasmado, ¡Pepe Robles! Entonces él era director musical de alguien, había tocado con Alejandro Sanz, porque además es un gran guitarrista, un guitarrista excelente. Estuvimos hablando en el aeropuerto y yo le decía que no sabía cuánto había aprendido de él. De él, de Jesús de la Rosa. Y él me decía que había aprendido de no sé quién, y claro, es que esto es una carrera de relevos, nos vamos pasando el testigo unos a otros, y todos disfrutamos de los otros, admiramos a otros músicos.

 

Siempre has reivindicado a la gente que estuvo antes que tú, que al final son tu escuela, tus maestros. Es algo bonito.
Claro, es algo muy bonito, porque ellos nos han dado la posibilidad de continuar la fiesta, nos han dado la enseñanza, el entusiasmo, esa energía que han prodigado y han regalado. Yo no tenía tocadiscos e iba a casa de mi prima, y ella me puso los primeros discos de Serrat cantando a Machado, a Miguel Hernández. Y un día me dijo que escuchara una canción, era “Todo tiene su fin”, de Módulos, me quedé pasmado, ¡qué canción maravillosa! Y en el fondo es muy sencilla, tiene unos acordes sencillos, pero con una gracia, con una maestría en la melodía, el texto, la resolución, la producción, los arreglos. Y bueno, eso te marca y lo agradeces. A mí cuando alguien me dice que le ha influido algo de El Último de la Fila, o de mi periplo en solitario, pues bien, me alegro muchísimo, porque nada es de nadie. Todos, entre todos, podemos dar felicidad, porque la música es felicidad, es euforia, es entusiasmo.

 

En alguna ocasión algún compañero tuyo ha comentado que, llegada cierta edad, se pierde el falsete para no regresar nunca más.
¡Buah!

 

A lo que voy es a que tú todavía lo mantienes: lo sacas en “Reguero de mentiras”.
Sí, aún lo tengo, sí, ¡toco madera! Bueno, lo achaco a que nunca he sido fumador, nunca he sido bebedor, tengo muchísimos vicios, pero esos en concreto, no. Y son una lacra para los cantantes, para la voz: el alcohol, el tabaco, el humo no son muy buenos. Quiero pensar que lo mantengo por esa, digamos, parquedad en mis vicios. También te digo que no tengo el mismo falsete que antes, pero tengo el suficiente y puedo defenderme. De hecho, el falsete es la prueba. La obsesión del cantante cuando tiene concierto es levantarse pensando cómo tiene la voz. Y yo, lo primero que hago cuando me despierto y tengo esa noche concierto, y quizá tuve otro dos noches atrás, es hacer un falsete [lo hace]. Y si no tengo falsete, esa noche lo voy a pasar mal, lo voy a pasar fatal.

 

¿En serio?
Sí, es así, si no hay falsete vas a estar afónico, no vas a poder cantar bien. Si tienes falsete, te va a salir la voz, es la prueba de fuego. Así que mientras tenga falsete, bien. Cuando no lo tenga, no sé, pintaré más, haré más cuadros y menos canciones. O haré canciones y que las cante otro.

 

El título del primer disco, Mi vida en Marte, ¿a qué se debe, a lo marciano que eres?
Bueno, a veces me siento un marciano en este planeta, junto a muchísimas más personas. Los hay que parece que viven en una continua fiesta, aquello de todo el monte es orégano, o todo el monte es orgasmo. Y luego estamos otros a los que nos preocupa el devenir, el acontecer social, económico, político, ambiental. Te preocupas por eso, y a veces te preguntas por qué eres tan torpe, por qué no me compro una cabra y me estoy tranquilo en el campo o en el monte, cantando con una lira, por qué me preocupo por lo que no puedo arreglar. Pero estás al tanto de cómo funciona el mundo, formas parte de ese mundo, un mundo global en todos los sentidos, y sí, me siento un poco marciano. A veces digo cosas y me miran con cara de «este tío qué dice, no se entera de nada». Y probablemente no me entero de nada, soy un poco marciano. Luego un día lees una noticia: «Proyecto para urbanizar una parte de Marte», un centro de no sé qué, con las imágenes de una maqueta. ¿Esto es una broma? Allí hay unos vientos huracanados, gélidos, es un pedrusco solitario, sin agua, ¿qué estáis diciendo? ¿Qué pasa, que ya nos hemos cargado esto? ¿Pretendéis cargaros totalmente el planeta azul y que todo el mundo se vaya para allá con una escafandra y esté trabajando telemáticamente, en pantuflas en su cubículo? ¡¿Os podéis ir a la mierda?! Así que se me ocurrió la broma esta de Mi vida en Marte, pensando en qué tonterías son esas.

 

«Soy un autor de ficción, digamos que escribo novela. Sí que soy un poco, a mi pequeña y humilde manera, filósofo en mis frases»

 

La huida en busca del tiempo primigenio

 

Muchas de tus canciones incluyen el anhelo de la huida, aquí incluso titulas una canción “Quisiera escapar”, en la que dices que quieres escapar a la sierra del Segura, que es el lugar de tus orígenes.
Sí, ese querer escapar es querer reencontrarte con tu patria, que no es un lugar geográfico, es un tiempo de tu vida, que es tu niñez. Una niñez en la que a mí me tocó un tiempo de libertad, de libertad para un niño, libertad rural. Estabas un poco asalvajado, asilvestrado, era jugar al balón, montar en bicicleta, ir por los campos, ayudar a los abuelos en la recogida de la oliva, el tema escolar era mucho más laxo que ahora, no era tan rígido, si llegabas quince días más tarde a las clases no pasaba nada. Yo me pasaba todo diciembre en el pueblo, y el verano eran cuatro meses allí. Ese querer escapar es en el fondo querer volver a esa sensación, a esa emoción, a ese pulso primero donde todo es mágico, donde todo es libertad, sol, lluvia, ir a buscar caracoles, está lloviendo, está nevando, la matanza, estar con tu familia, la recogida de las cosechas, la trilla. Eso te deja una impronta muy seria, muy profunda que no se suple, no se suplanta. No me sirve un móvil, la tableta, los ochocientos mil whatsapps que me puedan mandar o que yo pueda mandar. No tiene nada que ver, no da esa emoción tan bestia, tan bonita, en el sentido de grande, de aquel tiempo. Un tiempo que no volverá pero al que en las canciones vuelvo, en los cuadros vuelvo y en mis relaciones personales con amigos, también. Entroncas con personas que tienen ese mismo sentir, que necesitan un paisaje no idílico, sino primigenio, que piensan, como pienso yo, que hemos llegado a un mundo demasiado gastado. A mí me habría gustado ver este mismo paisaje sin quitamiedos, sin peajes de autopistas, sin letreros gigantes de Ademuz a Valencia, de Valencia a Albacete, torres eólicas, placas solares, polígonos industriales… Me gusta echar la vista hacia el horizonte y ver la bruma, las montañas azules, los campos verdes, caminar hacia el horizonte sin vallas, sin cercados, sin presencia humana, sin esa huella nuestra a veces nefasta, aunque necesaria, pero también cuestionable en la totalidad de su necesidad.

 

Sin embargo, sigues siendo un urbanita, creo.
Sí, vivo en la ciudad, y bueno, cuando estoy de concierto soy nómada de autopista y de AVE, p’arriba y p’abajo, de ciudad en ciudad. Porque, claro, no puedo tocarle mis canciones a un pastor de cabras en una aldea, tengo que ir a Burgos, a Valladolid, a Valencia, a Sevilla, a Tarragona… Con lo cual, soy urbanita. Siempre estoy en hoteles, es como decía Sabina: «Hotel, dulce hotel». Esa es la vida del músico, y bendita vida, a mí me gusta.

 

En “No lloras y juras” repites versos de “Quisiera escapar”. ¿La idea era hermanar ambas canciones?
Bueno, eso es una fricada que he hecho, tenía tantas cosas escritas que cuando estaba con los temas ya tirados para adelante, me di cuenta de que había fragmentos de frases de unos que había cantado en otros, palabras que había repetido, y pensé que me daba igual. Así que hay versos repetidos, palabras repetidas, pero son canciones diferentes, momentos diferentes, interpretaciones diferentes, y no los cambié, los he dejado. No sé, es otra forma de expresión, se podría decir [sonríe].

 

Incluyes canciones claramente dedicadas al amor, como “Un poco de amor” y “Bello es amar para siempre”. A estas alturas de tu carrera, con decenas de composiciones detrás, ¿todavía encuentras formas nuevas de cantarle al amor, al que le has cantado tanto?
Sí, ¿quién no le ha cantado? Para el grueso de los autores del mundo la temática central de sus obras es el amor, de ahí se nutre el noventa por ciento de las canciones. La temática es amor, amor en todas direcciones, en todas las posibilidades y todos los encuentros posibles. Bueno, yo soy un autor de ficción, digamos que escribo novela [ríe]. Sí que soy un poco, a mi pequeña y humilde manera, filósofo en mis frases, pretendo que haya un pequeño mensaje, pero finalmente también hay mucho de broma, hay mucho de ganas de participar en la debacle cósmica, porque esto es una debacle de todos, y lo que pretendemos es respirar. Como decía Siniestro Total, todo se resume a «cuándo se come aquí» y «ante todo mucha calma». Ellos son unos sabios filósofos possocráticos, pero a la altura del maestro. Lo dejaron bien claro, y estoy de acuerdo con ellos, son de mi quinta generacional. Y al final, en esta debacle, magnífica a ratos y a ratos espantosa, hay que reírse un poco. Es ficción, no soy un experto, no soy ni sociólogo, ni psicólogo, ni sexólogo, ¡no entiendo nada! Como dice Andreu Buenafuente en su programa de radio, Nadie sabe nada. Pues yo también soy nadie: no sé nada, y no entiendo nada. Hago lo que puedo y voy contando, y me han dicho que el que pretende grandes cosas, grandes amores y grandes pasiones, luego también tiene grandes problemas. Pero también me han dicho que si vas más tranqui, todo va más tranqui. No sé mucho más.

 

Como dices que escribes ficción, ¿hay que entender que no te sucede que haya mujeres que pretendan llevarte a Estrómboli?
Soy muy pudoroso a la hora de comunicar mis cuestiones personales. Primero porque no tengo la pretensión de que sean tan importantes…

 

Tú eres una incógnita.
Bueno, me gusta trabajar mi incógnita, porque siempre he defendido que lo importante de un creador es su obra, no él. Sí que es cierto que nos provoca cierto morbo, cierta curiosidad saber si Velázquez hizo esto o aquello, o si Picasso hizo lo de más allá, o si tal cantante tiene una mansión de doscientas hectáreas o viaja en patinete, sí. Pero es anecdótico y podemos vivir sin eso, en cambio no podemos vivir sin sus canciones. Sus canciones nos aportan vida. Si Prince iba en patinete o viajaba en avioneta, no me arregla la vida, en cambio una canción suya me arregla la mañana. Esa es la idea, por eso no le doy más importancia y no cometería nunca la osadía de intentar en mis canciones desahogarme o contar mis cosas. Todo el mundo tiene cosas, pero uno se desahoga con su gato, con su prima, con alguien cercano, no con la gran masa humana: os voy a contar mis penas o mis alegrías. Por favor, qué pretensión, qué vanidad tan desmesurada.

 

Volviendo a la canción “Stromboli”, que me parece deliciosa, usémosla como ejemplo de tu método de composición: ¿cómo nace, desde el nombre de la isla, del volcán, y a partir de ahí fabulas?
Pues mira, esa precisamente tiene una parte muy cercana a la realidad, que surge de una invitación que me hacen a ir a la isla de Estrómboli. Alguien me dijo que allí podría trabajar tranquilo, componer y pintar. Esa es, precisamente, la única de todas estas que se acercaría a un hecho veraz. Que en realidad no hay ningún hecho, porque no pasa nada en la canción, simplemente queda en una invitación. Pero a partir de ahí, recordando la invitación, fabulo. Fabulo, con mi imaginación desbordante y a veces un tanto disparatada, y me invento una historia en la que entrevero con la mayor sinvergüencería, y me acuerdo de Amilcar Barca y de la isla de Sicilia, porque te dicen que puedes ir a Sicilia, y piensas: «Joder, Sicilia, que se la quitaron al padre de Aníbal, le dieron una patada en el culo los romanos». Y meto eso ahí porque me apetece, el que ha leído un poco de historia lo sabe de sobra, pero me apetece introducirlo en la canción y cantarlo. «Los hijos de la loba codiciosa», digo al final. Amílcar Barca sufrió ahí un descalabro brutal, hablamos de hace dos mil trescientos cincuenta años o así. Pero es que me gusta ese caos textual. Cuando leo libros me gusta el enigma, el cuestionamiento. Uno de mis libros preferidos es 2666, de [Roberto] Bolaño, un libro inconcluso, que no acabó porque, lamentablemente, dejó de estar con nosotros. Pues me gusta cómo salta de un lado a otro, cómo te deja un poco en el aire, es algo que me entusiasma, y en las canciones también me gusta eso. Me gusta cuando no acaban de contarme una historia, cuando me sugieren y me dejan que yo interprete a mi manera. Eso es lo que hago en muchas canciones. En “Stromboli” también, voy mezclando ideas y acabo hablando del padre de Aníbal.

 

Sí, de hecho en varias canciones del disco dejas como pequeños apuntes de historia, y creo que el oyente los agradece, encuentra como claves, es casi intertextualidad.
Sí, hago lo que me gustan que hagan conmigo: me dan pistas e intento seguir, buscar el escondrijo de la liebre. Hago lo mismo: voy dejando pistas inconclusas. Sucede una cosa muy bonita que a veces me han comentado personas a pie de calle, aquello de decirme que «esta canción la interpreto así, a mí me pasó esto y me he sentido identificado». Tres días después, otra persona me dice que se ha sentido identificada con esa canción pero por otros motivos. Y he pensado que no acierta ni uno ni otro, pero es que tampoco acierto yo, yo le doy mi interpretación y cada uno la suya. Es lo que decía Serrat hace ya mucho tiempo, que las canciones una vez se publican ya no son tuyas, son del que las escucha y él hace con ellas lo que quiere.


¿Crees, como cantas en «No tienes ni un minuto que perder», que «el porvenir es ese incierto tesoro, que solo en mar, sol, campos y estrellas sé que voy a encontrar»?

Absolutamente, es una creencia mía para conmigo mismo. No me complazco en las grandes ciudades ni en estar todo el tiempo de compras, adquiriendo el último adminículo que sale al mercado en tecnología, motor… No tengo ningún interés en eso, ni apacigua mi espíritu de torpe mortal. Pero sí hay un apaciguamiento en mí cuando, no sé, en octubre paro el coche en una playa de la provincia de Castellón y me meto un chapuzón, ya nadie se baña, porque hace frío, y luego me subo a un peñasco en el que hay una ruina árabe de la que queda apenas un torreón y me paso la mañana subiendo pedruscos, llego allí y he pasado una mañana magnífica, me ha dado el sol, el viento. Oye, lo siento, pero nadie es perfecto. Hago lo que puedo.

 

De ahí esa broma estupenda que has introducido en “Diez mil veranos”, diciendo eso de «black friday».
Sí, hago «¡hop, hop, black friday!». Es como las pulgas amaestradas del circo: arriba, arriba todos. Las masas, consumid, consumid. Vamos a consumir, que nos vamos a comer el planeta con patatas. Pero bueno, yo también estoy en ello, también estoy consumiendo, soy consumidor y usuario, palabras espantosas. Desde luego tengo mi visión crítica de cómo estamos actuando los humanos, aquello que hemos oído muchas veces de Einstein: hay dos cosas infinitas, el firmamento y la estupidez humana. No es que toda la humanidad sea estúpida, pero nuestro comportamiento está demostradamente siendo estúpido.

 

En la medida de lo posible permaneces ajeno a los focos y la farándula, a la vida social y al salir en la foto más que por razones estrictamente profesionales. Pero en 2020 te dieron la medalla al mérito en las Bellas Artes, e imagino que eso, en todo caso, y como reconocimiento a la labor desarrollada, agrada.
Te prometo que nunca he obrado en esa dirección. Mi afán siempre ha sido componer, cantar, escribir mis cosas, estar con otras personas obteniendo un resultado de la vida, el resultado que nos dan los días, el resultado que nos da un concierto, un disco, una canción, un libro, un encuentro entre amigos, una cena. Nunca he trabajado en la dirección de buscar prebendas, laureles… Quizá soy demasiado humilde, pero tampoco es una falsa humildad, sencillamente mi tiempo me sirve para intentar crear mi pequeño mundo, porque el mundo real, pretendidamente real, lo veo extraño, es un poco surrealista. El resultado de lo que acontece, cómo funciona todo cuando podría funcionar de otra manera, me parece extraño. Y de pronto me dicen que me dan el premio por tal, y en principio, te prometo y me puedes creer, dije: «No, no, no voy a ir, no quiero ninguna medalla, no quiero nada». Lo que quiero es que me dejen hacer más discos, que el disco guste, que mi concierto haya gustado y que la vida me deje subir muchas noches a cantar y poder hacer muchas más canciones. Esa es mi medalla. Y luego, personas que trabajan conmigo, de la compañía de discos y demás, me dijeron que tenía que ir, que sería de mala educación no ir. Y yo soy persona agradecida, pero no voy ufano, en plan «voy a recoger algo que me merezco». Te juro que no pienso que me lo han dado porque soy la bomba, no, solo pienso en que tengo que hacer mejores canciones. Mira, me he quedado con las ganas de hacer una bulería, que no tengo ni idea de cómo se hace, pero es que mi cabeza siempre está ahí, también en pintar. Ahora tengo una exposición en Burdeos en junio y estoy pensando en los quince cuadros que voy a llevar, en si este o aquel los voy a retocar. Mi cabeza está en eso, creo que como la de cualquiera que se dedica a componer o pintar. Te dan una medalla y lo agradeces, es una ayuda, pero también es algo que pasa, y además a una velocidad pasmosa. En casa tengo una placa, de la plaza de toros de Valencia, de una emisora de radio, no recuerdo bien, es del año 2001, la tengo colgada y cuando paso por ese pasillo, hay días que la miro y pienso: «¡2001, cuánto tiempo hace de eso!». ¿Y alguien se acuerda de aquello? No. Ni yo me acuerdo. Ni el que me la dio se acuerda. Los honores pasan. Para mí es un honor vivir y vivir de una manera razonable, intentar ser una persona mesurada, más o menos austera, no ser una persona disparatada. Con todo lo que respeto a las personas que disparatan sus vidas.

 

Ha habido grandes creadores con vidas disparatadas que nos han dado muchas alegrías artísticas.
¡Por supuesto! Lo celebro absolutamente, porque la parquedad tampoco es el camino, es el tuyo, y ser un ratón de estudio y de biblioteca es tu camino. No es el camino. Cuando veo personas muy extrovertidas, muy abiertas, muy lúdicas en su forma de vestir, de reaccionar, de hablar, de funcionar en el mundo del arte, de las canciones, me gusta mucho, y me alegro, porque si todos fueran como yo, con una camisa normal y una chaqueta normal, ¡pues qué aburrimiento! Me gusta que haya otros de otro modo porque dan diversidad y muchísima alegría. Pero yo no he salido así, hago canciones y me voy a mi casa. No soy un recogedor de medallas, soy un recogedor de canciones, las mías. Voy con un cazamariposas tratando de cazar canciones, a ver si me sale alguna.

 

¿Sigue haciendo ilusión ese momento en que te llega la caja con el nuevo disco recién fabricado, o la caja con tu poemario, El fin del principio (2020), y lo abres, lo tocas y lo ves por vez primera? ¿Después de tantos años esa sensación e ilusión permanecen?
Eso es lo que más ilusión me hace. Mira, ayer me dieron el disco, este doble, y como estoy en Madrid, en un hotel, me fui a una tienda y compré un lector de cedés para oírlo. Pedí un lector de cedés y me dijeron: «¡Pero si eso ya no se hace!». Al final, el hombre, rebuscando, me dio uno y me lo llevé al hotel para poder oír el disco. ¡Y una ilusión mirando el diseño!, que lo he hecho yo junto con un diseñador que ha manejado el ordenador: esto verde, esto azul, esta letra. Todo, lo he hecho todo con él, sé de arriba abajo cómo es todo, he elegido la portada, la contraportada. Pues me tiré toda la tarde mirando mi propio disco. Fijándome en los colores, en si este ha quedado bien y ese otro un poco oscuro. ¡Leyendo mis propias letras! Que las he escrito yo y las he retocado yo [risas]. En cambio no estoy un día entero mirando la medalla que me han dado.

 

Lo intuía, por eso lo he preguntado.
Claro, con todo el respeto y el cariño, lo agradezco, salgo a la palestra y muchísimas gracias a las personas que han pensado que soy merecedor de esa medalla. Pero tampoco me va la vida en ello, no necesito medallas, necesito la emoción de vivir. Una medalla, finalmente, es un acto de vanidad, es poner a alguien por encima de los demás. Sí, si quieres tiene un mérito en cuanto a la creación, en cuanto a la capacidad de generar emoción, es muy bonito y está muy bien, pero al final, el acto de crear es superior. Como lo es el agradecimiento de la persona anónima, de a pie, la persona que te encuentras en una esquina, te agradece, te da un abrazo, te invita a un café por tus conciertos, por tus canciones. Esa sí es una medalla que la manoseas y la mimas, y si no la tienes, la echas de menos.

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