Mihura. El último comediógrafo/Observen a estos hijos de puta, de Adrián Perea

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«El autor es un renovador que, es este caso, transita por caminos ya trillados en nuestra dramaturgia, pero les da un aire nuevo y los trae a nuestros tiempos»

 

Adrián Perea
Mihura. El último comediógrafo/Observen a estos hijos de puta
PUNTO DE VISTA EDICIONES, 2025

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Es una historia muy antigua, de hace casi un siglo. Un joven llamado Miguel Mihura, que proviene de una familia que se dedica al teatro, acude al Balneario de La Toja, para tratarse unos fuertes dolores de cadera. Allí coincide con la hija del propietario, de la que se enamora y con la cual llega a formalizar la relación con vistas a un matrimonio.

Tras ese verano, Mihura acompaña al empresario de variedades Alady en una gira, con el encargo de componer los números del espectáculo y algunos chistes. La compañía lleva consigo a seis bailarinas del norte de Europa y Miguel Mihura no tarda en enamorarse de una de ellas y romper su compromiso con su novia gallega. Sin embargo, no acabó la gira. Los dolores aumentan y se ve en la obligación de volver a su Madrid natal para someterse a una intervención que lo tiene en reposo tres años. En el hospital, aburrido, escribe un texto teatral que rememora esos episodios amorosos. Se llamó Tres sombreros de copa.

Con estos mimbres, otro comediógrafo, Adrián Perea, a sus veintisiete años saludado por la crítica como la gran esperanza del teatro español y con un público aún minoritario, pero fervoroso y fiel, construye el primer acto de su obra en homenaje a Mihura. Inteligentemente, desdobla el personaje en dos: Miguel, el autor joven, lleno de empuje e ilusión, y Mihura, el mismo, ya mayor, que apuntala comentarios que permiten entender la historia de la comedia. Que no acaba aquí, sin embargo. El joven Mihura quiere estrenar, pero los empresarios coinciden en que es irrepresentable. Su humor, tierno y con unas gotitas de ácido, no iba a ser entendido por el público de la época. Incluso algunos lo tildan de loco.

Y aquí empieza el segundo acto. Gustavo Pérez Puig, después egregio realizador de televisión, acude al domicilio de un Mihura ya cincuentón para pedirle, en nombre del Teatro Español Universitario, permiso para poder estrenar su obra, que en veinte años no lo había hecho. Y, ahora sí, es un éxito de público y se convierte en uno de los grandes clásicos del teatro español. El tercer acto cierra la obra de manera magistral, el autor se incorpora a la obra y visita a una sobrina de Mihura para comentarle la propia obra que se está representando. Hay, asimismo, escenas en las que se imagina qué pasó con esa relación entre dramaturgo y bailarina, y el autor intenta darle un final que cierre una obra que había quedado dolorosamente abierta. La dimensión metateatral envuelve toda la obra, entonces, y se entiende que no hay un homenaje aquí a Miguel Mihura, sino un homenaje a la comedia que toma como base un texto emocionante, lleno de momentos pasionales que se sajan con el cúter del humor.

El volumen incluye otro texto de raíces bien diferentes: Observen a estos hijos de puta. El presidente de un club de fútbol, cuya equipación deportiva es de color blanco, le propone al presidente del gobierno que presente una ley para que los delfines sean aceptados como animal doméstico. Un comienzo tan absurdo solo podía dar pie a una comedia de episodios en los que se van encadenando diversos casos de corrupción que, transversalmente, discurren por todas las clases sociales y épocas. Hay empresarios y políticos —el grueso, claro—, pero también escenas con los primeros homínidos, con senadores romanos, con mendigos y con padres que sustraen bolígrafos de parques temáticos. Los gags son constantes y rozan el absurdo a la manera de Jardiel Poncela o Tono.

No es campo de público mayoritario el teatro en nuestro país, excepto los musicales. Y Adrián Perea no goza del reconocimiento que merece su talento. Si hubiera sido novelista, o incluso poeta, aparecería en todos los diarios como el gran renovador del género. Un renovador que, es este caso, transita por caminos ya trillados en nuestra dramaturgia, pero les da un aire nuevo y los trae a nuestros tiempos.

Anterior crítica de libros: Paseo de Gracia, de Loquillo.

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