Los Hermanos Cubero se tiran al monte

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«Reflexión sobre la dualidad, las luces y las sombras, y los riesgos que se asumen al no seguir el camino estipulado»

 

Los Hermanos Cubero han contribuido a eliminar esos prejuicios con los que se suele encontrar el folclore patrio. Proclamando su derecho a ser distintos, han abierto la senda por la que transita una generación de artistas que reivindican sus raíces sin ningún tipo de complejos. Antonio Jesús García Sánchez analiza su historia y su disco más reciente.

 

Texto: ANTONIO JESÚS GARCÍA.
Foto: SARA IRAZABAL.

 

Toda la Alcarria está ocupada, musicalmente hablando. ¿Toda? ¡No! Una aldea poblada por irreductibles cordaineros resiste, todavía y como siempre, al invasor. Son Los hermanos Cubero. Reconozcamos que son peculiares estos tipos. Hay que tenerlos muy bien puestos para dedicarse a lo que se dedican. Imaginamos el día que Roberto y Enrique le comentaron a sus coleguillas: «vamos a mezclar el folklore castellano-manchego con el bluegrass de Kentucky», a lo que estos, probablemente, les responderían: «¿ya habéis vuelto a fumar?»

Tras su paso por diferentes sellos y álbumes tan acongojantes como Quique dibuja la tristeza, los Cubero se han tirado al monte autoeditando este trabajo que, al margen de volver a sus orígenes musicales, revindica con orgullo el derecho a ser distintos haciendo hincapié en la singularidad creativa. Hemos de reconocer el empeño de Los hermanos Cubero en acercar al público el olvidado y casi desconocido folk patrio. Admitámoslo, antes de Cordaineros de la Alcarria, su carta de presentación, el nombre de Agapito Marazuela nos sonaba más a personaje de una película de Ozores en El liguero mágico que folklorista ilustre. Esta aproximación se nos presenta de una forma descarnada, honesta, sincera y sin florituras. Haciendo oídos sordos a los envolventes cantos de sirena que tanto cautivan a otros músicos en forma de electrificación y efectos varios. Grabado tan solo con mandolina y guitarra, este disco rezuma una singular autenticidad, revelándosenos, manifiesto incluido en la parte trasera, todo un alegato contra esas modas que vienen y van. Un trabajo, este, en el que se aprecian más que nunca las diferencias compositivas entre los dos hermanos.

Dispuestos siempre a revindicar sus orígenes, el álbum arranca con “Corrido de Fuenterrebollo”, un tema tradicional arreglado por Roberto, al igual que “Habas verdes de Valladolid”, que junto a las “Seguidillas de Zarzahuriel” y “Cuberología”, compuestas ambas por Roberto, configuran un recorrido instrumental por el imaginario castellano-manchego. No deja de ser curioso lo rápido que en su momento abrazamos por estos lares los postulados de Baez, Dylan y otros representantes del folklore estadounidense y lo lejano y ajeno que nos parece el nuestro. Probablemente, una errónea identificación de la tradición con los valores patrios pregonados por una represora dictadura tenga algo que ver con ello, pero, esto es otra historia.

En “Sambenito” echan mano de esta prenda utilizada por la Inquisición española como identificador de la infamia, para ilustrarnos sobre las consecuencias que acarrea salirse de la norma, de lo establecido, del precio a pagar por ser diferente. De hacer lo que se crea oportuno sin miedo al qué dirán. “Olvido, alegría y autoestima” nos habla de anhelos y conceptos que conviven en nuestro ser y que junto a “Como si alcanzar pudiera”, sobre el remordimiento ante los lances perdidos, nos remiten a la habitual melancolía de Enrique ya puesta de manifiesto en Quique dibuja la tristeza. Pesadumbre similar se extiende a “En el baile”, donde la morriña de un pasado mejor te atenaza impidiéndonos crecer.

“Muy tonto para Madrid, muy feo para Barcelona”, la reivindicación, con su dosis de humor, de lo artesano y frente a la opulencia a las grandes producciones en serie. Libertad y creatividad como contraposición a opresivos corsés industriales. “Cubero bueno. Cubero malo”, la portada ya nos muestra a Roberto y a Enrique en una suerte de ying y yang que, a la vez, forman un todo. Reflexión sobre la dualidad, las luces y las sombras y los riesgos que se asumen al no seguir el camino estipulado. Una vez más, una autoafirmación de su idiosincrasia artística, empeñados, como los salmones, en remontar el río sin importarles ir a contracorriente. Nunca ha sido fácil abrir la senda.

Desacomplejada y emparentada con las rancheras se nos antoja “Balas y fuego”, tema tradicional prestado del cancionero de los vallisoletanos Vallarma. Con “Seguidillas de Mondéjar”, una variante de las seguidillas manchegas, reafirman, por si alguien aún lo duda, su amor, querencia y apuesta por el folclore alcarreño. Cierra el álbum la brillante “Efímera” en la que Abril Ruíz, hija de Enrique y último miembro en sumarse al clan, asume el papel asignado a Amaia en Errantes telúricos.

Porque los Cubero son un clan no exento de talento cuyas cabezas visibles son Roberto y Enrique, pero si hay que hacer una ilustración para la portada la hace su hermano Ernesto o si necesitan un texto lo escribe su hermana Elena, como ya hiciera en Flor de canciones. Como esos japoneses que continuaron luchando sin saber que la guerra había acabado, los Cubero, emboscados en la Alcarria y armados de guitarras y mandolinas, no están dispuestos a rendirse y, por el bien del panorama musical español, esperamos que resistan mucho tiempo.
No alcanzamos a imaginar unos tipos barbudos con camisa de cuadros y peto vaquero en un bar de los Apalaches, armados de banjos, mezclando las enseñanzas de Bill Monroe con la jota manchega; pero sí a Roberto y Enrique en un honky-tonk de Nashville, tipo Granujas a todo ritmo, donde un incrédulo y beodo público les estrella botellas sobre el vallado protector. O no, lo mismo les gusta.

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