25 años de “Azul”, el disco en el que Elefantes se pusieron tristes

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«Canciones que deleitan, a cuál más agradable, más bien trazada»

 

Elefantes fue un grupo al que le costó llegar, pero que, cuando lo hizo, no dejó de editar obras maestras. Y pronto, tras un primer disco en una discográfica modesta y un Enrique Bunbury que les quiso dar un empujón, aparece Azul, un álbum cargado de dolor, pero también de melodías primorosas, de arreglos inteligentes y la voz de Shuarma, su vocalista, que se entrega en cuerpo y en alma. Ahora, veinticinco años después, se reedita a manos de Warner. Ocasión que ni pintiparada para volver a disfrutarlo. Por César Prieto.

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Les costó formarse —el bajista tardó en aparecer, en 1994—; les costó llegar, aunque tuvieran un éxito local en Barcelona; y para grabar su segunda maqueta y su primer epé tuvieron que tirar de ahorros. Un sello de corta vida y nada interesante, excepto ellos, acogió este epé que —los ahorrillos dieron para algo más— fue mezclado en Boston. Su estética tampoco se avenía con los nuevos tiempos, cercana a unos ropajes glam que coincidían con los que, por la época, vestía Suede.

Fueron, muy poco a poco, aumentando su presencia en el pop nacional con la publicación del epé. Aun así, siguieron tirando de ahorros para autofinanciarse. La producción también corrió de su cuenta en un primer elepé, El hombre pez, que, a pesar de no destacar por la pulcritud de su sonido, contaba con hermosas canciones, plagadas de simbolismo e intenciones poéticas. Las ventas son nulas. Sin embargo, se les aparece una figura casi milagrosa que va a hacer que cambie su suerte.

Enrique Bunbury, tras verles en directo, les ayuda a encontrar una discográfica más potente que esa AZ Records en la que están: Hispavox. Ahí está el impulso para el gran salto del grupo: Azul, el elepé del año 2000. Se han cumplido, pues, 25 años de su aparición, y Warner celebra la efeméride con una nueva edición del disco.

La imagen y los videoclips del grupo cuidan la imagen glam, y los trece temas aúnan pop y rock —especialmente setentero—, aromas mediterráneos e incluso folk. La portada parece improvisada, pero eso la hace más atrayente. Bajo el color que da título al disco, los componentes posan como si los hubieran cogido en plena salida al escenario, con aspecto cuidado, pero nervioso. Las colaboraciones son también de lujo, desde Dani Nel·lo a Clara Montes o Jaime Urrutia. A ello se alía la gira en la que actúan como teloneros de Bunbury. Así que, por primera vez, pueden llegar al gran público, con un disco que es de los mejores del año. Incluso se permiten una secuela, Azul (en acústico) para aprovechar el tirón.

El repertorio es muy variado y hay muchos matices que los arreglos se encargan de sugerir por medio de acordeones y secciones de viento llenas de imaginación. La canción más destacada es la que da título al disco. Un goteo introduce una maravillosa acústica y una balada clásica en la que la nostalgia también gotea y va creciendo sin pausa y sin dejar nunca de acariciar los sentimientos y el pasado.
“Se me escapa el tiempo” tiene un aire porteño, con bandoneón, una instrumentación que remite a Los Rodríguez y una letra en la que el amor se entiende como sufrimiento. Lágrimas y sangre explotan en esa vena de dramatismo que tan bien hemos sabido contar en castellano. El bandoneón también aparece en “Me he vuelto a equivocar”, aunque esta se levanta con una formación de rock al uso —y algunas estrofas en francés— que conduce a un final esplendoroso. A partir de aquí, el recorrido es a velocidad de crucero, nunca bajan el listón.

Pasaremos por el inicio de piano y el preciosismo de “Me gustaría poder hacerte feliz” —con la voz de Marilia, que después ha hecho una impecable carrera—, por la versión de “Se me va”, escrita por Manuel Alejandro para Raphael —pero escuchen la versión de Bambino y verán lo que es bueno— y por canciones que deleitan, a cuál más agradable, más bien trazada. Y, aunque no parezca creíble, el final sube aún más el listón.

Es un disco de desamor, y “Cuéntame”, la más ochentera, potencia una trama de reencuentro con la pareja con esos sonidos sintetizados de la época que hacen que las guitarras no suenen tan directas, tan cortantes, y establezcan un colchón de dulzura con un fondo orquestal, al que asaltan los vientos finales. “Vuelves a hacerte notar” va un poco más atrás, a los setenta, más por el desarrollo de la canción, por las armonías aquí más presentes, por el órgano… Algo evanescente, en todo caso.

Y llegamos a “Cuando no tienes por qué mentir”, la que cierra el disco, nocturna y cadenciosa, que pide un bar oscuro, selecto, aunque con combinados derramados en el suelo, con hombres en sombras, con una soledad que conecta con la letra. El disco acaba como empieza, con sonidos naturales en este caso de pájaros y un piano poco activo, melancólico.

Tras ello, el futuro parece sonreírles. Phil Manzanera y Quimi Portet producen el tercer elepé del grupo, La forma de mover tus manos, que se decanta por una mezcla de glam rock y de cadencias mediterráneas. La producción está a la altura de lo que el grupo merece. Ahora sí que la respuesta del público es masiva, en un disco que es comercial y, a la vez, de alto calado. Para aprovechar la inercia, se edita un doble cedé, La forma de mover tus manos y otros paisajes, con sus luces y sus sombras.

A partir de ahí, una gira extensa y el disco de 2005, Nubes blancas, menos agresivo en contenido y actitud. Y, quizá, faltos de expectativas o de referentes, la disolución —que llegó en 2005—, el concierto de despedida en la sala Razzmatazz y el consabido cedé recopilatorio. Si se establece por años, fue una vida corta. Si se establece por emoción, una vida intensa. Y, sobre todo, grandes discos, de aquellos que quedan en la historia como cápsulas secretas de momentos agradables.

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