Un gusano en la Gran Manzana: Tiempos duros, buenos tiempos y música para el final de los tiempos

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«Un enamorado del country de quien apenas existe información. Sin familia y con pocos amigos, al morir había acumulado una fantástica colección, en especial una notable cantidad de misteriosas pizarras fechadas en los años veinte y treinta. Vamos, lo que se dice el candidato ideal para un cómic de Robert Crumb»

 

Julio Valdeón Blanco, desde su rincón de la manzana neoyorquina, nos habla este mes de locos maravillosos que atesoraron colecciones de polvorientos discos de pizarra gracias a los que hoy disfrutamos de estupendas recopilaciones. De la maravillosa cultura discográfica, sí, de eso nos da cuenta.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

Como viajeros por el desierto de Utah, un día mi chica y yo llegamos a un pueblo cochambroso. Entre jardines famélicos, árboles secos y coches oxidados paseamos flipados hasta que una tormenta de barro azotó las calles con chuzos oscuros. Poco después saldría de sus escondrijos una marea de insectos. Aquel villorrio hubiera sido escenario ideal de una película de serie B de la era atómica, a lo «Them», con animales no sé si dispuestos a reclamar deudas antiguas o indigestados por un exceso de líos radioactivos. Situado no lejos del parque nacional del Capitol Reef y el cañón Bryce, estaba despegado del mundo exterior por monumentales dorsales rocosas y tierras áridas. Cuando comentamos a la recepcionista de nuestro motel, una joven mormona, que vivíamos en Nueva York, reaccionó como si descendiéramos de un platillo volante. A todos los efectos Manhattan se le antojaba igual de inalcanzable que Saturno. A la mañana siguiente encontramos un establecimiento atiborrado de fósiles de dinosaurio. Los había recogido un paisano que a sus noventa años, sentado en un sofá en mitad de la tienda, murmuraba cada vez que preguntábamos por precios a su octogenaria ayudante. No quería vender, explicó ella. Ni deshacerse de una pieza. Por modesta que fuera. Le resultaba insoportable, pero necesitaba el dinero: acosado por implacables facturas médicas y achaques mil. De aquella cueva mágica volvimos a la luz con dos trofeos. Un trilobite y un diente de Carcharodon (o Carcharocles: no hay consenso respecto al género) megalodon, primo zumosol y extinto del tiburón blanco.

Sirva este rodeo, yo me entiendo y al final quizá ustedes también, para hablar de Don Wahle y Nathan Salsburg. El primero un coleccionista de discos antiguos de Louisville. Un enamorado del country de quien apenas existe información. Sin familia y con pocos amigos, al morir había acumulado una fantástica colección, en especial una notable cantidad de misteriosas pizarras fechadas en los años veinte y treinta. Vamos, lo que se dice el candidato ideal para un cómic de Robert Crumb. Entonces Salsburg entra en escena. Él mismo ávido coleccionista, soñaba con una antología donde recopilar documentados y anotar hallazgos, ejemplos diversos de la prehistoria musical norteamericana. ¿Su problema? Demasiadas referencias, canciones, etc., y no siempre lo que encontraba parecía esencial. Solo actuó, liberado del complejo del archivista incapaz de poner orden, cuando un amigo, empleado del basurero municipal de Lousville, lo llamó por teléfono: mira lo que unos operarios acaban de hallar en el sótano de la casa de un señor Wahle, dijo, o así. Frente a las cajas, entre moho y polvo, Salsburg comprendió. Ahí tienes tu El Dorado. Una indigestión de tesoros. Suficiente como para trazar una relato del country primitivo y afluentes, léase ragtime, folklore de raíces escocesas e irlandesas, incipiente bluegrass, etc., durante la era de Ley Seca y su tenebroso epílogo, la Gran Depresión. O sea, la banda sonora de la «white-trash» mientras la Carter Family y Jimmy Rodgers, entre cien pioneros, colocaban en órbita comercial la nave country. Más importante: su narración, gracias a los bombones proporcionados por el difunto Mr. Wahle, ofertaría regalos distintos a los de otros artefactos de intención pareja.

«Work hard, play hard, pray hard: Hard time, good time and the end time music», publicado por el sello Tompkins Square, es el resultado. Añade nuevos eslabones, perfiles, sombras, a la «Old, weird America» descrita por Greil Marcus, la misma que buscaron fijar los Alan Lomax, Charles Seeger (padre de Pete), etc. Dividido en tres discos, reparte bazas entre canciones de contenido lúdico, consagradas a los viáticos del sexo y el whisky, canciones de trabajo que operan como bocetos naturalistas y/o poéticos de la penalidades mundanas, y otras de contenido religioso, himnos de filiación metodista o baptista emparentados de forma íntima con el góspel de las iglesias negras. Cantos de afirmación, comunidad y fe para gentes acuciadas por las terribles circunstancias de un mundo cruel, cruel, cruel. Lo de menos, créanme, es si el oyente profesa o no en creencias místicas o zarzueleras. Cualquiera se sentirá concernido por unas letras que trascienden la mera religiosidad con fiera contundencia y saludan la esperanza en un futuro mejor, rumbo a una celeste utopía que, mal que bien, los ayudaba a seguir respirando.

De la estupenda ‘Flat wheel train blues’, cuya armónica anticipa en treinta y cinco años ‘Orange blossom special’ de Johnny Cash, a la chifladura de ‘Tennesse coon hut’ de Whit Gaydon, que haría las delicias de Tom Waits, cuarenta y una canciones, himnos como el clásico ‘Where we’re never grow old’ interpretado por Alfred G. Karnes, la iconoclasta ‘The preacher got drunk and laid down his Bible’ de los Tennesse Ramblers, la tradicional ‘McDonald’s farm’ cantada por los Cumberland Mountain Entertainers de Warren Caplinger, o la sentida ‘The farmer is the man that feeds them all’, con Fiddlin’ John Carson. ‘John Henry the still driving man’, con Earl McCoy, Alfred Meng y Clem Garner, serpentea a ritmo blues mientras recuerda la gesta del barrenero afroamericano que murió tras competir gallardo con la máquina comprada para reemplazarle. Infinidad de artistas, comenzando por Woody Guthrie o Lead Belly, han versioneado este clásico del folclore estadounidense. No impresiona menos ‘Poor man, rich man’, interpretada por Dave McCarn, un peón al que el sello Victor grabó en Memphis once canciones entre 1930 y 1931. Aunque parece que las ventas no fueron malas, McCarn no regresó jamás a un estudio y trabajó como obrero de la construcción hasta su muerte. Su caso, uno entre tantos. Luego cacarean que la industria fue mala y vivíamos felices los dos sin intermediarios. Sería instructivo preguntar a los interesados si opinaban igual, pero no podemos por, uh, imperativos relacionados con su muerte.

Descontadas felices excepciones, si existe un signo distintivo para los interpretes representados es que eran aficionados con el cuajo y talento de auténticos profesionales. Idéntica música, por lo demás, a la que zahoríes como A.P. Carter utilizaba para nutrir su repertorio. Similar a la que Harry Smith reunió en la influyente «Anthology of american music». Canciones para sortear la inclemencia. Canciones de rebelión y tristeza, de interminables labores agrícolas, que prenden el heno y las sábanas, golpean el estómago y narran las vicisitudes del granjero arruinado o en trance. Canciones donde aparecen cementerios, soldados perdidos y patrones canallas. Algunas festivas, risueñas, gamberras, o sacras y al tiempo descreídas, que tutelan la memoria de los amantes muertos y glorifican hazañas de unos ferrocarriles en la noche americana  y llenos de vagabundos. Himnos, plegarias, oraciones, consagrados a solicitar alivio a Dios y, con frecuencia, al licor, propios de unos territorios devastados por la pobreza, que lo mismo recogen las últimas palabras de un jugador de póquer que el dulce rebuzno de un burro o el ‘Charleston rag’ de la Aiken Country String Band y la promesa de los Kentucky Holines Singers de que ‘I’m on my way’. Ecos de polkas y valses amalgamados con reminiscencias celtas y semillas blues. El sonido, tosco, sucio, dota al conjunto de un aire extraño. Como si perdidos en el campo, de madrugada, hambrientos, solos, el viento trajera ecos de una fiesta, mensajes de un tiempo perdido, gentes desparecidas hace eones, que espían por las rendijas del bosque.

Aquí, supongo, enlazo con el diente de tiburón. Paleontólogo aficionado, Wahle reunió una constelación de gente perdida, humildes de uno a uno pero también decisivos al enriquecer sin pretenderlo un proteico mosaico cultural. Nutrido, en los principios, de aportaciones anónimas. Los escuchamos gracias a un segundo estudioso, Nathan Salsburg, que armado con el entusiasmo de un apóstol contextualizó, clasificó, seleccionó y ordenó. Gracias a ellos y a Tompkins Square Records, semejante riqueza no desaparecerá en plan lágrimas en la lluvia. Mención especial para las eruditas anotaciones a cargo del propio Salsburg y de Sarah Bryan (editora del «Old Time Herald»), Amanda Petrusich (redactora del «New York Times») y John Jeremiah Sullivan (editor de «Paris Review»). Los músicos convocados, reunión de esqueletos, hicieron mutis. Entre variadas razones por la precariedad de una industria que miraba de reojo aquellos productos y que, en cualquier caso, gateaba recién nacida. Celebremos pues estos mensajes y lloremos los discos que nunca hicieron, reos sus hacedores de un tiempo amargo en el que, igual que hoy, parecía de idiotas remunerar dignamente al artista, digo al obrero, por su trabajo. Aconsejo de paso que si uno tiene interés pero nunca se interesó por la materia acuda antes a los nombres principales, digamos al repertorio infinito de la maravillosa Carter Family (Jsp records lo tiene todo y nada sobra), incluso a la millonaria banda sonora de los Cohen coordinada por T-Bone Burnett en el 2000. Mejor dejar para el tomo segundo estas magnífica recopilación. Ideal de complemento y acaso «troppo forte» como aperitivo. ¿Mumford & Sons? No mamen.

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