Un gusano en la Gran Manzana: Nunca es tarde si el arte quema

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“Qué obras hubiéramos disfrutado en los ochenta y noventa, de Pops y otros venerables, si hubieran contado con unos colaboradores afines e inteligentes”

 

La ansiada discografía íntegra de Chuck Berry y las mejorables producciones de los 80 de Johnny Cash entre otros rondan esta semana la cabeza de Julio Valdeón Blanco.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

–22 de febrero

Hago cuentas para saber cuándo podré comprarme la integral de Chuck Berry. Dieciséis discos, casi un día con su noche, que alumbran un territorio apoteósico. Berry, desconfiado, bronco y tacaño, arrastra su talento desde hace décadas en plan gramola a tanto la pieza. Le acompañan mercenarios reclutados por los bares de las ciudades. Bueno, vale, pero sin él no hay Stones o Beatles. Ejerce como nexo de unión entre la Chess del blues urbano y la pirotecnia creativa de los sesenta. Springsteen aprendió a escribir letras con su vibrante manual de coches, América y carreteras. Keith Richards le ha soportado desplantes y broncas por las que otros habrían sido liquidados. Hablamos del macho alfa y la madre tierra del rock and roll tal y como lo amamos. Hay que ahorrar. Hay que pillar esa caja. Hay que atracar un banco o un tren blindado, pasar la gorra en el metro, suplicar a la puerta de las iglesias, incluso apuntarse a las juventudes de un partido (bueno, no, tampoco es eso) y al fin, una vez en casa, abrazados a sus contornos, susurrarle palabras de amor cuando anochezca.

–23 de febrero

Viene hoy el diario antiguo, pero, ¡cómo no!, si acaba de publicarse «Don’t lose this», vía Anti, que recoge grabaciones de Pops Staples recuperadas y embellecidas por Jeff Tweedy y Mavis Staples, hija de Pops y gran dama del soul y el góspel. Disco no, discazo. Desde la portada, elegante, gloriosa, hasta los burbujeantes trémolos de guitarra, y del cuidado repertorio al sonido. Una vez más se demuestra que muchos de los grandes sufrieron a manos de una industria, esto… ¿poco comprensiva? Qué obras hubiéramos disfrutado en los ochenta y noventa, de Pops y otros venerables, si hubieran contado con unos colaboradores afines e inteligentes. Pienso en las grabaciones ochenteras de Johnny Cash y otros tantos, y de forma automática, imaginando a sus productores, visualizo a esas parejas empeñadas en que la persona amada sea otra, no sé si mejor o peor, distinta en cualquier caso. De empeños semejantes están los juzgados llenos de divorcios y por su culpa rebosan los vertederos con discos penosos, peores aún al comprender el tonelaje del potencial desperdiciado.

–24 de febrero

Smithsonian Folkways publica un baúl con seis CDs y un libro exhaustivo sobre Lead Belly. El cantaor blues, cantautor folk, cantante de ragtime, murder ballads y rimas infantiles que tomó al asalto el Village neoyorquino cuando dos reputados folkloristas, los Lomax, padre e hijo, intuyeron las posibilidades comerciales de aquel buen salvaje preso en la cárcel de Angola al que acudían a grabar con magnetófonos y sándwiches. Contaban que fue perdonado gracias a que entretenía a las visitas de Oscar K. Allen, gobernador de Louisiana. Es cierto que tocó para las visitas del político, pero en realidad abandonó la trena gracias a su buen comportamiento. O sea, que lo del político dopado con su música y la carta firmada por los Lomax acompañando una lustrosa grabación de “Goodbye Irene” es mitad historia mitad cuento, igual que aquellas fotografías en las que el reo posaba con el pijama a rayas. Un truco comercial. Un montaje que, a partir de ciertas verdades, ayudó a dotarle de una mitología. Que no necesitaba aunque todo ayude. Su vida fue convulsa y emocionante. Su trabajo consolidó los cimientos del movimiento folk junto a Woody Guthrie y las labores evangelizadoras de Pete Seeger. Al primero Folkways ya le dedicó una fabulosa caja, «Woody at 100», la del segundo llegará en 2016.

Jeff Place, encargado de coordinar los tres artefactos, comenta en una entrevista a “No Depression” que Belly epitomiza la máxima expresión del intérprete y creador de canciones. De apetito omnívoro, desprejuiciado y flexible, “interpretó temas hawaianos y baladas vaqueras, pop, Tin Pan Alley y blues”. Nada le resultaba ajeno y, ciertamente, su repertorio constituye una ferviente enmienda a ese canon blues levantado en los sesenta a partir de las pizarras registradas veinte y treinta años antes por unos músicos a los que no se había permitido explorar todas sus facetas. Por imperativo económico, amplificado luego por cuestiones de índole cultural y política, quedaron fuera muchas de las canciones con las que Robert Johnson y cía entretenían a sus contemporáneos en bares, calles y plantaciones. Increíble pensar hasta qué punto la buena fe y/o la mala conciencia distorsionaron la historia, convencidos todos de que en Mississippi, Alabama, Georgia, Texas o Louisiana los pobres negritos solo bebían y amaban al sobrio ritmo de los doce compases. Con toda su erudición y fiebre coleccionista, más el contexto sesentero y la lucha por los derechos civiles, a menudo olvidamos elementos acaso colaterales aunque también decisivos, mientras el trasvase musical y poético corría mestizo en el subsuelo a pesar de mil y un prejuicios.

Anterior entrega de Un gusano en la Gran Manzana: Björk en el museo y Covay en el limbo

 

 

 

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