Un gusano en la Gran Manzana: Neil Young o la persistencia de la cabezonería

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«No conozco, no existe, una trayectoria más tozuda, voluntariamente feroz en su resistencia a lo previsible que la del canadiense»

 

Neil Young no se anda por las ramas, y sus lanzamientos (o actividades de toda condición) se suceden sin descanso para pasmo de sus seguidores, entre ellos Julio Valdeón Blanco, que reconoce que el maestro no tiene medida.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

—Viernes 24, Octubre

La palabra que mejor se ajusta a Neil Young tal vez sea independencia. O capricho. No conozco, no existe, una trayectoria más tozuda, voluntariamente feroz en su resistencia a lo previsible que la del canadiense. Nadie acumula semejante currículum, monumental y adornado con no pocas chapuzas. Yo diría, incluso, que nadie ha volado tan bajo habiendo alcanzado semejantes cumbres, siquiera por comparación inevitable entre lo desastroso y lo insuperable de su repertorio. Ejemplos hay muchos, pero pocos tan evidentes como los «Archivos». Ese cajón de sastre que avergüenza, por lujoso, sabio, completo, a cualquier otra antología, y que al mismo tiempo está probando ser una obra de ejecución tan ardua y prolongada como las pirámides de los Faraones o la Gran Muralla China. Ya sabemos que el corazón de Neil es un gato que solo obedece a su dueño, un cazador de emociones que igual suspira por la madre naturaleza y apadrina coches eléctricos que le da por soñar canciones oceánicas o tontea con el suicidio artístico.

En las últimas semanas hemos sabido que Neil publica disco con orquesta, al que únicamente le falta, por imperativo relacionado con la muerte, la aportación del siempre llorado Jack Nitzsche. O la edición de un nuevo libro de memorias, dedicado a su relación con los automóviles. Un libro desigual, rápido de cocinar, en el que pone su talento al servicio de un arte que quizá no sea el más ajustado a sus poderes. Que sin embargo afronta como suele. O sea, a pecho descubierto. Sin cataplasmas o ayuda de terceros. Todo esto con el recuerdo, bien fresco, del anterior libro, y de su álbum con Jack White grabado en la cabaña de Jeremiah Johnson, y del hiperpublicitado Pono, que veremos o no si rescata a los oyentes de su idilio con la música de sonoridad ratonil, enlatada, triste.

La penúltima hazaña consiste en anunciar que editará, el «Record’s Store Day», nada menos que el fantasmal «Time fades away». Su primer directo. Una bomba empapada en José Cuervo que documenta la gira del 71-73 con la que agració a los pringados que esperaban encontrar al cantautor luminoso de «Harvest». Un disco maldito por muchas razones, como tantos del autor. No me refiero solo a los que permanecen inéditos. También a los que no han sido reeditados en cedé. O al visceral «Weld», que todavía espera su bautizo en deuvedé. Una obra endemoniada, oscura, punk antes del punk, que cayó sobre el personal como un cuchillo de herrumbre y electricidad antes de meterse en el estudio a cocinar los venenos de «Tonight’s the night» y «On the beach». Por cierto que estos dos artefactos, cumbres del rock and roll, acompañarán junto a «Zuma», otra joya de distinto pelaje, a «Time fades away» en una caja de vinilos que, con solo 3.500 copias, amenaza con transformarse en el Santo Grial a la espera de que finalmente el directo de marras vea una edición masiva, o lo incluya en los «Archivos», que puede ser mañana, o tal vez nunca, o acaso sí pero en el universo paralelo e indescifrable donde opera un gigante que funciona a su ritmo y manía, reactivo a influencias externas y presiones comerciales. Cómo no amarle aunque a veces nos desquicie.

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