Un gusano en la Gran Manzana: Música para aeropuertos

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«Corro a pincharme las grabaciones menores pero inolvidables que registró junto a Louis Armstrong. No figuran entre lo mejor de ambos, pero hay algo reparador y amable en esos dúos»

 

Julio Valdeón escribe desde el JFK, mientras espera un vuelo que lo lleve a Madrid. Se da una vuelta por Efe Eme, cae en las efemérides y se fija en Ella Fitzgerald, ya sabe qué música escuchar y cómo alcanzar la felicidad en un aeropuerto.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

Si el fútbol es lo más importante de las cosas que no importan según definición de Valdano, este su cronista neoyorquino se confiesa fastidiado tras el guantazo de la selección de Del Bosque, también llamado El Marqués por los mala baba en cuanto los Xavi y compañía no arrasan. Muy español, mezquino, cainita y cerdo ese runrún de cuchillos con el que afeitamos a todo el que destaca en cuanto se le pasa el arrebato primaveral, o sea, el gusto ibérico por sacarle las entrañas al triunfador, al que brilla y/o nos emociona, siempre sospechoso de algo, pues ser español es ante todo una forma de crueldad y una devoción por los entierros, funerales y otras parrandas.

Los colgados de la música, al menos, tenemos a nuestra disposición un rico almanaque para combatir situaciones carenciales como la que les cuento. El desgarro de una guitarra o el ulular de un piano, un pinchazo de soul o un fandango en pepitoria son capaces de remediar casi cualquier tristeza. Cuando me siento así no tengo más que husmear entre la discoteca y, en caso de duda, peinar EFE EME en busca de un ungüento. Hoy, 15 de junio, a punto de salir hacia Madrid para tratarme una fractura lejos de los apandadores del sistema de salud estadounidense, donde una mala caída equivale a un batacazo en Wall Street y un esguince puede convertirte en émulo de los banqueros que saltaban de los balcones en el 29, con el ordenador en el regazo en el JFK y una cerveza cerca me acerco a la revista a ver si encuentro un prodigio, el embrujo o cataplasma que remedie la espera.

Y encuentro que hoy se cumplen dieciocho años de la muerte de Ella Fitzgerald, la que heredó el trueno del blues y sublimó la querencia de Sister Rosetta Tharpe por hablarle a los cielos, la angustia sublime de Billie Holiday y la nocturna ferocidad de Bessie Smith, la maja oronda y dulce del jazz vocal que cante lo que cante, sea festivo o melancólico, arrebatado o mohíno, siempre huele a fiesta mayor, chocolatinas, rojo carmín y helado de caramelo, la voz que alcanza donde nadie estuvo antes y que salía de su garganta pisando cristales rotos, de un azul purísimo, siempre vestida de jolgorio. Recuerdo a Ella, sí, que murió diabética, y corro a pincharme las grabaciones menores pero inolvidables que registró junto a Louis Armstrong. No figuran entre lo mejor de ambos, pero hay algo reparador y amable en esos dúos, una faena de viejos zorros que se entienden y admiran y sin enamorar a los puristas saben como abrazarte.

Y de pronto el maldito aeropuerto, sus luces de quirófano o purgatorio, la memoria de la goleada ante Holanda, la bilis de los miserables y el repugnante moho de los del ya lo decía yo y bla bla bla, la perspectiva de, quizá, tener que operarme y hasta la eliminatoria contra Chile se antojan de repente menos hostiles, casi banales, gracias al conjuro de dos voces que sin ir de trágicas sabían de qué iba el juego y cómo torearlo. La felicidad es esto, escuchar a Cole Porter, las creaciones del matrimonio Gershwin, las composiciones de Benny Goodman, Chick Webb o Irving Berlin, cantadas y sopladas por dos gigantes incapaces de simular o tirarse el rollo, dos titanes que te levantan como a un ninot en llamas y me pintan una sonrisa de felicidad casi animal en esta tarde chusca, en este aeropuerto súbitamente iluminado por el resplandor del jazz a quemarropa.

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