Un gusano en la Gran Manzana: Lou Reed y Bill Whiters justifican cualquier premio

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gusano-23-04-15

“Solo con que a algún crío le haya dado por preguntarle a Google quien es Bill Withers ya merecería la pena sufrir a Green Day y Miley Cyrus, que estuvieron ocurrentes cuando hablaron, pero esto no es un concurso de oratoria ni amerita el desparpajo en los discursos”

 

Desde Nueva York, Julio Valdeón Blanco se detiene en la última edición de los Rock and Roll of Fame, echando en falta las llamativas apariciones de Bob Dylan o Mike Love en las entregas anteriores.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

–19 de abril

No existe nada más plano que una entrega de premios. Excepto, claro, si la contemplas desde el patio de butacas y alguien declama tu nombre en escenario. El otro gran problema tiene que ver con la condición humana y sus miserias, no necesariamente pequeñas, y el choque de egos, a veces dramático, a menudo chusco. Los organizadores del Rock and Roll Hall of Fame creían haber solucionado ambos problemas cuando patentaron su fórmula hace treinta años, concediendo honores por adelantado. Digamos que eliminada la rivalidad podemos dedicar la ceremonia a cuestiones más sublimes que la competición, tipo Patti Smith recitándose versos, y encima quienes quedaron fuera han tenido tiempo de superar su estreñimiento en casa.

Pero aunque al maestro Sánchez Ferlosio le parezca que el patinador que compite “se está sacrificando por el yo, una cosa horrible”, lo cierto es que a las tres horas de gala uno, empachado, ya extraña la carita amarilla de los perdedores y la adrenalina de no saber quién palmará en las curvas finales. Sucede lo mismo con el fútbol: bostezas si no deseas que alguien golee y alguien pierda. Todo esto para decir que lo del Rock and Roll of Fame fue interesante, si bien echamos de menos a un Bob Dylan ciscándose en la madre de Leiber y Stoller o a un Mike Love desatando el pánico entre los televidentes a base de torturar en público a sus sufridos compinches.

Sería injusto no reconocer los méritos de estos premios. El primero y fundamental, comprender que incluso ante la peor debacle conviene destilar cierta autoconfianza. Don Draper lo sabe, demostró saberlo Benjamin Guggenheim mientras se hundía el Titanic y también la industria del disco en EE.UU. Así que cada año manda a la tintorería la alfombra roja, ignora la pérdida de popularidad del rock and roll, el tsunami de la piratería y los despidos en avalancha y, más chula que Stevie Wonder haciendo chistes sobre el teleprompter, recuerda al personal por qué la música importa. Al día siguiente los periódicos y hasta las televisiones hablaban de los Beatles, Stevie Ray VaughanJoan Jett, The Paul Butterfield Blues Band, The “5” Royales y Lou Reed. Solo con que a algún crío le haya dado por preguntarle a Google quien es Bill Withers ya merecería la pena sufrir a Green Day y Miley Cyrus, que –todo hay que decirlo– estuvieron ocurrentes cuando hablaron, pero esto, que sepamos, no es un concurso de oratoria ni amerita el desparpajo en los discursos, por brillantes que sean.

En definitiva, los premios no importan, y sin embargo sí importan. Por lo que tienen de pasarela social y reconocimiento a una trayectoria y un legado, inmenso en el caso de quienes el otro día coincidieron en Cleveland. Lástima que estemos lejos de intentar algo semejante en España, donde las prevenciones contra el triunfador nos acercan a países como Dinamarca más de lo que sospecha Pablo Iglesias.

 

 

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