Un gusano en la Gran Manzana: Ginger Baker y las vísceras del rock and roll

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«No comprende que el rock and roll consiste en poner el estómago del respetable poca abajo, en patear sus vísceras y ofrecer un sonido caliente»

Esta semana, el histórico batería Ginger Baker arremetía con los Rolling Stones. Julio Valdeón Blanco devuelve los insultos al tejado del ex Cream comparando su obra no ya con la de sus Satánicas Majestades, sino con la de sus contemporáneos. Y pierde.

 

 

Una sección de JULIO VALDEÓN BLANCO.

 

 

Ginger Baker, el ogro pelirrojo, desprecia a los Stones. Solo Charlie Watts, su amigo, sabe tocar. Como compositores no valen un carajo. En la misma entrevista, concedida a la «Rolling Stone», despliega el catálogo completo de veneno y monosílabos. Ojo. Comprendo su amargura. Pionero del hard rock, le correspondió el papel de iluminado mientras otros, más listos, más prácticos, hicieron caja.

Tocó con Fela Kuti en el 71 pero llegó muy pronto, demasiado, a la bicoca de la world music. Tras la muerte de Cream, su nuevo proyecto, Blind Faith, apenas duró un disco. Clapton voló para eclipsar a todos y Baker se refugió en un eclecticismo difícil de vender. Peor todavía: Blind Faith, escuchado sin la blandenguería de la nostalgia, palidece ante clásicos de aquel 1969 como «Abbey Road» (Beatles) a «Live at San Quentin» (Johnny Cash) y «Green River» (Creedence Clearwater Revival), y eso si salo citamos aquellos que le precedieron y sucedieron en el número uno de las listas. También del 69, «The Velvet Underground», «Songs from a room», «The gilded palace of sin», «From Elvis in Memphis», «Soul ’69», «Scott 3», «Green is blues» «Dusty in Memphis», «Nashville skyline» «Everybody knows this is nowhere», «The Stooges»… y otros trabajos de Nick Drake, The Band, etc., le dan mil patadas al disco de Baker, Winwood y compañía. O los Stones, que ese mismo año publican «Let it bleed».

Demos por hecho que Baker es mil veces más versátil, dotado, exquisito, virtuoso y técnico que Jagger y los suyos. Da igual. No comprende que el rock and roll consiste en poner el estómago del respetable poca abajo, en patear sus vísceras y ofrecer un sonido caliente, y que cualquier mula parda del Mississippi, con cuatro acordes y cero acompañamiento, sintoniza mejor con el blues, su indescifrable tristeza, su fiero orgullo, que ejércitos de instrumentistas embebidos en su magia potagia. El despiste de Baker recuerda a los lectores que desprecian el rock and roll por, uh, su simpleza armónica. Elemental chavales. Para la composición seriada y la música aleatoria ya están vuestro adorado Stockhausen y vuestros auditorios vacíos. Para morir roncando, las mil y una hidras engendradas por la psicodelia y el rock progresivo. La inmensa mayoría de los superinstrumentistas de los sesenta acumularon masturbatorias loas a su ombligo, tan cerca de Son House como pueda estarlo el indescriptible Luis Cobos. Baker, al que no discuto su antigua grandeza, acabó instalado en las cercanías de un cierto jazz eléctrico y estéril.

Aunque hace siglos que Baker y los Stones comparten habitación en el hotel de la irrelevancia, comparar sus trayectorias resulta casi perverso. Los «torpes» émulos de Muddy Waters se zamparon al pirotécnico baterista.

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